Colaboración: La adorable espía y la actriz madura
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Lástima perruna de que en estos años dos mil las mujeres de cine, las que siempre nos enseñaron el camino recto hacia la imaginación de un final feliz para nuestras vidas, no marquen tendencia, como dicen los entendidos. Hay tres o cuatro, corramos un tupido velo, pero ninguna, o quizá una o dos, que te emocionen la vida cuando todavía estás esperando que el cine te conduzca a buen puerto en cosas tan serias como las del amor.
¿Dónde podemos encontrar a estas alturas, cuando triunfa la violencia irreversible, una mujer que te mire en los ojos y te diga por ejemplo: "¡Qué manía tienen estos franceses de fusilar la gente al amanecer!". No lo dijo Greta Garbo o una Carol Lombard cualquiera, ni siquiera Marilyn Monroe en "Con faldas y a lo loco / Una eva y dos adanes / Some Like It Hot".
La autora de esa joyita de frase fue una señora que se llamaba Margaretha Zelle, aunque cualquiera la conoce tal vez por Mata Hari. Le hubiese gustado ser actriz pero solo llegó a ser una espía cotizada por su talento, aunque otros, hombres, claro, decían que no tenía ninguno para espiar. A su carrera puso punto final un pelotón de ejecución en París el 15 de octubre de 1917.
Entre dos robos de documentos que ella creía secretos en favor de los alemanes durante la I Guerra Mundial (1914-1918), la muchacha se dedicaba a ejecutar espectáculos exóticos que eran muy apreciados, sobre todo por el público masculino.
Cuando estaba destacando como bailarina y muchas cosas más por su particular belleza, resulta que la cogieron con las manos en la masa o mejor en los documentos ultra confidenciales, probablemente menos, que los militares guardaban con celo, que para eso estaban, aunque el fiscal del caso afirmó desdeñosamente que fue víctima de la razón de Estado porque, en realidad, se le acusaba solo de minucias.
Pero era un momento en que el público pedía sangre para vengarse de los horrores que ocurrían en los campos de batalla, y Mata Hari no pudo seguir con su carrera, que no hubiese sido nada extraño que terminase en el cine, para el que entonces se buscaban personalidades extremosas.
Y un amanecer, en Vincennes, allí donde las ejecuciones eran de tradición, doce balas, más o menos, le partieron el alma de una forma muy cinematográfica. La carrera artística de Mata Hari había acabado y nunca sería actriz de ningún cine y eso que sin duda tenía la cabeza llena de películas.
En estos años difíciles que vivimos con el 2017 viento en popa y a toda vela, surge de pronto una actriz en lo que parece un papel equivocado. Emily Watson no tiene las ancas de esa estrellita de Hollywood a la que por lo visto sus admiradores le robaban fotos de su intimidad. Tampoco posee el palmito de aquella otro, también domiciliada en California, que se toma por Jackie Kennedy, la elegante viuda del asesinado presidente John F. Kennedy que luego se convirtió en la esposa de uno de los hombres más ricos del mundo, el armador griego Aristóteles Onassis, quien probablemente hizo realidad parte de sus sueños de las mil y una noches que no había podido realizar entre las paredes de la Casa Blanca.
Emily Watson no oculta sus cincuenta años en un cuerpo que visto por la cámara parece menos espectacular. Probablemente no es la mujer que hace que el cartero llame dos veces pero posee la marca de actriz de clase.
La otra noche me la tropecé en un telefilm británico de recia factura, "The politician’s Husband", con otro actor inglés de rigidez inquietante, David Tennant.
En la película fetiche del danés Lars Von Trier, "Breaking the waves" (1966), Emily Watson fue la revelación, esa intérprete que de vez en cuando, sin hacer demasiado ruido, se encuentra el espectador en un rincón de una película difícil.
Ya allí, joven y sonriente, enamoraba por su buen hacer interpretativo y una dulzura de mujer joven sin problemas ni demasiadas ambiciones.
Ahora, asentada en su oficio, segura de sí misma, con la madurez de una mujer de cincuenta años que sabe qué quiere y adónde va, Emily Watson sorprende en el papel de una ministro de Su Majestad la Reina de Inglaterra.
Es una película dura, dureza que acentúa el colorido desagradable de sus encuadres, en la que ella mantiene un difícil equilibrio entre el personaje de esposa y madre pero, sobre todo, animal político, que se enfrenta inevitablemente a su esposo, también metido en ese mismo mundo (ha sido secretario de Estado en alguna ocasión) y que querría dirigir su carrera. Y a veces lo consigue.
Entre las paredes de un adosado de las afueras de Londres –nunca se ve alrededor suyo ni un solo guardaespaldas, nada que denote su cargo—se desarrolla todas las noches el drama entre el poder y el cariño, que poco o mucho se tienen la señora ministro y el marido agriado por el fracaso. Y que querría verla triunfar para desquitarse de sus amarguras.
La tensión se masca en cada plano con una interpretación fuera de serie de Emily Watson.
La película serpentea por los pasillos del poder, con una indecible perversidad en la que ella acepta jugar porque, aparentemente, quiere conservar tanto su posición política como su espacio de mujer en la casa de las afueras cuando regresa del despacho.
Talento y finura en cada episodio. Y en esta atmósfera por momentos irrespirable, donde el desconcierto de las situaciones llega hasta el espectador (dirige Simon Cellan Jones), surge la pasión carnal con la misma delicadeza con que están tratadas todas las situaciones de esta miniserie.
Al borde del llanto, a dos dedos del precipicio de la ruptura, la ministro se mete en la cama, donde la espera un marido atormentado y sin quitarse siquiera la combinación, que de pronto parece fuera de foco del tiempo, se le monta encima, le pone las manos en sus pechos y se inmola en un grito que por un rato les unirá y les mantendrá lejos del veneno de la política.
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Lástima perruna de que en estos años dos mil las mujeres de cine, las que siempre nos enseñaron el camino recto hacia la imaginación de un final feliz para nuestras vidas, no marquen tendencia, como dicen los entendidos. Hay tres o cuatro, corramos un tupido velo, pero ninguna, o quizá una o dos, que te emocionen la vida cuando todavía estás esperando que el cine te conduzca a buen puerto en cosas tan serias como las del amor.
¿Dónde podemos encontrar a estas alturas, cuando triunfa la violencia irreversible, una mujer que te mire en los ojos y te diga por ejemplo: "¡Qué manía tienen estos franceses de fusilar la gente al amanecer!". No lo dijo Greta Garbo o una Carol Lombard cualquiera, ni siquiera Marilyn Monroe en "Con faldas y a lo loco / Una eva y dos adanes / Some Like It Hot".
La autora de esa joyita de frase fue una señora que se llamaba Margaretha Zelle, aunque cualquiera la conoce tal vez por Mata Hari. Le hubiese gustado ser actriz pero solo llegó a ser una espía cotizada por su talento, aunque otros, hombres, claro, decían que no tenía ninguno para espiar. A su carrera puso punto final un pelotón de ejecución en París el 15 de octubre de 1917.
Entre dos robos de documentos que ella creía secretos en favor de los alemanes durante la I Guerra Mundial (1914-1918), la muchacha se dedicaba a ejecutar espectáculos exóticos que eran muy apreciados, sobre todo por el público masculino.
Cuando estaba destacando como bailarina y muchas cosas más por su particular belleza, resulta que la cogieron con las manos en la masa o mejor en los documentos ultra confidenciales, probablemente menos, que los militares guardaban con celo, que para eso estaban, aunque el fiscal del caso afirmó desdeñosamente que fue víctima de la razón de Estado porque, en realidad, se le acusaba solo de minucias.
Pero era un momento en que el público pedía sangre para vengarse de los horrores que ocurrían en los campos de batalla, y Mata Hari no pudo seguir con su carrera, que no hubiese sido nada extraño que terminase en el cine, para el que entonces se buscaban personalidades extremosas.
Y un amanecer, en Vincennes, allí donde las ejecuciones eran de tradición, doce balas, más o menos, le partieron el alma de una forma muy cinematográfica. La carrera artística de Mata Hari había acabado y nunca sería actriz de ningún cine y eso que sin duda tenía la cabeza llena de películas.
En estos años difíciles que vivimos con el 2017 viento en popa y a toda vela, surge de pronto una actriz en lo que parece un papel equivocado. Emily Watson no tiene las ancas de esa estrellita de Hollywood a la que por lo visto sus admiradores le robaban fotos de su intimidad. Tampoco posee el palmito de aquella otro, también domiciliada en California, que se toma por Jackie Kennedy, la elegante viuda del asesinado presidente John F. Kennedy que luego se convirtió en la esposa de uno de los hombres más ricos del mundo, el armador griego Aristóteles Onassis, quien probablemente hizo realidad parte de sus sueños de las mil y una noches que no había podido realizar entre las paredes de la Casa Blanca.
Emily Watson no oculta sus cincuenta años en un cuerpo que visto por la cámara parece menos espectacular. Probablemente no es la mujer que hace que el cartero llame dos veces pero posee la marca de actriz de clase.
La otra noche me la tropecé en un telefilm británico de recia factura, "The politician’s Husband", con otro actor inglés de rigidez inquietante, David Tennant.
En la película fetiche del danés Lars Von Trier, "Breaking the waves" (1966), Emily Watson fue la revelación, esa intérprete que de vez en cuando, sin hacer demasiado ruido, se encuentra el espectador en un rincón de una película difícil.
Ya allí, joven y sonriente, enamoraba por su buen hacer interpretativo y una dulzura de mujer joven sin problemas ni demasiadas ambiciones.
Ahora, asentada en su oficio, segura de sí misma, con la madurez de una mujer de cincuenta años que sabe qué quiere y adónde va, Emily Watson sorprende en el papel de una ministro de Su Majestad la Reina de Inglaterra.
Es una película dura, dureza que acentúa el colorido desagradable de sus encuadres, en la que ella mantiene un difícil equilibrio entre el personaje de esposa y madre pero, sobre todo, animal político, que se enfrenta inevitablemente a su esposo, también metido en ese mismo mundo (ha sido secretario de Estado en alguna ocasión) y que querría dirigir su carrera. Y a veces lo consigue.
Entre las paredes de un adosado de las afueras de Londres –nunca se ve alrededor suyo ni un solo guardaespaldas, nada que denote su cargo—se desarrolla todas las noches el drama entre el poder y el cariño, que poco o mucho se tienen la señora ministro y el marido agriado por el fracaso. Y que querría verla triunfar para desquitarse de sus amarguras.
La tensión se masca en cada plano con una interpretación fuera de serie de Emily Watson.
La película serpentea por los pasillos del poder, con una indecible perversidad en la que ella acepta jugar porque, aparentemente, quiere conservar tanto su posición política como su espacio de mujer en la casa de las afueras cuando regresa del despacho.
Talento y finura en cada episodio. Y en esta atmósfera por momentos irrespirable, donde el desconcierto de las situaciones llega hasta el espectador (dirige Simon Cellan Jones), surge la pasión carnal con la misma delicadeza con que están tratadas todas las situaciones de esta miniserie.
Al borde del llanto, a dos dedos del precipicio de la ruptura, la ministro se mete en la cama, donde la espera un marido atormentado y sin quitarse siquiera la combinación, que de pronto parece fuera de foco del tiempo, se le monta encima, le pone las manos en sus pechos y se inmola en un grito que por un rato les unirá y les mantendrá lejos del veneno de la política.
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