Colaboración: Qué verdes eran sus valles
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Por Sergio Berrocal
Eran tiempos gloriosos para algunos que escribían recorriendo el mundo. Eran los más ricos y los más guapos. Ernesto Hemingway y John Dos Passos formaban parte de una generación de gente de pluma que en Estados Unidos integraban un dúo de escritores a los que editoriales y periódicos abrían sus puertas de par en par, con la generosidad de los que todo lo tienen, para que pudiesen escribir y patear el universo con muchos dólares en los bolsillos, cuando para el resto de los aspirantes a escritores del mundo las cosas eran todo menos color rosa.
Esas facilidades para crear a la par que aprender recorriendo los cinco o los doce continentes de la imaginación a caballo de mecenas editoriales que les pagaban por un cuento o por un artículo lo suficiente para atravesar veinte veces el Atlántico desde Europa a Estados Unidos en lujosos paquebotes, aunque Dos Passos confesaba una vez sin falso rubor que cuando más viajó era cuando lo hacía en tercera clase.
Los dos, que fueron amigos y más tarde irreconciliables, siendo todavía mozalbetes se plantaron en la place de la Concorde de París porque había una guerra en Europa, la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la de las escabechinas sin piedad, y ellos "querían verla".
Suprema frivolidad que les llevó a alistarse como conductores de ambulancias en el frente italiano, sin tener la menor idea de ambulancias ni de guerra, jugándose la vida, aunque solo fuese un poquito, de la forma más endeble mentalmente. Y se lo pasaban muy bien entre fanfarronadas y borracheras, denominador común de todas esas aventuras de niños consentidos. Montados en sus botas de buen calzador disfrutaban imbécilmente lo que cualquier otro joven solo podía soñar en su cuarto sin ventana a la calle.
Rentabilizaban estupendos reportajes, divertidos cuentos, ganaban dinero, lo tiraban por la borda de las juergas y vivían como señores del Renacimiento.
En su libro "Años inolvidables", Dos Passos se sincera con sus aventuras en Italia entre bombazo y bombazo y con un delicioso cinismo reconoce lo que le contaba otro amigo yanqui que también estaba allí en busca de sensaciones fuertes: "El gobierno italiano considera la Cruz roja Americana como algo decorativo pero sin utilidad, de manera que aquí languidecemos, amablemente tratados, bien alimentados, con las colinas Eugenianas como espectáculo sentimental y la posibilidad de caminar hasta el borde de la laguna para ver Venecia…"
Poco después insiste en esta bella inutilidad de la que Hemingway y él eran dos floridos representantes al recibir en el cuartel la visita de dos comandantes de la Cruz Roja: "Consiguieron irritarme al declarar, en un ataque de sinceridad producido por el vino, que estábamos en el frente italiano para animar a los italianos a seguir peleando".
El libro es un catálogo de correrías por el mundo. Pese a que la época –años veinte del siglo XX—los transportes no ayudaban a los aventureros, y se tardaba más de veinte días en ir de las costas inglesas a Nueva York en barco, contra unas siete horas en los aviones de hoy, recorrían el mundo con una facilidad vergonzosamente enajenante.
Mientras Hemingway estaba en Armenia desde donde explicaba a sus lectores norteamericanos a través de la agencia de prensa NANA cómo los turcos masacraban a los armenios en esos mismos años veinte, Dos Passsos se plantaba en Bagdad, pasando por San Sebastián (España) y mil lugares más que en aquellos tiempos merecían verse y adonde no llegaba cualquiera.
A los dos les empujaba el motor del dólar, más fuerte que nunca en aquellos tiempos, con los que se abrían todas las puertas y nos dejaban a los lectores de muchos años después maravillosos relatos en los que para nada serviría saber ni importa si correspondían a una verdad demasiado estricta.
Qué más da. Era la aventura, que de las orillas del Bósforo llevaban a Hemingway al frente de la Guerra Civil española.
Y el 11 de abril de 1937, telegrafiaba a la agencia de prensa norteamericana NANA la descripción de un bombardeo sobre Madrid: "…desde la ladera opuesta de la colina llegó el estruendo, cual un pesado y bronco gruñir, de la artillería de las fuerzas nacionales…"
En 1934 escribía desde Tanganica una crónica que también hablaba de muerte: "Hay dos procedimientos para dar muerte a un león: dispararle un tiro desde un camión o desde un tablado, o tollo, deslumbrándole con una luz de magnesio cuando acude de noche a la carnada puesta por el cazador o su guía".
Muerte de nuevo, sin remilgos y hasta con cruel frivolidad.
El 22 de diciembre de 1923, desde Alemania, describe lo que titula un día de Navidad en la cumbre del mundo: "Aún no habría amanecido, cuando Ida, la sirvienta alemana, se acercó y encendió la voluminosa estufa holandesa…"
Así, entre reportaje y reportaje, recorre el mundo, hasta que llega su época de total gloria cuando le entrega al semanario Collier’s, prestigio y buenos dólares, un artículo en el que Hemingway cuenta a sus compatriotas norteamericanos cómo él, el escritor, el vagabundo gozoso, "liberó París". Es agosto de 1944 y, por fin, las tropas invasoras alemanas han podido ser desalojadas de una capital que ocuparon y gozaron ante el estupor del mundo entero, con un Adolfo Hitler paseándose por la Torre Eiffel y chuleándose de su triunfo frente a Francia, el enemigo tradicionalmente odiado de Alemania.
Los aliados se habían detenido a las puertas de París para que un batallón francés, al mando del mariscal Philippe Leclerc de Hautecloque, que además de militar prestigioso era todo lo que se quiera decir de él menos sencillo y modesto, pudiese liberar París de la forma más teatralmente posible. Véase "¿Arde París? / Paris brûle-t-il? / Is Paris burning?", de René Clément (1966).
Fama de pose tenía el general Leclerc que para más inri llevaba en su división de tanques, la 2ª Blindada, a una serie de valientes elementos españoles que habían rozado la heroicidad en la lucha contra los alemanes después de haber perdido en España la guerra civil contra Franco.
Gente valiente pero poco disciplinada eran esos despojos de la Guerra Civil formados por anarquistas y otros heroicos soldados españoles.
La crónica de Hemingway sobre su hazaña está fechada el 7 de octubre de 1944 y es una versión más para el semanario Collier’s que tenía fama de muy buen pagador, sobre todo tratándose de un personaje como él.
Otros corresponsales contaron cómo Hemingway y unos cuantos anarquistas a los que él llamaba guerrilleros hicieron caso omiso para que el Mariscal Leclerc fuese el primero en poner los pies en París y sin más se agenciaron un jeep con el que se plantaron en el Hotel Ritz de la capital, en la que los alemanes huidos habían dejado suficientes botellas de champaña para la tropa hemingwayana.
Diferentes fuentes, ninguna de ellas el protagonista, cuentan que aquello fue una borrachera apoteósica y costosa para los dueños del hotel.
Siguen contando que cuando Leclerc se enteró de aquella "hazaña" montó en una de sus más eximias cóleras y convocó al corresponsal de guerra Ernest Hemingway al frente de sus tropas en la place de l’Etoile, lugar de todas las grandes celebraciones desde Napoleón.
Insisten en que el Mariscal olvidó por un rato la exquisita educación que tanto gustaba en los salones de París y puso de vuelta y media al Hemingway que se le había adelantado para "liberar París". Unos dicen que lo hizo en su francés más literario y otros que se limitó a putearlo en inglés barriobajero.
Naturalmente, a Hemingway no le fusilaron pero tampoco le condecoraron por haber liberado sobre todo las bodegas del Hotel Ritz.
Para entonces, un callado escritor irlandés llamado James Joyce ya había publicado la novela que todavía sigue siendo considerada por la mayoría como la gran novela del siglo XX, "Ulises", un texto difícil pero de una riqueza lingüística casi nunca vista en la lengua inglesa y todavía hoy muy discutida.
Joyce fue también el autor de otras deliciosas novelas como "Dublineses" y pasó casi toda su vida en Irlanda, donde sus grandes aspiraciones mientras escribía era conseguir un puesto de profesor.
Joyce fue de esos escritores, cientos, miles, que nunca gozaron del dólar como Hemingway y Dos Passos y que, por lo tanto, se tuvieron que limitar a escribir y callar en espera de una ocasión.
Ninguno de ellos pisó nunca los verdes y felices valles por los que los dos monstruos norteamericanos discurrieron sus vidas.
Era el destino. El destino del dólar rey.
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Eran tiempos gloriosos para algunos que escribían recorriendo el mundo. Eran los más ricos y los más guapos. Ernesto Hemingway y John Dos Passos formaban parte de una generación de gente de pluma que en Estados Unidos integraban un dúo de escritores a los que editoriales y periódicos abrían sus puertas de par en par, con la generosidad de los que todo lo tienen, para que pudiesen escribir y patear el universo con muchos dólares en los bolsillos, cuando para el resto de los aspirantes a escritores del mundo las cosas eran todo menos color rosa.
Esas facilidades para crear a la par que aprender recorriendo los cinco o los doce continentes de la imaginación a caballo de mecenas editoriales que les pagaban por un cuento o por un artículo lo suficiente para atravesar veinte veces el Atlántico desde Europa a Estados Unidos en lujosos paquebotes, aunque Dos Passos confesaba una vez sin falso rubor que cuando más viajó era cuando lo hacía en tercera clase.
Los dos, que fueron amigos y más tarde irreconciliables, siendo todavía mozalbetes se plantaron en la place de la Concorde de París porque había una guerra en Europa, la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la de las escabechinas sin piedad, y ellos "querían verla".
Suprema frivolidad que les llevó a alistarse como conductores de ambulancias en el frente italiano, sin tener la menor idea de ambulancias ni de guerra, jugándose la vida, aunque solo fuese un poquito, de la forma más endeble mentalmente. Y se lo pasaban muy bien entre fanfarronadas y borracheras, denominador común de todas esas aventuras de niños consentidos. Montados en sus botas de buen calzador disfrutaban imbécilmente lo que cualquier otro joven solo podía soñar en su cuarto sin ventana a la calle.
Rentabilizaban estupendos reportajes, divertidos cuentos, ganaban dinero, lo tiraban por la borda de las juergas y vivían como señores del Renacimiento.
En su libro "Años inolvidables", Dos Passos se sincera con sus aventuras en Italia entre bombazo y bombazo y con un delicioso cinismo reconoce lo que le contaba otro amigo yanqui que también estaba allí en busca de sensaciones fuertes: "El gobierno italiano considera la Cruz roja Americana como algo decorativo pero sin utilidad, de manera que aquí languidecemos, amablemente tratados, bien alimentados, con las colinas Eugenianas como espectáculo sentimental y la posibilidad de caminar hasta el borde de la laguna para ver Venecia…"
Poco después insiste en esta bella inutilidad de la que Hemingway y él eran dos floridos representantes al recibir en el cuartel la visita de dos comandantes de la Cruz Roja: "Consiguieron irritarme al declarar, en un ataque de sinceridad producido por el vino, que estábamos en el frente italiano para animar a los italianos a seguir peleando".
El libro es un catálogo de correrías por el mundo. Pese a que la época –años veinte del siglo XX—los transportes no ayudaban a los aventureros, y se tardaba más de veinte días en ir de las costas inglesas a Nueva York en barco, contra unas siete horas en los aviones de hoy, recorrían el mundo con una facilidad vergonzosamente enajenante.
Mientras Hemingway estaba en Armenia desde donde explicaba a sus lectores norteamericanos a través de la agencia de prensa NANA cómo los turcos masacraban a los armenios en esos mismos años veinte, Dos Passsos se plantaba en Bagdad, pasando por San Sebastián (España) y mil lugares más que en aquellos tiempos merecían verse y adonde no llegaba cualquiera.
A los dos les empujaba el motor del dólar, más fuerte que nunca en aquellos tiempos, con los que se abrían todas las puertas y nos dejaban a los lectores de muchos años después maravillosos relatos en los que para nada serviría saber ni importa si correspondían a una verdad demasiado estricta.
Qué más da. Era la aventura, que de las orillas del Bósforo llevaban a Hemingway al frente de la Guerra Civil española.
Y el 11 de abril de 1937, telegrafiaba a la agencia de prensa norteamericana NANA la descripción de un bombardeo sobre Madrid: "…desde la ladera opuesta de la colina llegó el estruendo, cual un pesado y bronco gruñir, de la artillería de las fuerzas nacionales…"
En 1934 escribía desde Tanganica una crónica que también hablaba de muerte: "Hay dos procedimientos para dar muerte a un león: dispararle un tiro desde un camión o desde un tablado, o tollo, deslumbrándole con una luz de magnesio cuando acude de noche a la carnada puesta por el cazador o su guía".
Muerte de nuevo, sin remilgos y hasta con cruel frivolidad.
El 22 de diciembre de 1923, desde Alemania, describe lo que titula un día de Navidad en la cumbre del mundo: "Aún no habría amanecido, cuando Ida, la sirvienta alemana, se acercó y encendió la voluminosa estufa holandesa…"
Así, entre reportaje y reportaje, recorre el mundo, hasta que llega su época de total gloria cuando le entrega al semanario Collier’s, prestigio y buenos dólares, un artículo en el que Hemingway cuenta a sus compatriotas norteamericanos cómo él, el escritor, el vagabundo gozoso, "liberó París". Es agosto de 1944 y, por fin, las tropas invasoras alemanas han podido ser desalojadas de una capital que ocuparon y gozaron ante el estupor del mundo entero, con un Adolfo Hitler paseándose por la Torre Eiffel y chuleándose de su triunfo frente a Francia, el enemigo tradicionalmente odiado de Alemania.
Los aliados se habían detenido a las puertas de París para que un batallón francés, al mando del mariscal Philippe Leclerc de Hautecloque, que además de militar prestigioso era todo lo que se quiera decir de él menos sencillo y modesto, pudiese liberar París de la forma más teatralmente posible. Véase "¿Arde París? / Paris brûle-t-il? / Is Paris burning?", de René Clément (1966).
Fama de pose tenía el general Leclerc que para más inri llevaba en su división de tanques, la 2ª Blindada, a una serie de valientes elementos españoles que habían rozado la heroicidad en la lucha contra los alemanes después de haber perdido en España la guerra civil contra Franco.
Gente valiente pero poco disciplinada eran esos despojos de la Guerra Civil formados por anarquistas y otros heroicos soldados españoles.
La crónica de Hemingway sobre su hazaña está fechada el 7 de octubre de 1944 y es una versión más para el semanario Collier’s que tenía fama de muy buen pagador, sobre todo tratándose de un personaje como él.
Otros corresponsales contaron cómo Hemingway y unos cuantos anarquistas a los que él llamaba guerrilleros hicieron caso omiso para que el Mariscal Leclerc fuese el primero en poner los pies en París y sin más se agenciaron un jeep con el que se plantaron en el Hotel Ritz de la capital, en la que los alemanes huidos habían dejado suficientes botellas de champaña para la tropa hemingwayana.
Diferentes fuentes, ninguna de ellas el protagonista, cuentan que aquello fue una borrachera apoteósica y costosa para los dueños del hotel.
Siguen contando que cuando Leclerc se enteró de aquella "hazaña" montó en una de sus más eximias cóleras y convocó al corresponsal de guerra Ernest Hemingway al frente de sus tropas en la place de l’Etoile, lugar de todas las grandes celebraciones desde Napoleón.
Insisten en que el Mariscal olvidó por un rato la exquisita educación que tanto gustaba en los salones de París y puso de vuelta y media al Hemingway que se le había adelantado para "liberar París". Unos dicen que lo hizo en su francés más literario y otros que se limitó a putearlo en inglés barriobajero.
Naturalmente, a Hemingway no le fusilaron pero tampoco le condecoraron por haber liberado sobre todo las bodegas del Hotel Ritz.
Para entonces, un callado escritor irlandés llamado James Joyce ya había publicado la novela que todavía sigue siendo considerada por la mayoría como la gran novela del siglo XX, "Ulises", un texto difícil pero de una riqueza lingüística casi nunca vista en la lengua inglesa y todavía hoy muy discutida.
Joyce fue también el autor de otras deliciosas novelas como "Dublineses" y pasó casi toda su vida en Irlanda, donde sus grandes aspiraciones mientras escribía era conseguir un puesto de profesor.
Joyce fue de esos escritores, cientos, miles, que nunca gozaron del dólar como Hemingway y Dos Passos y que, por lo tanto, se tuvieron que limitar a escribir y callar en espera de una ocasión.
Ninguno de ellos pisó nunca los verdes y felices valles por los que los dos monstruos norteamericanos discurrieron sus vidas.
Era el destino. El destino del dólar rey.
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