Colaboración: Cine con ostras
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Encerrado en mi exilio de la más sureña punta de Europa, donde se pone el sol del Brexit, me falta ese cine que antes te saltaba en todas las esquinas. El cine y las ostras, esa deliciosa almeja, espléndida, jugosa, untuosa, definitiva para el alma, que palpita en la lengua antes de fundirse con el momento. Al cine europeo y el latinoamericano siempre los he confundido con el gusto de una cerveza poderosa, de un ron roto entre piedras de hielo, de una copa de champán, aunque el crême, ese café con leche que solo se toma en Francia, haya sido siempre el apoyo a la hora de escribir la crónica del día.
Pero hubo una vez, como en cualquier cuento de los hermanos Grimm en que me metieron en un festival de cine sobre el mar no a orillas del mar, cuajado de ostras de Arcachon, un lugar que está en Francia, según se baja de Paris. O quizá que no está en ningún lugar. O no estaba porque los años han pasado y las diferencias se han igualado.
Era tiempo de festivales minúsculos, sin pretensiones, donde los organizadores ponían alfombra roja a los cronistas que tenían a bien perderse por su sala vieja y entrañable y todavía no había llegado el momento de las clases.
Tomarse una película pequeñita, sin pretensiones, hecha con presupuesto nada ruinoso, con actores que les gustaba ser y no estar, al compás de la succión de unas ostras previamente acostadas en un lecho de hielo picado, algas recién sacadas del mar y rodeadas de todos los vecinos de los abismos del buen yantar del marisco, unos cachitos de buey de mar, unos retorcidos y armoniosos caracoles que esconden en sus galerías toda la sabiduría de los mares del sur.
Erais tres o cuatro escribidores de periódicos a los que os gustaba el cine y sentados en plataformas de madera de teka crujiente y olorosa a la que el agua del mar daba de vez en cuando un repaso discutíais de lo que habíais visto en aquella pequeña sala blanca que parecía un decorado de cualquier película pobre.
Los comensales se extendían en charlas agradables y succiones repetidas en una larguísima plataforma que se perdía en las primeras olas de un Mediterráneo, o quizá fuese Atlántico, que las ostras emborrachan. Se debatía de la nouvelle vague, ese cine revolucionario que luego se aburguesaría hasta el aburrimiento y Jean-Pierre Léaud dejaría de ser un niño terrible, Jean Seberg una descocada estudiante norteamericana en el París del New York Herald Tribune.
Da gusto que todavía hoy se tenga un respeto casi religioso por François Truffaut, hombre de mujeres, las más bellas para bailar o para lo que fuera, que a la prestancia de un galán salido de la nada agregaba el talento de quien ha sido tocada por la varita de los hermanos Lumière allá en el cielo.
Eran ostras que si no podían soportar la comparación por el tamaño con las de algunos puertos de Flandes, esa Bélgica distinta y tan igual donde siempre ruge la marabunta de un mar brumoso que invita a la contemplación y a beber esa cerveza belga salida del talento de monjes borrachos que solo entre arena podría mordisquearse.
Las ostras, alimento divino de dioses de otros momentos, de otras civilizaciones, donde el dolce farniente, la dolce vita, Ostia, Marcello Mastroianni, Yvonne Fourneau suntuosa como una ostra de Arcachon, porque todo lo bello se cultiva, el amor, la amistad, aunque el exquisito de turno te quiera aguar la fiesta diciéndote presumidamente: “Mon cher, este año, las ostras están un poco laiteuses (derivado de leche, y vaya usted a saber).
Había cuatro festivales de cine en el mundo que merecieran la pena. Luego, de pronto, como una mala epidemia de gripe, los alcaldes quisieron ser señores de los anillos, amos del universo de la fantasía, de las pantalla que todo lo pueden y desde su inmensa ignorancia decidieron que su siudad, su pueblo, su aldea, tendría su festival de cine.
Se perdió entonces el gusto de las ostras, la suntuosidad de las estarlettes que te invitaban a soñar en la cola de los estudios de Billancourt donde esperaban un papelito de figurante de un ratito por 100 francos y un bocadillo repleto de salchichón de ajo y diminutos pepinillos nacidos, criados y educados en el vinagre de vino más criminal, al que hasta D’Artagnan el espadachín de las bellas damas hubiese escupido.
Se perdió el cine cuando aquello fue un mercadillo persa de analfabetos metidos a productores, distribuidores, organizadores y poco les faltaba para querer figurar en el reparto.
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Encerrado en mi exilio de la más sureña punta de Europa, donde se pone el sol del Brexit, me falta ese cine que antes te saltaba en todas las esquinas. El cine y las ostras, esa deliciosa almeja, espléndida, jugosa, untuosa, definitiva para el alma, que palpita en la lengua antes de fundirse con el momento. Al cine europeo y el latinoamericano siempre los he confundido con el gusto de una cerveza poderosa, de un ron roto entre piedras de hielo, de una copa de champán, aunque el crême, ese café con leche que solo se toma en Francia, haya sido siempre el apoyo a la hora de escribir la crónica del día.
Pero hubo una vez, como en cualquier cuento de los hermanos Grimm en que me metieron en un festival de cine sobre el mar no a orillas del mar, cuajado de ostras de Arcachon, un lugar que está en Francia, según se baja de Paris. O quizá que no está en ningún lugar. O no estaba porque los años han pasado y las diferencias se han igualado.
Era tiempo de festivales minúsculos, sin pretensiones, donde los organizadores ponían alfombra roja a los cronistas que tenían a bien perderse por su sala vieja y entrañable y todavía no había llegado el momento de las clases.
Tomarse una película pequeñita, sin pretensiones, hecha con presupuesto nada ruinoso, con actores que les gustaba ser y no estar, al compás de la succión de unas ostras previamente acostadas en un lecho de hielo picado, algas recién sacadas del mar y rodeadas de todos los vecinos de los abismos del buen yantar del marisco, unos cachitos de buey de mar, unos retorcidos y armoniosos caracoles que esconden en sus galerías toda la sabiduría de los mares del sur.
Erais tres o cuatro escribidores de periódicos a los que os gustaba el cine y sentados en plataformas de madera de teka crujiente y olorosa a la que el agua del mar daba de vez en cuando un repaso discutíais de lo que habíais visto en aquella pequeña sala blanca que parecía un decorado de cualquier película pobre.
Los comensales se extendían en charlas agradables y succiones repetidas en una larguísima plataforma que se perdía en las primeras olas de un Mediterráneo, o quizá fuese Atlántico, que las ostras emborrachan. Se debatía de la nouvelle vague, ese cine revolucionario que luego se aburguesaría hasta el aburrimiento y Jean-Pierre Léaud dejaría de ser un niño terrible, Jean Seberg una descocada estudiante norteamericana en el París del New York Herald Tribune.
Da gusto que todavía hoy se tenga un respeto casi religioso por François Truffaut, hombre de mujeres, las más bellas para bailar o para lo que fuera, que a la prestancia de un galán salido de la nada agregaba el talento de quien ha sido tocada por la varita de los hermanos Lumière allá en el cielo.
Eran ostras que si no podían soportar la comparación por el tamaño con las de algunos puertos de Flandes, esa Bélgica distinta y tan igual donde siempre ruge la marabunta de un mar brumoso que invita a la contemplación y a beber esa cerveza belga salida del talento de monjes borrachos que solo entre arena podría mordisquearse.
Las ostras, alimento divino de dioses de otros momentos, de otras civilizaciones, donde el dolce farniente, la dolce vita, Ostia, Marcello Mastroianni, Yvonne Fourneau suntuosa como una ostra de Arcachon, porque todo lo bello se cultiva, el amor, la amistad, aunque el exquisito de turno te quiera aguar la fiesta diciéndote presumidamente: “Mon cher, este año, las ostras están un poco laiteuses (derivado de leche, y vaya usted a saber).
Había cuatro festivales de cine en el mundo que merecieran la pena. Luego, de pronto, como una mala epidemia de gripe, los alcaldes quisieron ser señores de los anillos, amos del universo de la fantasía, de las pantalla que todo lo pueden y desde su inmensa ignorancia decidieron que su siudad, su pueblo, su aldea, tendría su festival de cine.
Se perdió entonces el gusto de las ostras, la suntuosidad de las estarlettes que te invitaban a soñar en la cola de los estudios de Billancourt donde esperaban un papelito de figurante de un ratito por 100 francos y un bocadillo repleto de salchichón de ajo y diminutos pepinillos nacidos, criados y educados en el vinagre de vino más criminal, al que hasta D’Artagnan el espadachín de las bellas damas hubiese escupido.
Se perdió el cine cuando aquello fue un mercadillo persa de analfabetos metidos a productores, distribuidores, organizadores y poco les faltaba para querer figurar en el reparto.
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