Colaboración: Volver al cine
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Una tarde en que todo va mal, y cuando sabes a ciencia cierta que todavía puede ir peor, te entra el gusanillo de correr a encerrarte en un cine cualquiera, en una sala cualquiera, con una película cualquiera, porque lo que necesitas en ese momento es que te cuenten algo diferente y, si de paso encuentras consuelo, mejor que mejor. Da igual que la película vaya de la triste historia de un matrimonio iraní en ese Irán que no acaba de abrirse, que sigue ahogado por una religión que ya es poder y que poco consuelo puede dar. Da igual que sea un Tarantino extravagante y que los tiros puedan volarte la cabeza porque te acercaste mucho a la pantalla.
El cine puede reemplazar hasta a aquella religión de cuando eras niño y creías que todo se resolvería entrando en la iglesia y rezando lo que sabías. Los tiempos han cambiado para mal. Y el cine ha cambiado para peor pero sigue siendo magia. Basta con que suene la música o el león abra sus fauces (por lo menos en tu imaginación), rápidamente te trasladas a cualquier mundo que te consuela del tuyo. Y la sala de cine, pese a que ya sean mini salas donde la concentración es muy difícil, pese a que las butacas de astronautas hayan reemplazado a aquellas otras granate con tufo a eternidad, a otras vidas, a otros anhelos, sigue siendo mágico. Por más que suene al masticar infernal de algunos desaboríos que te rompen los tímpanos cuando aplastan los vasos de palomitas vacías y arrojadas al suelo.
Cuando el dolby te invade y la imagen te rodea entras en otra dimensión, en un confesionario quizá donde mientras la historia gira hasta hora y media o dos horas en la pantalla blanca, puedes confesar tus angustias y tus deseos. Aunque luego, dentro de un rato, a la salida, vuelva a estallarte en la cara la realidad cruda de neón que creías haber olvidado para siempre.
Es la magia del cine, la que inventaron los hermanos Lumière con aquella impresionante salida de la fábrica, en la que una cámara y luego un proyector te devolvían lo visto a la puerta de un lugar de trabajo cuando la tarea ha acabado, las máquinas se han parado y la liberación ha empezado hasta el otro día. Es la magia de Meliès el fantasioso, que te lleva a la luna o te deja que inventes tu propia mentira.
Es cierto que cuando tienes la mala suerte de meterte en una proyección y que por unos cuantos euros solo te dan mercancía falsificada como en cualquier buen mercadillo, uno tiende a enfadarse. Pero pasa rápidamente. Lo esencial es haber vuelto al cine como hace veinte, treinta, cuarenta o más años, cuando por primera vez te llevaron a ver una película y descubriste que la vida no se detenía en la puerta de tu casa. Que había mil vidas que descubrir y que todas podían enseñarte algo.
Entonces empezó la borrachera del cine. Ir a ver una película, aunque fuese con una entrada de gallinero, muy lejos de la pantalla, pero siempre muy cerca de la fantasía, de otros mundos, de otras maneras de ser, de otras formas de vivir, se convirtió para ti en un momento soñado durante toda la semana, porque tampoco podías sacar perras para estar todo el día enganchado a la pantalla y tampoco cambiaban mucho las películas.
Hasta que te diste cuenta de que no importaba que el Séptimo de Caballería fuese siempre el mismo, que siempre ganaran los mismos, los más guapos, los más altos y a veces no los mejores, pero te hablaban de otros mundos, de otras cosas que tú ni habías imaginado. Y empezaste a soñar.
Luego, con los años se impuso la realidad. Había que estudiar para ser un hombre, hijo mío. Colarse en la vida esa de la calle, la que no estaba acotada por las reglas del cine que nunca te llevaba por el mal camino, porque siempre o casi siempre ganaban los buenos, o al menos los que tú creías que eran los buenos, aunque más tarde, con los años y la vida que vivías en paralelo a la de la pantalla te dieses cuenta de que no todo era de ese color rosa chillón del technicolor pero tampoco como el blanco y negro de señores muy serios y que hablaban con acento alargado que siempre besaban, muy castamente, es cierto, mucho luego te darías cuenta de ello, a la secretaria que les ayudaban a resolver casos. Porque el señor, quizá fuera Humphrey Bogart, era irresistible. Y fumaba como un carretero.
El cine fue cambiando como los tiempos. Pero tú seguiste aferrado al que a ti te había ayudado si no a ser feliz por lo menos a vadear los momentos más difíciles. Y siempre estuvo presente en tu vida.
Y cuando muchos años después te quisieron dar gato por liebre unos señores que se presentaban como reinventores de aquellas comedias musicales que tanto amabas, berreaste y pateaste. Y volviste a ver a Gene Kelly cantando bajo la lluvia y a Esther William cruzando impecablemente una piscina olímpica mientras el catalán de Hollywood Xavier Cugat ponía un ritmo endiablado a la escena. Claro que para verlos tuviste que recurrir a un aparatito, en tu casa, lejos de la magia de la sala oscura. Pero es que la sonrisa de Gene Kelly y la belleza imperturbable de la Esther William resistían a todo. Y te reconciliaron con el cine, aunque ya no sea el mismo. Tú también habías cambiado. Y volviste a las salas que ya nada tenían que ver con el Rex de París. Pero la magia seguía pudiendo con todo.
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Una tarde en que todo va mal, y cuando sabes a ciencia cierta que todavía puede ir peor, te entra el gusanillo de correr a encerrarte en un cine cualquiera, en una sala cualquiera, con una película cualquiera, porque lo que necesitas en ese momento es que te cuenten algo diferente y, si de paso encuentras consuelo, mejor que mejor. Da igual que la película vaya de la triste historia de un matrimonio iraní en ese Irán que no acaba de abrirse, que sigue ahogado por una religión que ya es poder y que poco consuelo puede dar. Da igual que sea un Tarantino extravagante y que los tiros puedan volarte la cabeza porque te acercaste mucho a la pantalla.
El cine puede reemplazar hasta a aquella religión de cuando eras niño y creías que todo se resolvería entrando en la iglesia y rezando lo que sabías. Los tiempos han cambiado para mal. Y el cine ha cambiado para peor pero sigue siendo magia. Basta con que suene la música o el león abra sus fauces (por lo menos en tu imaginación), rápidamente te trasladas a cualquier mundo que te consuela del tuyo. Y la sala de cine, pese a que ya sean mini salas donde la concentración es muy difícil, pese a que las butacas de astronautas hayan reemplazado a aquellas otras granate con tufo a eternidad, a otras vidas, a otros anhelos, sigue siendo mágico. Por más que suene al masticar infernal de algunos desaboríos que te rompen los tímpanos cuando aplastan los vasos de palomitas vacías y arrojadas al suelo.
Cuando el dolby te invade y la imagen te rodea entras en otra dimensión, en un confesionario quizá donde mientras la historia gira hasta hora y media o dos horas en la pantalla blanca, puedes confesar tus angustias y tus deseos. Aunque luego, dentro de un rato, a la salida, vuelva a estallarte en la cara la realidad cruda de neón que creías haber olvidado para siempre.
Es la magia del cine, la que inventaron los hermanos Lumière con aquella impresionante salida de la fábrica, en la que una cámara y luego un proyector te devolvían lo visto a la puerta de un lugar de trabajo cuando la tarea ha acabado, las máquinas se han parado y la liberación ha empezado hasta el otro día. Es la magia de Meliès el fantasioso, que te lleva a la luna o te deja que inventes tu propia mentira.
Es cierto que cuando tienes la mala suerte de meterte en una proyección y que por unos cuantos euros solo te dan mercancía falsificada como en cualquier buen mercadillo, uno tiende a enfadarse. Pero pasa rápidamente. Lo esencial es haber vuelto al cine como hace veinte, treinta, cuarenta o más años, cuando por primera vez te llevaron a ver una película y descubriste que la vida no se detenía en la puerta de tu casa. Que había mil vidas que descubrir y que todas podían enseñarte algo.
Entonces empezó la borrachera del cine. Ir a ver una película, aunque fuese con una entrada de gallinero, muy lejos de la pantalla, pero siempre muy cerca de la fantasía, de otros mundos, de otras maneras de ser, de otras formas de vivir, se convirtió para ti en un momento soñado durante toda la semana, porque tampoco podías sacar perras para estar todo el día enganchado a la pantalla y tampoco cambiaban mucho las películas.
Hasta que te diste cuenta de que no importaba que el Séptimo de Caballería fuese siempre el mismo, que siempre ganaran los mismos, los más guapos, los más altos y a veces no los mejores, pero te hablaban de otros mundos, de otras cosas que tú ni habías imaginado. Y empezaste a soñar.
Luego, con los años se impuso la realidad. Había que estudiar para ser un hombre, hijo mío. Colarse en la vida esa de la calle, la que no estaba acotada por las reglas del cine que nunca te llevaba por el mal camino, porque siempre o casi siempre ganaban los buenos, o al menos los que tú creías que eran los buenos, aunque más tarde, con los años y la vida que vivías en paralelo a la de la pantalla te dieses cuenta de que no todo era de ese color rosa chillón del technicolor pero tampoco como el blanco y negro de señores muy serios y que hablaban con acento alargado que siempre besaban, muy castamente, es cierto, mucho luego te darías cuenta de ello, a la secretaria que les ayudaban a resolver casos. Porque el señor, quizá fuera Humphrey Bogart, era irresistible. Y fumaba como un carretero.
El cine fue cambiando como los tiempos. Pero tú seguiste aferrado al que a ti te había ayudado si no a ser feliz por lo menos a vadear los momentos más difíciles. Y siempre estuvo presente en tu vida.
Y cuando muchos años después te quisieron dar gato por liebre unos señores que se presentaban como reinventores de aquellas comedias musicales que tanto amabas, berreaste y pateaste. Y volviste a ver a Gene Kelly cantando bajo la lluvia y a Esther William cruzando impecablemente una piscina olímpica mientras el catalán de Hollywood Xavier Cugat ponía un ritmo endiablado a la escena. Claro que para verlos tuviste que recurrir a un aparatito, en tu casa, lejos de la magia de la sala oscura. Pero es que la sonrisa de Gene Kelly y la belleza imperturbable de la Esther William resistían a todo. Y te reconciliaron con el cine, aunque ya no sea el mismo. Tú también habías cambiado. Y volviste a las salas que ya nada tenían que ver con el Rex de París. Pero la magia seguía pudiendo con todo.
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