Colaboración: Tarzán, justiciero olvidado
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Por Sergio Berrocal
Aprendiste que una ciudad podía ser fantasmagórica con la niebla viendo una de aquellas películas en las que un tipo siniestro se entretenía en destripar a pobres mujeres que trataban de ganarse el sustento con sus bellos cuerpos en calles de Londres pintadas por la lluvia. Pero antes de que te levantases de tu butaca, algún Sherlock Holmes ridículo, con un sombrerito ridículo, y que tal vez ya ni tomaba morfina para mantenerse de pie y dicharachero, agarraba al despiadado asesino, un mentecato llamado Jack.
Otro día, siempre delante de una pantalla, grande o pequeña, la música, las sonrisas y las lágrimas te permitían saborear el cine con la satisfacción del vencedor, como aquella tarde en que asomó a tiempo la caballería, cuando tú creías que los indios, pobres indios, se llevaban a casa tu cabellera de colonizador y abusador reconocido por el tratado de Cabellos Locos firmados en Ontario, donde otra tarde, en colores chillones, te salvó una patrulla de la Policía Montada de Canadá.
La magia estribaba en que tú, espectador, te metías en el pellejo de un forajido que con un Colt 45 por biblia iba a armar jaleo en un OK Corral cualquiera.
Eso era cuando no estabas identificándote con aquel loco amoroso de Paul Newman que había decidido lanzarse en una cruzada para ayudar a la gente de un barrio abandonado de Nueva York. Armado con su placa de policía, su uniforme y el indispensable pistolón, amén de una sonrisa con la que conquistaba, de paso, ya que estamos, a una enfermera portorriqueña que, desgraciadamente, se metía caballo para soportar lo insoportable, que es casi todo cuando la vida ha decidido que no mereces que te haga caso.
Era allá por el Bronx, que no tuviste tiempo de visitar porque te esperaba un avión para París y que un aduanero te quería crucificar por una plantita que te habían regalado en México DF, y que ni siquiera era de marihuana, o al menos… Y tuviste que dejar solo a Paul Newman en su Fuerte Apache.
Y antes, infinitamente antes de que un desconocido llamado Donald Trump se domiciliara en la Casa Blanca, defendiste a aquellos oficiales que con cara todos ellos de estrellas de cine defendían la civilización, la nuestra, eso te dijeron, contra nazis y gente de ojos rasgados, desde cualquier pueblo de Europa hasta Guadalcanal.
Nadie te había dicho entonces que todos aquellos héroes metidos en multitud de películas guerreras, donde los motores de los aviones hacían el ruido de la victoria, aunque fuera casi siempre en blanco y negro, eran propaganda del Departamento de Defensa de los Estados Unidos. El cine les servía para demostrar al mundo lo mucho que les debíamos y cuando viste "Casablanca", aunque tu novia no te dejaba en paz, te impresionó el rudo Humphrey Bogart, suspiraste por la sosita Ingrid Bergman y odiaste a aquellos arrogantes oficiales alemanes que querían hacerle la vida imposible al pobre Rick, al que obligaban a confesar como profesión la de borrachín o la de alcohólico, que para eso está la versión original.
Y ya, cuando pudiste comprender que el heroísmo en el cine podía ser una artimaña, que "Casablanca" era ante todo una película antibelicista, propaganda para los buenos, Rick te pareció un farsante.
Todo eso puede pasar. Lo terrible es que en estos últimos cincuenta años nos hemos olvidado y algunos hasta lo han metido en el rincón de los escobones, porque en Europa no nos da para tener un cuarto, de un personaje que fue nuestro amigo, nuestro héroe preferido, un personaje de una selva ideada por un autor inglés cuando todavía había selvas impenetrables.
Antes de convertirse en ese salvaje guapo y con clase, que saltaba de árbol en árbol como cualquier transeúnte por su calle civilizada, Tarzán, ideado por un tal Edgar Rice Burroughs, había sido un pequeño lord perdido por sus amantes padres.
En contacto con las fieras, con el medio, el civilizado inglesito se convierte en un salvaje que con un taparrabos, una bellísima melena y un lenguaje que ha aprendido con sus amigos los leones se pasea entre los árboles, feliz, sobre todo cuando encuentra a otra perdida de la civilización, una bellísima muchacha llamada Jane.
Hasta entonces, Tarzán había compartido soledad interior con un mono, quizá mona, Chita.
Cuando surge Jane, también con taparrabos adaptado, el amor ilumina la selva y Tarzán lanza más que nunca sus gritos de felicidad que entienden solo sus amigos las fieras y que ahuyentan a los malvados traficantes, que en general son ingleses venidos a menos.
Si usted tiene más de cincuenta años y ya no se acuerda de ese Tarzán, no el moderno de dibujos animados, vaya urgentemente al psicólogo y enseñe a sus hijos quién era aquel tipo fabuloso que nos hizo soñar con una vida lejos del mundo de los gatillos atómicos.
El primer Tarzán (1932) fue un atleta norteamericano llamado Johnny Weismuller y la rimera Jane una bellísima actriz, Maureen O'Sullivan.
Luego, Tarzán y su grito infernal que tanto amaban los animales y que espantaba a los malos, ha sido adaptado muchas veces, pero nos faltaba Johnny y no podíamos olvidarnos de Jane.
Ay, Tarzán, si todavía estuvieses entre nosotros podríamos enviarte a otra selva muy civilizada, donde los rascacielos y una Casa Blanca reemplazan a los árboles frondosos, allá por Estados Unidos. Dicen que les ha llegado un malo malísimo de la muerte y quiere hacer daño a tus amigos del mundo entero. Seguro que salía corriendo, como aquel traficante de marfil, aunque probablemente en tu selva no hubiese elefantes. Pero contigo podíamos imaginarlo todo y creer hasta en un mundo mejor.
Se acabó aquella película tuya apta para todos los públicos y llegaron unos aparatos espantosos que quieren destruirnos a todos. Dile a Chita que venga a vernos y que chille como los hacía contigo, a ver si esos monstruos se marchan con el rubio de la otra selva urbana.
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Aprendiste que una ciudad podía ser fantasmagórica con la niebla viendo una de aquellas películas en las que un tipo siniestro se entretenía en destripar a pobres mujeres que trataban de ganarse el sustento con sus bellos cuerpos en calles de Londres pintadas por la lluvia. Pero antes de que te levantases de tu butaca, algún Sherlock Holmes ridículo, con un sombrerito ridículo, y que tal vez ya ni tomaba morfina para mantenerse de pie y dicharachero, agarraba al despiadado asesino, un mentecato llamado Jack.
Otro día, siempre delante de una pantalla, grande o pequeña, la música, las sonrisas y las lágrimas te permitían saborear el cine con la satisfacción del vencedor, como aquella tarde en que asomó a tiempo la caballería, cuando tú creías que los indios, pobres indios, se llevaban a casa tu cabellera de colonizador y abusador reconocido por el tratado de Cabellos Locos firmados en Ontario, donde otra tarde, en colores chillones, te salvó una patrulla de la Policía Montada de Canadá.
La magia estribaba en que tú, espectador, te metías en el pellejo de un forajido que con un Colt 45 por biblia iba a armar jaleo en un OK Corral cualquiera.
Eso era cuando no estabas identificándote con aquel loco amoroso de Paul Newman que había decidido lanzarse en una cruzada para ayudar a la gente de un barrio abandonado de Nueva York. Armado con su placa de policía, su uniforme y el indispensable pistolón, amén de una sonrisa con la que conquistaba, de paso, ya que estamos, a una enfermera portorriqueña que, desgraciadamente, se metía caballo para soportar lo insoportable, que es casi todo cuando la vida ha decidido que no mereces que te haga caso.
Era allá por el Bronx, que no tuviste tiempo de visitar porque te esperaba un avión para París y que un aduanero te quería crucificar por una plantita que te habían regalado en México DF, y que ni siquiera era de marihuana, o al menos… Y tuviste que dejar solo a Paul Newman en su Fuerte Apache.
Y antes, infinitamente antes de que un desconocido llamado Donald Trump se domiciliara en la Casa Blanca, defendiste a aquellos oficiales que con cara todos ellos de estrellas de cine defendían la civilización, la nuestra, eso te dijeron, contra nazis y gente de ojos rasgados, desde cualquier pueblo de Europa hasta Guadalcanal.
Nadie te había dicho entonces que todos aquellos héroes metidos en multitud de películas guerreras, donde los motores de los aviones hacían el ruido de la victoria, aunque fuera casi siempre en blanco y negro, eran propaganda del Departamento de Defensa de los Estados Unidos. El cine les servía para demostrar al mundo lo mucho que les debíamos y cuando viste "Casablanca", aunque tu novia no te dejaba en paz, te impresionó el rudo Humphrey Bogart, suspiraste por la sosita Ingrid Bergman y odiaste a aquellos arrogantes oficiales alemanes que querían hacerle la vida imposible al pobre Rick, al que obligaban a confesar como profesión la de borrachín o la de alcohólico, que para eso está la versión original.
Y ya, cuando pudiste comprender que el heroísmo en el cine podía ser una artimaña, que "Casablanca" era ante todo una película antibelicista, propaganda para los buenos, Rick te pareció un farsante.
Todo eso puede pasar. Lo terrible es que en estos últimos cincuenta años nos hemos olvidado y algunos hasta lo han metido en el rincón de los escobones, porque en Europa no nos da para tener un cuarto, de un personaje que fue nuestro amigo, nuestro héroe preferido, un personaje de una selva ideada por un autor inglés cuando todavía había selvas impenetrables.
Antes de convertirse en ese salvaje guapo y con clase, que saltaba de árbol en árbol como cualquier transeúnte por su calle civilizada, Tarzán, ideado por un tal Edgar Rice Burroughs, había sido un pequeño lord perdido por sus amantes padres.
En contacto con las fieras, con el medio, el civilizado inglesito se convierte en un salvaje que con un taparrabos, una bellísima melena y un lenguaje que ha aprendido con sus amigos los leones se pasea entre los árboles, feliz, sobre todo cuando encuentra a otra perdida de la civilización, una bellísima muchacha llamada Jane.
Hasta entonces, Tarzán había compartido soledad interior con un mono, quizá mona, Chita.
Cuando surge Jane, también con taparrabos adaptado, el amor ilumina la selva y Tarzán lanza más que nunca sus gritos de felicidad que entienden solo sus amigos las fieras y que ahuyentan a los malvados traficantes, que en general son ingleses venidos a menos.
Si usted tiene más de cincuenta años y ya no se acuerda de ese Tarzán, no el moderno de dibujos animados, vaya urgentemente al psicólogo y enseñe a sus hijos quién era aquel tipo fabuloso que nos hizo soñar con una vida lejos del mundo de los gatillos atómicos.
El primer Tarzán (1932) fue un atleta norteamericano llamado Johnny Weismuller y la rimera Jane una bellísima actriz, Maureen O'Sullivan.
Luego, Tarzán y su grito infernal que tanto amaban los animales y que espantaba a los malos, ha sido adaptado muchas veces, pero nos faltaba Johnny y no podíamos olvidarnos de Jane.
Ay, Tarzán, si todavía estuvieses entre nosotros podríamos enviarte a otra selva muy civilizada, donde los rascacielos y una Casa Blanca reemplazan a los árboles frondosos, allá por Estados Unidos. Dicen que les ha llegado un malo malísimo de la muerte y quiere hacer daño a tus amigos del mundo entero. Seguro que salía corriendo, como aquel traficante de marfil, aunque probablemente en tu selva no hubiese elefantes. Pero contigo podíamos imaginarlo todo y creer hasta en un mundo mejor.
Se acabó aquella película tuya apta para todos los públicos y llegaron unos aparatos espantosos que quieren destruirnos a todos. Dile a Chita que venga a vernos y que chille como los hacía contigo, a ver si esos monstruos se marchan con el rubio de la otra selva urbana.
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