Colaboración: Monstruosos odres flotantes
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Por Sergio Berrocal
Son pesadillas flotantes para cualquier barco medio y sobre todo para los barquichuelos de pescadores que de pronto se encuentran de frente una mole que levanta 16 plantas por encima del mar, con ocho motores diésel, 2706 camarotes para 6296 pasajeros, a los que sirven día y noche miles de tripulantes, cocineros, camareros, barman, mozos.
Un edificio a lo King Kong que recorre los mares cargado de turistas en busca de sensaciones fuertes o simplemente de un presunto lujo que no conocían o apenas intuían más que por viejas películas.
Odio con todo el fervor cristiano esas cosas gigantescas y tan poco agraciadas que los señores el turismo de masas han hecho flotar para desplazar durante días o meses al equivalente de una población de un pueblo mediano durante el tiempo que sea.
Nunca se había hallado la manera de explotar a los turistas tan a fondo, ofreciéndoles todo cuanto podrían desear en tierra: bares gigantescos, pistas de baile siempre animadas, piscinas y muchas atracciones más, sin olvidar tiendas donde el turista pueda dejarse el dinero, aunque estos barcos sean de clientela media baja que tiene la ilusión de viajar como hacían las estrellas de cine en el siglo XX en lujosos y exclusivos trasatlánticos que solían cursar el viaje Europa-Nueva York. No he podido averiguar si a bordo hay una biblioteca y, sobre todo, si los viajeros echan anclas por allí alguna vez.
Tremendas cosas que flotan en el agua salada durante días, meses, años, una eternidad, mientras el cuerpo aguante, mi capitán, con algunas escalas que sirven para que el turista se deje el dinero que todavía no ha gastado en el buque.
Son como aquel barco que en sus delirios inventó Federico Fellini en la película "E la nave va", cuya proa parecía romper la pantalla y querer hacer escala en el patio de butacas. Tan ferozmente incongruente y pornográfico como aquellas prostitutas fellinianas tetudas hasta mucho más allá del peor gusto menos exquisito.
Gigantescos odres que no contienen aceite o vino como cuando los utilizaban los griegos y los romanos sino miles de turistas baratos.
Nada que ver con los elegantes trasatlánticos de lujo que cuando la aviación comercial todavía no estaba totalmente desarrollada trasladaban a toda una humanidad y en una media de quince días a un mes a cientos de pasajeros de clase pudiente entre Plymouth (Inglaterra) y Nueva York.
Viajar era entonces una emoción elegante adornada de muselinas, cigarrillos egipcios, coñac exquisito recién traído de cavas francesas y todo el refinamiento de una mesa preparada por los mejores chefs del globo, que siempre presidía el capitán para sus más distinguidos pasajeros.
En Nueva York una guardia pretoriana de periodistas decididos a no dejarse pisar las primicias aguardaban a los viajeros, muchos de ellos famosos escritores, famosas actrices rumbo a Hollywood, hombres de negocio de infinita riqueza… La aristocracia del poder entre las olas, mecidas por las músicas de Cole Porter, George Gershwin o cualquier músico de aquel jazz canalla de los años veinte.
Mucho han cambiado los tiempos. En 2017, las agencias de viaje promocionan esos cruceros por muy poco dinero y pagado en cómodos plazos. Familias enteras de clase media baja calzados de niños, suegros, primos y sobrinos se precipitan para efectuar esos viajes que a veces, los menos costosos, no salen del Mediterráneo.
En el siglo XXI, el turismo de mar se ha masificado porque el objetivo es apiñar el máximo de pasajeros en el menor espacio posible.
Espectáculo singular cuando el monstruo de los mares, que siempre parece estar a punto de no poder atracar en el puerto por sus dimensiones colosales, echa por fin anclas y vomita por unas horas cientos, miles de turistas de variopinta vestimenta por los muelles de cualquier ciudad de cualquier país, donde todo está previsto para que se dejen el máximo de pasta antes de abandonar por unas horas el puerto para "conocer" la ciudad a paso de desfile de las brigadas de Atila.
Cuando viajar era un placer que decían los finos, una aventura, raros barcos, entre filibusteros y buscavidas, hacían escala cerca de islas del Pacífico que todavía ni estaban en las cartas de navegación. Un grupo de marineros bajaba a tierra en busca de agua y los víveres que pudiesen comprar o rapiñar. Muchas películas en las que Marlon Brando siempre brilló nos han contado aquellas aventuras de hombres asexuados por una travesía dura y larga encontraban en las playas mujeres bonitas y alegres que a veces les recibían con bailes y canciones extrañas, mientras los hombres vacilaban entre hacer negocios o degollar a los intrusos.
Eran los primeros turistas del mar y Brando desembarcaba en una de esas islas paradisíacas a bordo del "Bounty" y conocía al que sería el amor de su vida, o al menos de un trozo de vida corto, Tarita.
Amor, venganza y cobardía en el trópico que aún no surcaban los mastodontes de más de 361 metros de eslora y dieciséis plantas sobre las olas.
Aquellos marineros del "Bounty" y de otros barcos a vela sin nombre negociaban y amaban en las islas a las que los vientos le conducían, porque a veces, las más, no existían siquiera en los mapas.
Muchos fueron los marineros que se quedaron en aquellas tierras perdidas y magnificadas como paraísos por los hombres que las pisaron por primera vez. Otros volvieron a embarcar y zarparon para otro paraíso. Todavía existía la ilusión de que algo extraordinario podía sorprender al viajero cuando menos se lo esperase.
Siguen llegando barcos a esas islas que hoy están localizadas perfectamente en las cartas marinas. Siguen desembarcando hombres y mujeres, ellos hechos una facha de turista y ellas adiposas y desconfiadas que compran cualquier cosa como souvenir. En algunas, que todavía son paraísos para quienes viven y mueren en ellas, dicen que los autóctonos, perfectamente civilizados, no tienen ningún inconveniente en jugar al salvaje y cuando los odres de turistas están a punto de hacer escala ellos se quitan sus vestimentas occidentales y enfundan harapos que impresionarán a los primos de los turistas en las fotos que se llevarán de la aventura.
Cuando han vendido hasta el último souvenir, a veces y probablemente made in China, los salvajes vuelven a ser mecánicos, pescadores o abogados.
Hay que vivir, cariño, y las escuelas de Londres están cada día más caras.
En el Mediterráneo disponemos de otros barcos en los que los pasajeros también buscan no la ilusión del viaje sino la felicidad de la llegada. Desde las costas de África levan anclas en noches sin luna con rumbo inseguro hacia Italia y España.
Son barcos pequeños, a veces ni llegan a ser barcos más que porque flotan y, desde luego, no causan la admiración de los otros navegantes y nadie les espera en los puertos con música y vino fresco. Pero siempre encuentran a otros barcos a cuyos tripulantes se les encoge la vida al comprobar que son pateras, barquitos casi de papel, a veces de juguete comprado en una tienda de chinos africana y donde cuarenta, cincuenta, cien, doscientos seres humanos, con mujeres embarazadas, niños sin edad para morir, atraviesan un mar inhóspito sin cuadrante ni rutilantes tripulantes vestidos de almirantes.
Son los malditos del Sáhara. Antes de embarcar han recorrido cientos, miles de kilómetros por la arena, huyendo de policías sin piedad y de sed y hambre. Se gastan miles de euros en comprar un pasaje, nunca un camarote con vistas al mar, porque todos verán el mar que les aterrorizará durante toda la travesía. Son negros o pardos, que da igual, pobres, desgraciados de un sexto o séptimo mundo que escapan a guerras, masacres, a violaciones, hambre, desilusión y gente sin piedad.
Algunos consiguen llegar a playas donde voluntarios de organismos caritativos les acogen con uniformes color butano. Los más suertudos irán a un centro de acogimiento, en espera de que les dejen vivir en ese paraíso al que han llegado, pero no como el Marlon Brando del Bounty. Los que no tengan suerte serán devueltos a sus puntos de origen. Otros tienen todavía peor fario. Quedan muertos, ¿ahogados?, ¿agotados? En una playa cualquiera y entonces el fotógrafo de turno le hará la foto que ya no recorre el mundo. Porque ni los niños muertos en la arena de una playa perdida hacen llorar más a nadie. Se va perdiendo la sensibilidad. Hay demasiadas fotos de niños ahogados con sus pantaloncillos de percal.
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Y a lo lejos, muy lejos, en otro mundo a los que ellos nunca llegarán, se vislumbra la mole de los odres cargados de turistas con pasta para gastar, que comen y beben a voluntad en sus 2706 camarotes.
Son pesadillas flotantes para cualquier barco medio y sobre todo para los barquichuelos de pescadores que de pronto se encuentran de frente una mole que levanta 16 plantas por encima del mar, con ocho motores diésel, 2706 camarotes para 6296 pasajeros, a los que sirven día y noche miles de tripulantes, cocineros, camareros, barman, mozos.
Un edificio a lo King Kong que recorre los mares cargado de turistas en busca de sensaciones fuertes o simplemente de un presunto lujo que no conocían o apenas intuían más que por viejas películas.
Odio con todo el fervor cristiano esas cosas gigantescas y tan poco agraciadas que los señores el turismo de masas han hecho flotar para desplazar durante días o meses al equivalente de una población de un pueblo mediano durante el tiempo que sea.
Nunca se había hallado la manera de explotar a los turistas tan a fondo, ofreciéndoles todo cuanto podrían desear en tierra: bares gigantescos, pistas de baile siempre animadas, piscinas y muchas atracciones más, sin olvidar tiendas donde el turista pueda dejarse el dinero, aunque estos barcos sean de clientela media baja que tiene la ilusión de viajar como hacían las estrellas de cine en el siglo XX en lujosos y exclusivos trasatlánticos que solían cursar el viaje Europa-Nueva York. No he podido averiguar si a bordo hay una biblioteca y, sobre todo, si los viajeros echan anclas por allí alguna vez.
Tremendas cosas que flotan en el agua salada durante días, meses, años, una eternidad, mientras el cuerpo aguante, mi capitán, con algunas escalas que sirven para que el turista se deje el dinero que todavía no ha gastado en el buque.
Son como aquel barco que en sus delirios inventó Federico Fellini en la película "E la nave va", cuya proa parecía romper la pantalla y querer hacer escala en el patio de butacas. Tan ferozmente incongruente y pornográfico como aquellas prostitutas fellinianas tetudas hasta mucho más allá del peor gusto menos exquisito.
Gigantescos odres que no contienen aceite o vino como cuando los utilizaban los griegos y los romanos sino miles de turistas baratos.
Nada que ver con los elegantes trasatlánticos de lujo que cuando la aviación comercial todavía no estaba totalmente desarrollada trasladaban a toda una humanidad y en una media de quince días a un mes a cientos de pasajeros de clase pudiente entre Plymouth (Inglaterra) y Nueva York.
Viajar era entonces una emoción elegante adornada de muselinas, cigarrillos egipcios, coñac exquisito recién traído de cavas francesas y todo el refinamiento de una mesa preparada por los mejores chefs del globo, que siempre presidía el capitán para sus más distinguidos pasajeros.
En Nueva York una guardia pretoriana de periodistas decididos a no dejarse pisar las primicias aguardaban a los viajeros, muchos de ellos famosos escritores, famosas actrices rumbo a Hollywood, hombres de negocio de infinita riqueza… La aristocracia del poder entre las olas, mecidas por las músicas de Cole Porter, George Gershwin o cualquier músico de aquel jazz canalla de los años veinte.
Mucho han cambiado los tiempos. En 2017, las agencias de viaje promocionan esos cruceros por muy poco dinero y pagado en cómodos plazos. Familias enteras de clase media baja calzados de niños, suegros, primos y sobrinos se precipitan para efectuar esos viajes que a veces, los menos costosos, no salen del Mediterráneo.
En el siglo XXI, el turismo de mar se ha masificado porque el objetivo es apiñar el máximo de pasajeros en el menor espacio posible.
Espectáculo singular cuando el monstruo de los mares, que siempre parece estar a punto de no poder atracar en el puerto por sus dimensiones colosales, echa por fin anclas y vomita por unas horas cientos, miles de turistas de variopinta vestimenta por los muelles de cualquier ciudad de cualquier país, donde todo está previsto para que se dejen el máximo de pasta antes de abandonar por unas horas el puerto para "conocer" la ciudad a paso de desfile de las brigadas de Atila.
Cuando viajar era un placer que decían los finos, una aventura, raros barcos, entre filibusteros y buscavidas, hacían escala cerca de islas del Pacífico que todavía ni estaban en las cartas de navegación. Un grupo de marineros bajaba a tierra en busca de agua y los víveres que pudiesen comprar o rapiñar. Muchas películas en las que Marlon Brando siempre brilló nos han contado aquellas aventuras de hombres asexuados por una travesía dura y larga encontraban en las playas mujeres bonitas y alegres que a veces les recibían con bailes y canciones extrañas, mientras los hombres vacilaban entre hacer negocios o degollar a los intrusos.
Eran los primeros turistas del mar y Brando desembarcaba en una de esas islas paradisíacas a bordo del "Bounty" y conocía al que sería el amor de su vida, o al menos de un trozo de vida corto, Tarita.
Amor, venganza y cobardía en el trópico que aún no surcaban los mastodontes de más de 361 metros de eslora y dieciséis plantas sobre las olas.
Aquellos marineros del "Bounty" y de otros barcos a vela sin nombre negociaban y amaban en las islas a las que los vientos le conducían, porque a veces, las más, no existían siquiera en los mapas.
Muchos fueron los marineros que se quedaron en aquellas tierras perdidas y magnificadas como paraísos por los hombres que las pisaron por primera vez. Otros volvieron a embarcar y zarparon para otro paraíso. Todavía existía la ilusión de que algo extraordinario podía sorprender al viajero cuando menos se lo esperase.
Siguen llegando barcos a esas islas que hoy están localizadas perfectamente en las cartas marinas. Siguen desembarcando hombres y mujeres, ellos hechos una facha de turista y ellas adiposas y desconfiadas que compran cualquier cosa como souvenir. En algunas, que todavía son paraísos para quienes viven y mueren en ellas, dicen que los autóctonos, perfectamente civilizados, no tienen ningún inconveniente en jugar al salvaje y cuando los odres de turistas están a punto de hacer escala ellos se quitan sus vestimentas occidentales y enfundan harapos que impresionarán a los primos de los turistas en las fotos que se llevarán de la aventura.
Cuando han vendido hasta el último souvenir, a veces y probablemente made in China, los salvajes vuelven a ser mecánicos, pescadores o abogados.
Hay que vivir, cariño, y las escuelas de Londres están cada día más caras.
En el Mediterráneo disponemos de otros barcos en los que los pasajeros también buscan no la ilusión del viaje sino la felicidad de la llegada. Desde las costas de África levan anclas en noches sin luna con rumbo inseguro hacia Italia y España.
Son barcos pequeños, a veces ni llegan a ser barcos más que porque flotan y, desde luego, no causan la admiración de los otros navegantes y nadie les espera en los puertos con música y vino fresco. Pero siempre encuentran a otros barcos a cuyos tripulantes se les encoge la vida al comprobar que son pateras, barquitos casi de papel, a veces de juguete comprado en una tienda de chinos africana y donde cuarenta, cincuenta, cien, doscientos seres humanos, con mujeres embarazadas, niños sin edad para morir, atraviesan un mar inhóspito sin cuadrante ni rutilantes tripulantes vestidos de almirantes.
Son los malditos del Sáhara. Antes de embarcar han recorrido cientos, miles de kilómetros por la arena, huyendo de policías sin piedad y de sed y hambre. Se gastan miles de euros en comprar un pasaje, nunca un camarote con vistas al mar, porque todos verán el mar que les aterrorizará durante toda la travesía. Son negros o pardos, que da igual, pobres, desgraciados de un sexto o séptimo mundo que escapan a guerras, masacres, a violaciones, hambre, desilusión y gente sin piedad.
Algunos consiguen llegar a playas donde voluntarios de organismos caritativos les acogen con uniformes color butano. Los más suertudos irán a un centro de acogimiento, en espera de que les dejen vivir en ese paraíso al que han llegado, pero no como el Marlon Brando del Bounty. Los que no tengan suerte serán devueltos a sus puntos de origen. Otros tienen todavía peor fario. Quedan muertos, ¿ahogados?, ¿agotados? En una playa cualquiera y entonces el fotógrafo de turno le hará la foto que ya no recorre el mundo. Porque ni los niños muertos en la arena de una playa perdida hacen llorar más a nadie. Se va perdiendo la sensibilidad. Hay demasiadas fotos de niños ahogados con sus pantaloncillos de percal.
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Y a lo lejos, muy lejos, en otro mundo a los que ellos nunca llegarán, se vislumbra la mole de los odres cargados de turistas con pasta para gastar, que comen y beben a voluntad en sus 2706 camarotes.