Colaboración: La absenta de Van Gogh
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Por Sergio Berrocal
El Johnny Walker, apenas mecido con el cariño de una nana por el chorreón de agua Perrier y a veces la zambullida de dos cachos de hielo, llega a la punta de los dedos artríticos que luchan con las teclas del ordenador. Empieza la función. La pantalla se anima con letras, palabras, frases.
Otro sorbo en busca de otras ideas, aunque sean las mismas, pero que parezcan diferentes.
En mi playa de descafeinado con leche, doce ingleses y medio de la emigración turística barata del invierno al sol se apoltronan en hamacas fuera del tiempo. Son las once de la mañana. Un camarero, español, por supuesto, les sirve sangría en vasos de plástico horrendos que rechazarían hasta en una hamburguesería norteamericana. Es más penoso que el asesinato de los boers allá en Sudáfrica antes de Mandela y cuando a Churchill no se le llenaban todavía la boca de puros cubanos.
En Buenos Aires, antes del corralito de todas las desgracias, un viejo compañero franco-uruguayo pero rioplatense de corazón abría el bar de su casa con vistas al Río de la Plata a las doce en punto. Era inconsolablemente impenetrable a cualquier sentimiento de sed gangosa y tempranera.
Creo que Menem fantasmeaba aún por la Casa Rosada, edificio cuya visión para los profanos puede resultar tan sarcástica como Alicia en el país de las maravillas.
El (mi amigo, no Menem) tomaba la ginebra con tónica que conservó durante siglos, decían las malas lenguas, a la Reina Madre de Inglaterra. La ginebra, no la tónica.
Menos acorde con tan noble tradición, yo optaba siempre por el güisqui, a condición de que estuviese acompañado de Perrier.
(Aunque lo he intentado, esta marca francesa no me paga un duro por mi publicidad visceral. Pero seguiré intentándolo en otra vida o cuando la compren los chinos).
Un día, o quizá una noche, mi amigo le echó una llave al bar y desapareció tras cerrar la terraza que daba a ese río con aspiraciones a mar. Desde entonces no he vuelto a Buenos Aires.
Alejandro Dumas afirmaba – lo dice en sus memorias, en las que oculta seguramente lo mejor – que para ponerse a tono con las exigencias de la escritura bebía litros de café.
Otro poco de lo mismo le pasaba a Flaubert. Pero se sabe que otros escritores, de Verlaine a Rimbaux y dicen que hasta Hemingway, fueron adictos a la destilación de unas hierbas que con el nombre de absenta corrió como un reguero de pólvora por todas las mesas de bares europeos.
Cuentan que en este licor buscaban inspiración pintores tan dispares como Picasso, Degas, Van Gogh o Toulouse Lautrec.
Uno que es cauteloso con el dolor, amigo de que no exista, se pregunta cuánta absenta tuvo que tomar Van Gogh para decidirse a cortarse la oreja derecha, enterita, menos el cachito de abajo, donde se cuelgan los zarcillos, cuando se dio cuenta de que nadie o casi nadie le quería. Alguien que él creía muy amigo suyo, Paul Gauguin, le había dado la espalda y su hermano Théo acababa de comunicarle que iba a casarse, con lo cual, pensaba el holandés menos errante que nadie, iba a quedarse sin medios de existir, sin la pensión que el bueno de Theo le servía todos los meses desde París para que pudiese seguir pintando y viviendo. Claro que el bueno del hermano es el que se quedaba con todos los cuadros y Dios sabe la fortuna que realizaría con el pasar de los años.
Documentos recientes de una investigadora británica que se ha pasado siete años pesquisando el misterio de la oreja cortada afirma que la mutilación tuvo esos motivos de angustia de sobrevivir y no el acreditado popularmente de que se dio el corte por el amor de una mujer,
Finalmente, es normal. Se afeitó bestialmente porque sospechaba que nadie iba a quererle más y porque no le quedaba más cariño que el que le ofrecían las señoritas prostitutas del pueblo de Arles, sur de Francia, donde perfeccionó ese color amarillo tan suyo y tan inimitable que todavía hoy es su marca de fábrica.
Cuando visitas algunos de los lugares donde este hombre vivió solo, con la única compañía, la mayor parte del tiempo, de borrachines y prostitutas, es difícil dejar en la puerta a la tristeza.
Pintó y pintó y más que crear inventó una forma de describir la realidad, atormentada como él, y con colores que sólo él veía.
Siguen contando que fue en el siglo XVIII cuando unas señoritas suizas – el rigor de lo absurdo nunca anda muy lejos de la desmesura – destilan por primera vez el ajenjo, que servía para evitar incluso pandemias.
La maravillosa medicina llegó rápidamente a las mesas de mármol de los populares bares de los grande bulevares de París.
En 1900 es prohibido en Francia porque se descubre que tantas cualidades medicinales ocultan un delirio que engendra la locura. En 2006, la prohibición está vigente en Francia pero parece ser que la absenta de los artistas puede encontrarse en países como España.
Este licor de locos ha desaparecido al mismo tiempo que desaparecían los gigantes de la literatura y de la pintura.
Quedan sólo malas imitaciones y enanitos de risa. Los premios se los dan a cualquiera y no a todos.
Pero sería pura demencia establecer una relación directa entre el alcohol y la creatividad, porque probablemente más de un escribidor limite sus excesos a refrescos y leche desnatada. (¡Qué asco, Dios mío!).
En cierta ocasión, el escritor francés Patrick Besson se sacó el sentido del humor que nunca le ha faltado para atacar a otro compañero, el también francés Hervé Chabalier.
Contaba que este señor se había empeñado en que en Francia reinase la ley seca y que el vino desapareciera de los hábitos, lo que realmente sería como prohibirle el mate a los argentinos.
Besson estaba enfadadísimo – con mucha razón – y hablando de los alcohólicos arrepentidos citaba al entonces Presidente de los Estados Unidos, George Bush.
Se preguntaba con sorna por qué el presidente de los Estados Unidos no hablaba ya de bombardear Siria y parecía hasta haber olvidado sus delirios guerreros.
“Me pregunto – decía Besson – si (Bush) no habrá vuelto a beber. Si yo fuese Barbara (su esposa) registraría cuidadosamente su despacho para ver si el presidente de los Estados Unidos no esconde algunas botellas”.
Desalentado por la mala fe en la campaña antialcohólica, concluía: “En el vino hay un genio que es malo, como todos los genios. Pero en el agua no hay nada malo sencillamente porque en el agua no hay nada”.
Creo que se equivoca. Hace más de cuarenta años que bebo agua (Perrier y con güisqui) y todavía llegó a escribir.
Justo es decir que respetuoso con los problemas de la sequía que redundan en escasez de agua, la trato con respeto y la bebo razonablemente. Muy moderadamente, justo lo que necesitan los riñones para no secarse. Y siempre, eso sí, es un principio, pasada por güisqui.
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El Johnny Walker, apenas mecido con el cariño de una nana por el chorreón de agua Perrier y a veces la zambullida de dos cachos de hielo, llega a la punta de los dedos artríticos que luchan con las teclas del ordenador. Empieza la función. La pantalla se anima con letras, palabras, frases.
Otro sorbo en busca de otras ideas, aunque sean las mismas, pero que parezcan diferentes.
En mi playa de descafeinado con leche, doce ingleses y medio de la emigración turística barata del invierno al sol se apoltronan en hamacas fuera del tiempo. Son las once de la mañana. Un camarero, español, por supuesto, les sirve sangría en vasos de plástico horrendos que rechazarían hasta en una hamburguesería norteamericana. Es más penoso que el asesinato de los boers allá en Sudáfrica antes de Mandela y cuando a Churchill no se le llenaban todavía la boca de puros cubanos.
En Buenos Aires, antes del corralito de todas las desgracias, un viejo compañero franco-uruguayo pero rioplatense de corazón abría el bar de su casa con vistas al Río de la Plata a las doce en punto. Era inconsolablemente impenetrable a cualquier sentimiento de sed gangosa y tempranera.
Creo que Menem fantasmeaba aún por la Casa Rosada, edificio cuya visión para los profanos puede resultar tan sarcástica como Alicia en el país de las maravillas.
El (mi amigo, no Menem) tomaba la ginebra con tónica que conservó durante siglos, decían las malas lenguas, a la Reina Madre de Inglaterra. La ginebra, no la tónica.
Menos acorde con tan noble tradición, yo optaba siempre por el güisqui, a condición de que estuviese acompañado de Perrier.
(Aunque lo he intentado, esta marca francesa no me paga un duro por mi publicidad visceral. Pero seguiré intentándolo en otra vida o cuando la compren los chinos).
Un día, o quizá una noche, mi amigo le echó una llave al bar y desapareció tras cerrar la terraza que daba a ese río con aspiraciones a mar. Desde entonces no he vuelto a Buenos Aires.
Alejandro Dumas afirmaba – lo dice en sus memorias, en las que oculta seguramente lo mejor – que para ponerse a tono con las exigencias de la escritura bebía litros de café.
Otro poco de lo mismo le pasaba a Flaubert. Pero se sabe que otros escritores, de Verlaine a Rimbaux y dicen que hasta Hemingway, fueron adictos a la destilación de unas hierbas que con el nombre de absenta corrió como un reguero de pólvora por todas las mesas de bares europeos.
Cuentan que en este licor buscaban inspiración pintores tan dispares como Picasso, Degas, Van Gogh o Toulouse Lautrec.
Uno que es cauteloso con el dolor, amigo de que no exista, se pregunta cuánta absenta tuvo que tomar Van Gogh para decidirse a cortarse la oreja derecha, enterita, menos el cachito de abajo, donde se cuelgan los zarcillos, cuando se dio cuenta de que nadie o casi nadie le quería. Alguien que él creía muy amigo suyo, Paul Gauguin, le había dado la espalda y su hermano Théo acababa de comunicarle que iba a casarse, con lo cual, pensaba el holandés menos errante que nadie, iba a quedarse sin medios de existir, sin la pensión que el bueno de Theo le servía todos los meses desde París para que pudiese seguir pintando y viviendo. Claro que el bueno del hermano es el que se quedaba con todos los cuadros y Dios sabe la fortuna que realizaría con el pasar de los años.
Documentos recientes de una investigadora británica que se ha pasado siete años pesquisando el misterio de la oreja cortada afirma que la mutilación tuvo esos motivos de angustia de sobrevivir y no el acreditado popularmente de que se dio el corte por el amor de una mujer,
Finalmente, es normal. Se afeitó bestialmente porque sospechaba que nadie iba a quererle más y porque no le quedaba más cariño que el que le ofrecían las señoritas prostitutas del pueblo de Arles, sur de Francia, donde perfeccionó ese color amarillo tan suyo y tan inimitable que todavía hoy es su marca de fábrica.
Cuando visitas algunos de los lugares donde este hombre vivió solo, con la única compañía, la mayor parte del tiempo, de borrachines y prostitutas, es difícil dejar en la puerta a la tristeza.
Pintó y pintó y más que crear inventó una forma de describir la realidad, atormentada como él, y con colores que sólo él veía.
Siguen contando que fue en el siglo XVIII cuando unas señoritas suizas – el rigor de lo absurdo nunca anda muy lejos de la desmesura – destilan por primera vez el ajenjo, que servía para evitar incluso pandemias.
La maravillosa medicina llegó rápidamente a las mesas de mármol de los populares bares de los grande bulevares de París.
En 1900 es prohibido en Francia porque se descubre que tantas cualidades medicinales ocultan un delirio que engendra la locura. En 2006, la prohibición está vigente en Francia pero parece ser que la absenta de los artistas puede encontrarse en países como España.
Este licor de locos ha desaparecido al mismo tiempo que desaparecían los gigantes de la literatura y de la pintura.
Quedan sólo malas imitaciones y enanitos de risa. Los premios se los dan a cualquiera y no a todos.
Pero sería pura demencia establecer una relación directa entre el alcohol y la creatividad, porque probablemente más de un escribidor limite sus excesos a refrescos y leche desnatada. (¡Qué asco, Dios mío!).
En cierta ocasión, el escritor francés Patrick Besson se sacó el sentido del humor que nunca le ha faltado para atacar a otro compañero, el también francés Hervé Chabalier.
Contaba que este señor se había empeñado en que en Francia reinase la ley seca y que el vino desapareciera de los hábitos, lo que realmente sería como prohibirle el mate a los argentinos.
Besson estaba enfadadísimo – con mucha razón – y hablando de los alcohólicos arrepentidos citaba al entonces Presidente de los Estados Unidos, George Bush.
Se preguntaba con sorna por qué el presidente de los Estados Unidos no hablaba ya de bombardear Siria y parecía hasta haber olvidado sus delirios guerreros.
“Me pregunto – decía Besson – si (Bush) no habrá vuelto a beber. Si yo fuese Barbara (su esposa) registraría cuidadosamente su despacho para ver si el presidente de los Estados Unidos no esconde algunas botellas”.
Desalentado por la mala fe en la campaña antialcohólica, concluía: “En el vino hay un genio que es malo, como todos los genios. Pero en el agua no hay nada malo sencillamente porque en el agua no hay nada”.
Creo que se equivoca. Hace más de cuarenta años que bebo agua (Perrier y con güisqui) y todavía llegó a escribir.
Justo es decir que respetuoso con los problemas de la sequía que redundan en escasez de agua, la trato con respeto y la bebo razonablemente. Muy moderadamente, justo lo que necesitan los riñones para no secarse. Y siempre, eso sí, es un principio, pasada por güisqui.
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