Colaboración: La soberbia de la incultura
- por Super User
Por Sergio Berrocal
Aunque había crecido entre viñas y olivos, fue a la universidad, como tantos otros, pero lo importante es que había descubierto el mundo de los libros con el entusiasmo de los primerizos. Hasta que las subvenciones europeas llegaron a los campos y convirtieron algunos cultivos en algo más que un mero medio de vivir. Se habían acabado los tiempos en que John Ford evocaba la tristeza de la miseria de los labriegos en "Las uvas de la ira" que él había incluso leído cabalgando con la prosa de John Steinbeck.
Entonces, al pobre Pedro, el leído Pedro, se le fue la chaveta, o eso decía una novia que había conocido en la facultad y que odiaba el campo. De la noche a la mañana se convirtió en un señorito de postín que calzaba botas camperas en lugar de mocasines y había abandonado la lectura por interminables partidas de dominó.
Se pasaba horas contemplando sus olivos, que mijita a mijita y con muchos sacrificios, su padre, un casero de los señoritos amamantados por Franco, había ido reuniendo y cuando el pobre se murió, Pedro se había convertido en otro señorito, aunque ya no le llamaran así.
- ¿Te gustan los olivos?, solía preguntar con orgullo de converso.
Una mañana de sol y sombra, de verano andaluz, un compañero de los tiempos de estudios que había pasado a verlo al pueblo, le preguntó:
- ¿Ya no lees?...
El orgulloso Pedro levantó el rostro teñido de una barba de tres días cuidadosamente recortada –era lo que más se llevaba entonces con las botas camperas—y sin contestar extendió sus brazos sobre el campo, como Moisés conduciendo a los israelitas:
- Mira qué bellos son mis olivos… Claro que leo, el periódico todas las mañanas, pero me queda poco tiempo para libros. Mira, Juanillo, los olivos se ven, se palpan, se huelen, se disfrutan con la vista y pueden enamorar al más difícil por su robustez, porque son eternos, invencibles. Últimamente hemos plantado rosas en medio del olivar y fíjate qué belleza.
Se le notaba toda la soberbia del propietario que había decidido enterrar incluso la culturilla del desasnar. A ratos, sus miradas a los olivos recordaban a las que el viejo banquero (Louis Calhem) lanza a la inexperta pero ya bella Marilyn Monroe en "La jungla de asfalto", de John Huston. Posesión, soberbia de la posesión. Soberbia del dinero. Soberbia del amo.
Cuando estaban en el Hogar del pensionista para tomar una cerveza (más barata que en los otros bares), Pedro completó su pensamiento:
- He visto más mujeres deslumbradas, rendidas, realmente enamoradas de mis olivos que de mí y de mi antiguo saber de libros. Y estoy seguro de que si le dieses a elegir entre un olivo y "El viejo y el mar", Ernesto Hemingway saldría perdiendo. Pero, dime, ¿y tú que haces?
- Trabajando, como siempre.
- ¿Cómo? ¿Te has buscado un empleo y has abandonado la escritura?
- No, claro que no. Escribo todo lo que puedo. Ese es mi trabajo.
- Pero eso no es un trabajo. Como mucho una diversión, un placer, un entretenimiento…
El amigo, que no tenía olivos y las pasaba canutas para sobrevivir con lo que le daba el oficio de escribidor, se bebió la cerveza medio aguada, pero más barata, y calló,
Era verdad, se dijo para sus adentros, cavar olivos era indiscutiblemente más sacrificado que teclear, en una sólida Japy porque detectaba la marca de los escritores de la época, la Underwood. y porque esa máquina que tanto usó en su primera Redacción le recordaba el aliento de su viejo Triumph Dolomite Sprint .
Y era cierto que el teclado del ordenador resultaba todavía menos trabajoso. Siempre más fácil, pero tan sacrificado y tan poco remunerado.
Cuando salieron del Hogar del Jubilado, preguntó a Pedro que si no le parecía que el trabajo de un escritor era difícil:
- Hay que pensar, retorcerse las meninges, inventar o retratar pero siempre con cierto estilo, cierto talento.
- Tiene más talento el más joven y menos agraciado de mis olivos que un escritor o un escribidor, como tú dices.
- ¿Te produce la misma emoción, sientes lo mismo con un libro, con Joyce o Hemingway, con Dos Passos, que con uno de tus olivos? Y están los condimentos indispensables para escribir. Hay que tener talento, mucho talento, adobado por la cultura, indispensable la cultura, que es el saber, el conocer, el poder interpretar el alma de los personajes que vas a dibujar con las palabras…
Pedro, Pedrito como le llamaban los viejos del Hogar, miró un cartel de cerveza como buscando inspiración.
- Mira, hoy vivo con y por mis olivos. Y te diré que me parece que la Cultura es una linda estafa. ¿Para qué sirve la Cultura? ¿Para eso que me cuentas? ¿Para escribir? Y a quién le interesa seriamente leer historias inventadas o inspiradas que tú puedes ver y conocer aquí en mi pueblo. ¿Y para qué tanto saber? En la radio he oído que el nuevo Presidente de los Estados Unidos, ese Donald Trump, no ha leído nunca un libro o casi. Y dirige el país más poderoso del mundo. Y lo que se dice cultura, no parece tener mucha. Y ahí lo tienes, amo del universo.
El amigo cogió su bolsa y empezó a caminar hacia su coche.
Era el fin de una bella amistad.
Aunque había crecido entre viñas y olivos, fue a la universidad, como tantos otros, pero lo importante es que había descubierto el mundo de los libros con el entusiasmo de los primerizos. Hasta que las subvenciones europeas llegaron a los campos y convirtieron algunos cultivos en algo más que un mero medio de vivir. Se habían acabado los tiempos en que John Ford evocaba la tristeza de la miseria de los labriegos en "Las uvas de la ira" que él había incluso leído cabalgando con la prosa de John Steinbeck.
Entonces, al pobre Pedro, el leído Pedro, se le fue la chaveta, o eso decía una novia que había conocido en la facultad y que odiaba el campo. De la noche a la mañana se convirtió en un señorito de postín que calzaba botas camperas en lugar de mocasines y había abandonado la lectura por interminables partidas de dominó.
Se pasaba horas contemplando sus olivos, que mijita a mijita y con muchos sacrificios, su padre, un casero de los señoritos amamantados por Franco, había ido reuniendo y cuando el pobre se murió, Pedro se había convertido en otro señorito, aunque ya no le llamaran así.
- ¿Te gustan los olivos?, solía preguntar con orgullo de converso.
Una mañana de sol y sombra, de verano andaluz, un compañero de los tiempos de estudios que había pasado a verlo al pueblo, le preguntó:
- ¿Ya no lees?...
El orgulloso Pedro levantó el rostro teñido de una barba de tres días cuidadosamente recortada –era lo que más se llevaba entonces con las botas camperas—y sin contestar extendió sus brazos sobre el campo, como Moisés conduciendo a los israelitas:
- Mira qué bellos son mis olivos… Claro que leo, el periódico todas las mañanas, pero me queda poco tiempo para libros. Mira, Juanillo, los olivos se ven, se palpan, se huelen, se disfrutan con la vista y pueden enamorar al más difícil por su robustez, porque son eternos, invencibles. Últimamente hemos plantado rosas en medio del olivar y fíjate qué belleza.
Se le notaba toda la soberbia del propietario que había decidido enterrar incluso la culturilla del desasnar. A ratos, sus miradas a los olivos recordaban a las que el viejo banquero (Louis Calhem) lanza a la inexperta pero ya bella Marilyn Monroe en "La jungla de asfalto", de John Huston. Posesión, soberbia de la posesión. Soberbia del dinero. Soberbia del amo.
Cuando estaban en el Hogar del pensionista para tomar una cerveza (más barata que en los otros bares), Pedro completó su pensamiento:
- He visto más mujeres deslumbradas, rendidas, realmente enamoradas de mis olivos que de mí y de mi antiguo saber de libros. Y estoy seguro de que si le dieses a elegir entre un olivo y "El viejo y el mar", Ernesto Hemingway saldría perdiendo. Pero, dime, ¿y tú que haces?
- Trabajando, como siempre.
- ¿Cómo? ¿Te has buscado un empleo y has abandonado la escritura?
- No, claro que no. Escribo todo lo que puedo. Ese es mi trabajo.
- Pero eso no es un trabajo. Como mucho una diversión, un placer, un entretenimiento…
El amigo, que no tenía olivos y las pasaba canutas para sobrevivir con lo que le daba el oficio de escribidor, se bebió la cerveza medio aguada, pero más barata, y calló,
Era verdad, se dijo para sus adentros, cavar olivos era indiscutiblemente más sacrificado que teclear, en una sólida Japy porque detectaba la marca de los escritores de la época, la Underwood. y porque esa máquina que tanto usó en su primera Redacción le recordaba el aliento de su viejo Triumph Dolomite Sprint .
Y era cierto que el teclado del ordenador resultaba todavía menos trabajoso. Siempre más fácil, pero tan sacrificado y tan poco remunerado.
Cuando salieron del Hogar del Jubilado, preguntó a Pedro que si no le parecía que el trabajo de un escritor era difícil:
- Hay que pensar, retorcerse las meninges, inventar o retratar pero siempre con cierto estilo, cierto talento.
- Tiene más talento el más joven y menos agraciado de mis olivos que un escritor o un escribidor, como tú dices.
- ¿Te produce la misma emoción, sientes lo mismo con un libro, con Joyce o Hemingway, con Dos Passos, que con uno de tus olivos? Y están los condimentos indispensables para escribir. Hay que tener talento, mucho talento, adobado por la cultura, indispensable la cultura, que es el saber, el conocer, el poder interpretar el alma de los personajes que vas a dibujar con las palabras…
Pedro, Pedrito como le llamaban los viejos del Hogar, miró un cartel de cerveza como buscando inspiración.
- Mira, hoy vivo con y por mis olivos. Y te diré que me parece que la Cultura es una linda estafa. ¿Para qué sirve la Cultura? ¿Para eso que me cuentas? ¿Para escribir? Y a quién le interesa seriamente leer historias inventadas o inspiradas que tú puedes ver y conocer aquí en mi pueblo. ¿Y para qué tanto saber? En la radio he oído que el nuevo Presidente de los Estados Unidos, ese Donald Trump, no ha leído nunca un libro o casi. Y dirige el país más poderoso del mundo. Y lo que se dice cultura, no parece tener mucha. Y ahí lo tienes, amo del universo.
El amigo cogió su bolsa y empezó a caminar hacia su coche.
Era el fin de una bella amistad.