Colaboración: Nunca una película entera

por © NOTICINE.com
El Palais des Festivals de Cannes
Por Sergio Berrocal    

"El viejo sabio observaba a los jóvenes que vociferaban y entonces se le ocurrió que él era el único en la sala que tenía el privilegio de la libertad, porque era viejo; cuando uno es viejo ya no tiene que prestar atención a la opinión de su pandilla ni a la del público ni al futuro. Está solo con su muerte cercana y la muerte no tiene ojos ni oídos y a ella no hay por qué gustarle, puede hacer y hablar lo que le apetezca".

Lo había leído en una novela de Milan Kundera y le pareció que el viejo sabio estaba loco.

Te preguntas, no puedes evitarlo, si supo lo mucho que le quería cuando llegó el momento que no vio venir porque, según el informe de la Gendarmería, que no era público, todo fue repentino y ella probablemente dormía cuando llegó el final.

Creías que correr de un sitio a otro, enganchar un avión con otro, pisar aeropuertos que es como entrar en una iglesia en la que no vas a rezar, te serviría como compresa del vacío que llevabas dentro, que no se quería ir y que tú no querías soltar.

En una iglesia, quizá en Roma o en La Habana, donde estaba entrenándose para robar misas, oyó al sacerdote hablar del hijo predilecto, como si esa especie existiese.

En todos los sitios por los que había arrastrado la rabia infinita los gorriones estaban ya preparando sus nidos, porque sabían, sabios ellos, no el viejo, que la vida volvía a empezar. Entonces se preguntó si esos pajarillos serían tan mágicos como para volver a comenzar de nuevo, como si no hubiese habido invierno lleno de lluvia y de nieve. Eran capaces de volver como si nada.

Todo era absurdo y cuanto más cariñosos remiendos recibía peor resultaba. Se dio cuenta, de que el sabio de Kundera, por viejo y sabio que fuese, era un impostor. La libertad no le permitía volver a ver aquella sonrisa secreta que tanto le gustaba, aquellos enfados titanescos que acababan en una caricia, en un abrazo de arrepentimiento que apretaba las costillas con dedos hechos para amar y para imponer su cariño.

Lo mejor sería que nadie pudiese nacer. Porque si no recuerdas casi nada de tu infancia, y mejor todavía si no la recuerdas para nada, es porque nunca la has tenido. Porque no existes, porque existir es una de esas engañifas que te enseñan en los colegios religiosos, en la iglesia, en la mezquita o en la sinagoga para que no te mueras de dolor. Porque pase el dolor, pero la muerte contagia y no le sienta nada bien a nadie.

Es como nacer. Nadie se acuerda de haber nacido y es seguramente porque nunca ha nacido, porque nadie nace, porque no existe el nacer. El viejo sabio insistía en que si realmente hubieras entrado en la vida entre las piernas suntuosas de una mujer amante, llamada madre, y que luego hubieras ido creciendo, desarrollándote a su lado, entre sus caricias suntuosas, te acordarías. En realidad te has inventado recuerdos que nunca has tenido porque no existieron, porque tú nunca viniste al mundo y, por lo tanto, nunca podías marcharte con la muerte. Porque no has existido. Porque nadie existe. Y la muerte no es más que un mito inventado por los partidarios de las cartillas de racionamiento para tener muchas partes, poner un supermercado y hacerse ricos. Así han empezado todas las grandes fortunas, desde la manzana de Rockefeller hasta el primer Ford T.

La vida no existe y por lo tanto la muerte tampoco.

Nadie muere porque nunca nació. Todo es una nefasta ilusión inventada para controlar a los descontrolados que querrían presumir de nacimiento feliz, infancia feliz, adolescencia feliz, madurez feliz, vejez feliz.

Abajo la vida porque acabamos con la muerte.

Es como una película, Mientras no la has dejado terminar esta viva, sigue viva. Hay que evitar los títulos de crédito, la musiquilla que te dice que el espectáculo se acabó. Y correr hacia la salida antes de que se apaguen las luces de la sala. Será otro comenzar. Podrás volver a ver otra película, tener nuevas ilusiones, vivir otra vida. Pero no dejes nunca que la palabra fin aparezca en la pantalla. Si no llegas a conocer nunca el final la mantendrás viva, porque no habrá acabado. Procura ser feliz con lo que has visto pero nunca la mates yendo hasta el final, dale otra oportunidad. Y siempre te quedará el placer de no saber cómo acababa. Las historias que terminan, como la tuya o la de cualquier otra persona que amas seguirán vivas.

Morir es terminar algo. Mientras no has acabado, recuerda, estás a salvo.

Recuerdo que durante años, éramos muchos los cronistas que salíamos de estampida de la sala de proyección reservada a la prensa en el Festival de Cannes, unos momentos antes de que se encendiesen las luces. Ahora estoy convencido de que no era por las prisas que impone el tiempo límite para enviar una crónica. Era más bien porque queríamos dejar que la película tuviese una segunda posibilidad.

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