Colaboración: La divina peluquera de Cannes
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Por Sergio Berrocal
Era un tiovivo de mil colores y de mil años de soledad y guarrería al que yo nunca me acerqué. Imaginaba mil serpientes diminutas y mortales que salían de los hocicos de los caballos para cumplir su voluntad de muerte. Era en Cannes, en el Festival de cine, pero nunca vi a ningún niño subido en aquel cacharrito de feria que giraba sin parar, con música del Tercer Hombre.
Casi siempre llovía en aquel mes de mayo. Woody Allen andaba melancólico por la pantalla de las nueve de la mañana.
En la rue d’Antibes había una peluquera joven y negra de la Martinique con la que todos los hombres querían lavarse la cabeza.
Ella lo sabía y sonreía desde unos inmensos ojos verdosos como las aguas de su Caribe natal.
Cuando sus dedos se hincaban en el cuero cabelludo, con más saña que necesidad profesional, sabías que estabas en sus manos y que nunca querrías que acabase.
Aquellos dedos largos y finos, propios para interpretar a Bach, te llevaban al umbral de tu propio ser. Era sencillamente mágico.
Ella sabía de su poder y manejaba los tiempos de la operación como una pianista sus teclas.
Cuando te había secado el pelo, la película de la tarde estaba a punto de comenzar, te levantabas del sillón como un Napoleón que hubiese vencido por fin la indiferencia de su casquivana Josefina.
La sonrisa de la propina era un reconocimiento de que ella sabía que tú habías sentido todo lo que había querido darte.
Siempre había pensado que aquella experiencia mía se debía al ambiente peliculero de aquel pueblo de la Costa de Azul que nada más que vive una quincena por año. El resto del tiempo permanece en el letargo pueblerino, en espera de que vuelva el Festival.
Pero lo cierto es que en el cine francés, la peluquera ha tomado a veces el relieve supremo de la cartelera. Como en "El marido de la peluquera" de Patrice Leconte, donde dos excelentes actores, Anna Galiana y Jean Rochefort, protagonizan escenas tórridas de una inocencia perfectamente acordes con la inocencia perdida.
Este domingo siniestro y con nubes otoñales en un portal del verano nada convincente he descubierto que mi experiencia no era única.
El escritor francés Gérard Pussey cuenta en su novela "Le Don d’Hélène" la historia de una peluquera de una ciudad de la provincia francesa que de pronto descubre que a medida que lava la cabeza de sus clientes le llegan imágenes de sus pensamientos más íntimos.
No he vuelto a Cannes y no sé si mi peluquera sigue ejerciendo o ha sido raptada por algún cliente que quería sus dedos sólo para su cabeza.
También ignoro si sigue en su sitio el siniestro tiovivo que tanto me asustaba, la obsesión me ha seguido por los lugares más recónditos y banales donde me he tropezado con destartalados caballos de cartón piedra que giraban sin piedad.
Siempre tuve miedo de preguntar que hacía aquel tiovivo a espaldas del Palacio de Festivales de Cannes. Me daba miedo sobre todo la respuesta. Y entonces callé para siempre.
Una mañana de tormenta, en la que el tiovivo había parado de dar vueltas, vacío como siempre, nos llegaron rumores de una nueva producción de acción.
Iba a titularse algo así como "El espía que nunca amó", inspirado, decían, en hechos auténticos acontecidos durante la Guerra Civil Española (1936-1939).
Un agregado de prensa, hombre indispensable entonces porque daba a los periodistas el sustento de sus artículos además de enseñar a más de uno a tener la impresión de saber escribir, nos refirió así el personaje: " El Coronel era un tipo alto y duro, de esos hombres que no bailan ni con el diablo. Podría decirse incluso que poseía cierta belleza bruta como la del olivo, resaltada por un rostro eternamente bronceado a fuego y unos ojos verdes profundos, todo ello coronado por una frente altiva hasta donde se asomaban farragosos acantilados de pelo negro. Sin uniforme, o con otro uniforme, podrían haberle confundido con un torero gitano de estirpe.
Solía decir que era "tripartito" y explicaba que muy jovencito ingresó en la Academia militar de Zaragoza, de donde salió primero de su promoción, luego en la de Coetquidan, Francia, donde dejó encandilados a sus profesores por su peculiar arte para el mando. Concluyó su educación militar en una escuela de la selva que los británicos poseían entonces en un lugar perdido entre Birmania y Tailandia. Se había convertido en un especializado militar en todo tipo de guerras y guerrillas al mismo tiempo que su paso por más de un Estado Mayor le había contagiado el gusto por la política, para la que tenía dotes excepcionales.
Sonreía poco pero bien. Con sus subalternos nunca. Con sus superiores apenas un rictus elegante y desdeñoso.
Las escalinatas de la iglesia de aquella isla perdida daban a la plaza redonda y pequeña a cuya otro extremidad se alzaba sin complejos un elegante palacete del siglo XVII -- decían que lo construyó un pirata cuando para robar no bastaba con ser banquero y era preciso echarse al mar-- que albergaba un casino militar que por su austera elegancia exterior más bien parecía la guarida de los caballeros de la mesa redonda. En el interior ya era otro cantar. En una parte del casino se había recreado, por expresas indicaciones suyas, el bar de Rick en Casablanca. El Coronel era un admirador empedernido y sin causa conocida de Humphrey Bogart, aunque pretendía que la rendición de su personaje al final de la película era una incalificable tontería que sólo podía habérsele ocurrido a guionistas norteamericanos corroídos por los remordimientos de siglos de maldad a través del mundo. Otra parte del casino estaba reservada para la plebe de la aristocracia militar de la isla. La planta noble del edificio, probablemente construido por conquistadores portugueses, albergaba un gigantesco apartamento que era su dominio natural y donde muy poca gente podía acceder. El uniforme verdoso que entonces podían contemplar olía todavía al sastre que acababa de tallarlo. Nunca se ponía un uniforme dos veces.
Se sabía el hombre más poderoso en muchos kilómetros a la redonda. El Caudillo, con quien había compartido clases en Zaragoza, le había mandado mucho después de su victoria a aquella isla de Africa del Norte con la misión de vigilar todo Marruecos y la consigna estricta de que ni una mosca pudiese volar sin un salvoconducto debidamente visado. Y hacía ya algunos años que nadie se movía.
De Africa, el Coronel partió para un destino que se relataba en un libro bastante sesudo sobre el espionaje en la época de Franco.
Fue nombrado jefe de los servicios secretos y como tal cumplió misiones más o menos "humanitarias".
Cuando el indispensable agregado de prensa nos enseñó unas fotos del misterioso héroe, caí en la cuenta. Conocía perfectamente al Coronel. En aquel tiempo, él no llevaba gafas y yo solía llamarle papá. Cosas de cine.
El Festival de Cine de Cannes volverá de nuevo a ese pueblecito de la Costa de Azul a mediados de mayo próximo, con la primavera veraniega corriendo por la Croisette.
Este año andará por allí Pedro Almodóvar como gran manitú y habrá un festival de carteles de otros tiempos, con polémica y todo. Pero seguro que mi peluquera ya no está en su peluquería. La imagino felizmente casada, fórmula absurda que presupone que se puede estar infelizmente casada, con muchos hijos y algo de artritis en los dedos.
Es que la peluquería, sobre todo en tiempo de Festival, siempre ha sido un oficio peligroso. Deja mucho cansancio en las manos y mucha nostalgia en los corazones que pasaron por el sillón.
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Era un tiovivo de mil colores y de mil años de soledad y guarrería al que yo nunca me acerqué. Imaginaba mil serpientes diminutas y mortales que salían de los hocicos de los caballos para cumplir su voluntad de muerte. Era en Cannes, en el Festival de cine, pero nunca vi a ningún niño subido en aquel cacharrito de feria que giraba sin parar, con música del Tercer Hombre.
Casi siempre llovía en aquel mes de mayo. Woody Allen andaba melancólico por la pantalla de las nueve de la mañana.
En la rue d’Antibes había una peluquera joven y negra de la Martinique con la que todos los hombres querían lavarse la cabeza.
Ella lo sabía y sonreía desde unos inmensos ojos verdosos como las aguas de su Caribe natal.
Cuando sus dedos se hincaban en el cuero cabelludo, con más saña que necesidad profesional, sabías que estabas en sus manos y que nunca querrías que acabase.
Aquellos dedos largos y finos, propios para interpretar a Bach, te llevaban al umbral de tu propio ser. Era sencillamente mágico.
Ella sabía de su poder y manejaba los tiempos de la operación como una pianista sus teclas.
Cuando te había secado el pelo, la película de la tarde estaba a punto de comenzar, te levantabas del sillón como un Napoleón que hubiese vencido por fin la indiferencia de su casquivana Josefina.
La sonrisa de la propina era un reconocimiento de que ella sabía que tú habías sentido todo lo que había querido darte.
Siempre había pensado que aquella experiencia mía se debía al ambiente peliculero de aquel pueblo de la Costa de Azul que nada más que vive una quincena por año. El resto del tiempo permanece en el letargo pueblerino, en espera de que vuelva el Festival.
Pero lo cierto es que en el cine francés, la peluquera ha tomado a veces el relieve supremo de la cartelera. Como en "El marido de la peluquera" de Patrice Leconte, donde dos excelentes actores, Anna Galiana y Jean Rochefort, protagonizan escenas tórridas de una inocencia perfectamente acordes con la inocencia perdida.
Este domingo siniestro y con nubes otoñales en un portal del verano nada convincente he descubierto que mi experiencia no era única.
El escritor francés Gérard Pussey cuenta en su novela "Le Don d’Hélène" la historia de una peluquera de una ciudad de la provincia francesa que de pronto descubre que a medida que lava la cabeza de sus clientes le llegan imágenes de sus pensamientos más íntimos.
No he vuelto a Cannes y no sé si mi peluquera sigue ejerciendo o ha sido raptada por algún cliente que quería sus dedos sólo para su cabeza.
También ignoro si sigue en su sitio el siniestro tiovivo que tanto me asustaba, la obsesión me ha seguido por los lugares más recónditos y banales donde me he tropezado con destartalados caballos de cartón piedra que giraban sin piedad.
Siempre tuve miedo de preguntar que hacía aquel tiovivo a espaldas del Palacio de Festivales de Cannes. Me daba miedo sobre todo la respuesta. Y entonces callé para siempre.
Una mañana de tormenta, en la que el tiovivo había parado de dar vueltas, vacío como siempre, nos llegaron rumores de una nueva producción de acción.
Iba a titularse algo así como "El espía que nunca amó", inspirado, decían, en hechos auténticos acontecidos durante la Guerra Civil Española (1936-1939).
Un agregado de prensa, hombre indispensable entonces porque daba a los periodistas el sustento de sus artículos además de enseñar a más de uno a tener la impresión de saber escribir, nos refirió así el personaje: " El Coronel era un tipo alto y duro, de esos hombres que no bailan ni con el diablo. Podría decirse incluso que poseía cierta belleza bruta como la del olivo, resaltada por un rostro eternamente bronceado a fuego y unos ojos verdes profundos, todo ello coronado por una frente altiva hasta donde se asomaban farragosos acantilados de pelo negro. Sin uniforme, o con otro uniforme, podrían haberle confundido con un torero gitano de estirpe.
Solía decir que era "tripartito" y explicaba que muy jovencito ingresó en la Academia militar de Zaragoza, de donde salió primero de su promoción, luego en la de Coetquidan, Francia, donde dejó encandilados a sus profesores por su peculiar arte para el mando. Concluyó su educación militar en una escuela de la selva que los británicos poseían entonces en un lugar perdido entre Birmania y Tailandia. Se había convertido en un especializado militar en todo tipo de guerras y guerrillas al mismo tiempo que su paso por más de un Estado Mayor le había contagiado el gusto por la política, para la que tenía dotes excepcionales.
Sonreía poco pero bien. Con sus subalternos nunca. Con sus superiores apenas un rictus elegante y desdeñoso.
Las escalinatas de la iglesia de aquella isla perdida daban a la plaza redonda y pequeña a cuya otro extremidad se alzaba sin complejos un elegante palacete del siglo XVII -- decían que lo construyó un pirata cuando para robar no bastaba con ser banquero y era preciso echarse al mar-- que albergaba un casino militar que por su austera elegancia exterior más bien parecía la guarida de los caballeros de la mesa redonda. En el interior ya era otro cantar. En una parte del casino se había recreado, por expresas indicaciones suyas, el bar de Rick en Casablanca. El Coronel era un admirador empedernido y sin causa conocida de Humphrey Bogart, aunque pretendía que la rendición de su personaje al final de la película era una incalificable tontería que sólo podía habérsele ocurrido a guionistas norteamericanos corroídos por los remordimientos de siglos de maldad a través del mundo. Otra parte del casino estaba reservada para la plebe de la aristocracia militar de la isla. La planta noble del edificio, probablemente construido por conquistadores portugueses, albergaba un gigantesco apartamento que era su dominio natural y donde muy poca gente podía acceder. El uniforme verdoso que entonces podían contemplar olía todavía al sastre que acababa de tallarlo. Nunca se ponía un uniforme dos veces.
Se sabía el hombre más poderoso en muchos kilómetros a la redonda. El Caudillo, con quien había compartido clases en Zaragoza, le había mandado mucho después de su victoria a aquella isla de Africa del Norte con la misión de vigilar todo Marruecos y la consigna estricta de que ni una mosca pudiese volar sin un salvoconducto debidamente visado. Y hacía ya algunos años que nadie se movía.
De Africa, el Coronel partió para un destino que se relataba en un libro bastante sesudo sobre el espionaje en la época de Franco.
Fue nombrado jefe de los servicios secretos y como tal cumplió misiones más o menos "humanitarias".
Cuando el indispensable agregado de prensa nos enseñó unas fotos del misterioso héroe, caí en la cuenta. Conocía perfectamente al Coronel. En aquel tiempo, él no llevaba gafas y yo solía llamarle papá. Cosas de cine.
El Festival de Cine de Cannes volverá de nuevo a ese pueblecito de la Costa de Azul a mediados de mayo próximo, con la primavera veraniega corriendo por la Croisette.
Este año andará por allí Pedro Almodóvar como gran manitú y habrá un festival de carteles de otros tiempos, con polémica y todo. Pero seguro que mi peluquera ya no está en su peluquería. La imagino felizmente casada, fórmula absurda que presupone que se puede estar infelizmente casada, con muchos hijos y algo de artritis en los dedos.
Es que la peluquería, sobre todo en tiempo de Festival, siempre ha sido un oficio peligroso. Deja mucho cansancio en las manos y mucha nostalgia en los corazones que pasaron por el sillón.
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