Colaboración: La angustiosa versatilidad del cine iraní
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Por Sergio Berrocal
El cine tiene, además de contar verdades como puños o fantasías como elefantes blancos, la obligación de maravillarnos siempre, de llevarnos de paseo por mundos que nunca conoceremos, presentarnos a gente maravillosa con la que nunca tomaremos café, y procurarnos historias que nunca viviremos. La cinematografía de Irán, del país cerrado por los ayatolá de la intransigencia, por la religión del absurdo erigido en libro sagrado, tuvo en sus comienzos en Occidente, cuando llevar una película iraní a un festival constituía casi un acto heroico, una acogida primero curiosa y luego encantada.
Los cineastas de ese país, algunos hoy famosos y recogedores incluso de Oscar, te recordaban la magia del Oriente, el Alí Babá que todos llevamos dentro.
En un retazo de lo cotidiano de la vida en Teherán, una mujer que pasaba, un chiquillo que jugaba, había mucha magia. Soñabas y hubieses querido perderte por las calles de la capital, salvo que se te venía a la memoria la historia de aquellos diplomáticos y menos diplomáticos atascados en Irán por la política maldita.
Historia magnífica, emotiva, con todo lo que tiene de propaganda política norteamericana, la que Ben Affleck dirigía en "Argo", crónica de seis diplomáticos norteamericanos tomados como rehenes por los ayatolás.
Excelente película que podía haber sido otra Casablanca. Pero faltaban Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. Y ya no estaba la cosa para romanticismo heroico, aunque piensas qué hubiese pasado en la realidad si el presidente de los Estados Unidos hubiese sido en aquel momento Donald Trump.
La consagración mundial del cine iraní vino con "El sabor de las cerezas" de Abbas Kiarostami (1997), historia de un tipo que en Teherán busca a alguien que le ayude a morir. Bueno, su idea es suicidarse pero quiere estar seguro de que cuando lo haya hecho habrá alguien, previamente pagado, que enterrará su cadáver. No quiere ser un suicidado en una mesa de mármol de una morgue donde le colgarán una etiqueta en un dedo gordo.
Ha habido desde entonces, y antes, que han dado prueba de la misma creatividad, del surrealismo que implica vivir en un país de ayatolas que años atrás echaron al Cha de Persia, el amo de todos, pero que no liberaron al pueblo sometido a una dictadura feroz. Lo único que hicieron fue cambiar el régimen divino por una dictadura religiosa más feroz todavía.
El último film que nos llega de Irán, "El viajante / El cliente / The Salesman / Forushande", rodado por Asghar Farhadi en 2016, rompe con el encanto de un cine diferente, pese a lo cual, o quizá a causa de ello, hace añicos las expectativas de maravilla y embrujo.
La acción podría haberse desarrollado en cualquier ciudad fuera de Irán, en cualquier continente, América, Europa. Porque en todas partes hay historias como las que nos cuenta "El viajante". Una mujer que es atacada en su casa cuando toma una ducha. No le sucede nada pero el marido, probablemente machista, Otelo de Teherán o simplemente desquiciado por la vida, sospecha.
No se sabe muy bien qué pero sospecha que ha ocurrido algo más (¿la violaron, y ella no quiere admitirlo, quizá porque era partícipe?) que ella no quiere decirlo. Se acaba la complicidad que existía entre ellos y que noche tras noche demuestran en el teatro casi confidencial donde representan "La muerte de un viajante" de Arthur Miller.
Desconcierta que en la cerrada Irán todo sea aparentemente, esta película es testimonio de ello, tan banal, tan cotidiano como en nuestros países europeos por ejemplo. Una locura de amor sin curar que lleva a un conflicto de pareja. Decepcionante.
Pero, claro, podría ser que hubiese una explicación. Lo que los modernos llaman la evolución cuando no encuentran otra puerta de salida. La magia primeriza deja paso a una occidentalización temática que nada augura de nuevo ni de bueno. Pero así son las cosas.
Y si le han dado un Oscar será porque todos los caminos del Señor siguen siendo inescrutables.
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El cine tiene, además de contar verdades como puños o fantasías como elefantes blancos, la obligación de maravillarnos siempre, de llevarnos de paseo por mundos que nunca conoceremos, presentarnos a gente maravillosa con la que nunca tomaremos café, y procurarnos historias que nunca viviremos. La cinematografía de Irán, del país cerrado por los ayatolá de la intransigencia, por la religión del absurdo erigido en libro sagrado, tuvo en sus comienzos en Occidente, cuando llevar una película iraní a un festival constituía casi un acto heroico, una acogida primero curiosa y luego encantada.
Los cineastas de ese país, algunos hoy famosos y recogedores incluso de Oscar, te recordaban la magia del Oriente, el Alí Babá que todos llevamos dentro.
En un retazo de lo cotidiano de la vida en Teherán, una mujer que pasaba, un chiquillo que jugaba, había mucha magia. Soñabas y hubieses querido perderte por las calles de la capital, salvo que se te venía a la memoria la historia de aquellos diplomáticos y menos diplomáticos atascados en Irán por la política maldita.
Historia magnífica, emotiva, con todo lo que tiene de propaganda política norteamericana, la que Ben Affleck dirigía en "Argo", crónica de seis diplomáticos norteamericanos tomados como rehenes por los ayatolás.
Excelente película que podía haber sido otra Casablanca. Pero faltaban Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. Y ya no estaba la cosa para romanticismo heroico, aunque piensas qué hubiese pasado en la realidad si el presidente de los Estados Unidos hubiese sido en aquel momento Donald Trump.
La consagración mundial del cine iraní vino con "El sabor de las cerezas" de Abbas Kiarostami (1997), historia de un tipo que en Teherán busca a alguien que le ayude a morir. Bueno, su idea es suicidarse pero quiere estar seguro de que cuando lo haya hecho habrá alguien, previamente pagado, que enterrará su cadáver. No quiere ser un suicidado en una mesa de mármol de una morgue donde le colgarán una etiqueta en un dedo gordo.
Ha habido desde entonces, y antes, que han dado prueba de la misma creatividad, del surrealismo que implica vivir en un país de ayatolas que años atrás echaron al Cha de Persia, el amo de todos, pero que no liberaron al pueblo sometido a una dictadura feroz. Lo único que hicieron fue cambiar el régimen divino por una dictadura religiosa más feroz todavía.
El último film que nos llega de Irán, "El viajante / El cliente / The Salesman / Forushande", rodado por Asghar Farhadi en 2016, rompe con el encanto de un cine diferente, pese a lo cual, o quizá a causa de ello, hace añicos las expectativas de maravilla y embrujo.
La acción podría haberse desarrollado en cualquier ciudad fuera de Irán, en cualquier continente, América, Europa. Porque en todas partes hay historias como las que nos cuenta "El viajante". Una mujer que es atacada en su casa cuando toma una ducha. No le sucede nada pero el marido, probablemente machista, Otelo de Teherán o simplemente desquiciado por la vida, sospecha.
No se sabe muy bien qué pero sospecha que ha ocurrido algo más (¿la violaron, y ella no quiere admitirlo, quizá porque era partícipe?) que ella no quiere decirlo. Se acaba la complicidad que existía entre ellos y que noche tras noche demuestran en el teatro casi confidencial donde representan "La muerte de un viajante" de Arthur Miller.
Desconcierta que en la cerrada Irán todo sea aparentemente, esta película es testimonio de ello, tan banal, tan cotidiano como en nuestros países europeos por ejemplo. Una locura de amor sin curar que lleva a un conflicto de pareja. Decepcionante.
Pero, claro, podría ser que hubiese una explicación. Lo que los modernos llaman la evolución cuando no encuentran otra puerta de salida. La magia primeriza deja paso a una occidentalización temática que nada augura de nuevo ni de bueno. Pero así son las cosas.
Y si le han dado un Oscar será porque todos los caminos del Señor siguen siendo inescrutables.
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