Colaboración: La muerte de Ulises

por © NOTICINE.com
Kirk Douglas, como "Ulises"
Por Sergio Berrocal    

Ni siquiera tuvo que bregar con vientos huracanados y brujas lúbricas para volver al puerto de su exilio. Había dejado a Ulises sumido en el recuerdo de una isla griega que no le causó mayor impresión, sin poder siquiera saber si el hombre-leyenda-dios que le había acompañado un cacho de vida, como si fuese una de esos personajes de cine que a él siempre le inspiraron conductas y reflexiones había sido finalmente feliz con su Penélope.

Algunos de sus amigos, cuando los tenía, que todo se acaba después de unos cuantos güisquis repetidos y de unos pocos brindis con pepinillos rusos perdidos en la bruma de un mediodía mediterráneo, le tomaban el pelo por decir y repetir que el cine le había salvado la vida. Que si no hubiesen estados todos esos héroes positivos allí en la pantalla su vida podría haberse torcido.

El Airbus aterrizó en su isla, después de un viaje cansado y azaroso. La misma gente, las mismas lenguas gritaban en el vasto aeropuerto plagado de turistas de baja estofa, que eran los que venían a tomar el sol a precios muy asequibles.

Se preguntó por sus reacciones si les hubiese dicho que acaba de pasar dos semanas buscando a Ulises. Pero esas eran conversaciones para mayores de edad mental.

En París, María Dolores había tomado una conexión para La Haya y aunque había sitio en el avión no se animó a seguirla.

Las dos semanas pasadas en la isla habían sido casi idílicas. Fueron capaces de creerse todas las mentiras que se inventaban cuando llegaba la noche y un aguardiente local les calentaba el alma.

Habían sido quince o veinte días de ilusión y había funcionado. Volvieron a hablar de cosas que habían dejado tras veinte años antes, de libros que todavía les arrancaban comentarios apasionados como los que se les ocurría treinta años antes, La belleza de los libros no pasa. Juntos entristecieron con la condesita de Hemingway, se entusiasmaron con algunas mujeres valientes y vanguardistas de James Slater y hasta tuvieron tiempo para hacer planes. Pero los dos sabían que probablemente no se cumplirían. No podrían cumplirse.

La vida les había enseñado que la vocación de ser felices puede ser tan fuerte que obligue al destino o a lo que fuera a dejar que se cumplan deseos, impaciencias. Pero no siempre.

Uno y otro sabían que su historia, la historia que ellos habían vuelto a empezar a tejer en la isla podía aguantar mientras pusiesen los medios. Estaban los imponderables, el ya se acabó de una voz superior o inferior pero que manda en nuestras vidas.

Luis y María Dolores quedaron en volver a reunirse como acababan de hacer, no ya para explorarse, tantearse, verificar que eran capaces de estar juntos, comprobar que el pasado no había sido otra ilusión sino quizá una preparación para otra etapa, para otro viaje sin fecha de retorno.

María Dolores, en el aparato que la devolvía a su casa de muñecas, donde ya nadie la esperaba, el marido separado había tomado otro camino y los dos hijos, ya mayores, habían seguido caminos lejanos y casi divergentes. Muchas horas de vuelo, la nueva unidad de medida de los años dos mil, los separaban y probablemente para siempre.

Ella estaba convencida de que tenía un destino común con Luis que no se había realizado nunca por el capricho de cualquier dios huido del mar Jónico con ganas de probar a los humanos de otros continentes, des ese mundo super industrializado, rico para unos, infierno para otros, cuyos principios, si es que lo tenía, los dioses aprendían a conocer en el Olimpo.

Su hija Patricia había visitado a Luis en un alto en el camino antes de regresar a su retiro del sur de todos los sures. Se contaron secretos para otros. Hablaron del futuro de ello, brillante como ella misma, y ella quiso saber los planes del padre, al que seguía amando con pasión como en sus primeros años cuando en París era la preferida, la niña bonita de sus ojos que paseaba por todos los salones con orgullo.

Estaban de nuevo en Le Touquet, en unas maravillosas playas del norte de Francia donde cuando el viento lo permite es el lugar más paradisíaco que se pueda encontrar entre tierra y mar. Habían alquilado una casona formidable, con largo y altos salones cuajados con los más exquisitos muebles dispuestos por una dama que en esos momentos bogaba por el Pacífico en un velero sin demasiado rumbo.

Los dormitorios habían sido compuestos como las Cuatro Estaciones de Vivaldi y el salón inmenso de la planta baja podía haber servido para alguna escena rodada por Visconti, quizá después de una peste en Venecia y de un amor juvenil y prohibido.

Todo olía en esta casa a paz y mar tranquila mientras a diez metros de los ventanales, las olas se comportaban sin la menor contención y el viento empujaba a los turistas provistos de largos abrigos de lona de un amarillo chillón como si los hubiese pintado Van Gogh.

Patricia pidió un informe pormenorizado de los días que su padre y María Dolores había pasado en la isla de Ulises aunque, haciendo honor a su fama de parisiense chic y discreta, detenía los relatos cuando los dos se retiraban a sus habitaciones, en plural, aunque Patricia sabía que era una manera de papá de guardar las apariencias.

Conocía la historia de estos enamorados “de toda la vida” a la que las circunstancias habían mantenido siempre separados, intervalo en el que Luis se había casado con la madre de Patrice y de sus otras hermanas, seis en total. Más un muchachito llegado a última hora, cuando ella ya estaba haciendo sus últimos adioses.

A Patricia no le gustaba hablar de aquellos momentos tan difíciles, que todas habían afrontado haciendo piña con Luis, que no sabía por dónde empezar de nuevo, ese beguin the beguin que nadie sabe bailar nunca, por más que ame a Cole Porter.

Regresaban de la playa con los rostros embadurnados de arena tenaz cuando les llegó la llamada telefónica.

Era una hermana de María Dolores, con la que Luis hacía buenas migas. Sonrió al reconocer su voz y se iba a lanzar en una serie de bromas que eran como sus claves de reconocimiento cuando ella, al otro lado del hilo, le paró en seco.

- Lo siento Luis, lo siento no… (se le cortaba la voz en medio de sollozos incontenibles). María Dolores falleció anoche. No, no, déjame si no no podré. Hacía mucho tiempo que estaba muy enferma y estoy segura de que nunca te dijo nada. Ya sabes cómo le gustaba fumar… Según su médico tenía los pulmones hechos polvo. Ha tenido una hemoptisis que ha sido imposible atajar. Y fíjate que anoche habíamos estado hablando de vosotros dos, de vuestro viaje en busca de Ulises.

Quince minutos después, Luis corría rumbo a Amsterdam aunque sabía que no valía la pena llegar. Que ella no hubiese querido que la viera muerta. La carretera A1 le llevaba hacia la frontera entre Francia y Holanda y dentro de un rato estaría en Hilversum.

Paró el coche en una cuneta. Todavía no había estrellas en el cielo y probablemente ya nunca más las habría.

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