Colaboración: El último vals

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Vals de Disney
Por Sergio Berrocal    

Cuando la Orquesta Filarmónica de Viena ejecutaba alegres valses en el tradicional concierto de Año Nuevo, en Estambul ya habían sonado ritmos más endiablados de música moderna y eléctrica en la discoteca frecuentada por la alta burguesía turca. Ritmos acompañados, callados, por disparos y más disparos y la policía empezó a contar muertos.

El año 2017 se anuncia con esquelas mortuorias, treinta cuarenta, los que sean, muertos muchos. La mayoría jóvenes y todos inocentes.

Dulzura de los valses de Viena, la Austria de la princesa Sissi, Romy Snhneider, mon amour, con los que todo el mundo ha bailado alguna vez, salvo quizá los cenagosos hijos de ninguna madre y fieles de ningún dios que no se encuentran a gusto más que en las tragedias en las que se revuelcan como cerdos en los barrizales de sus propia mierda.

En un diario del fin de semana, horas antes de las doce campanadas del fin de año, horas antes de la masacre y de los vals, un triunfal Donald Trump parecía muy satisfecho de sí mismo, mientras abrazaba con una gran sonrisa, sonrisa de ganador, la bandera norteamericana.

La película de 2017 ya se está rodando. Los dos grandes directores de este larguísimo metraje que se anuncian son Vladimir Putin, el ruso, y Donald Trump, que, por el momento, parecen dispuestos a que nadie les toquen las narices.

Lo que parece más evidente es que los dos bloques, Este y Oeste, que gobernaban el mundo antes de la caída de la Unión Soviética, podrían volver a la actualidad.

Cuando todo esto ocurrió, tú estabas celebrando las doce campanadas en un gran hotel, aseptizado y neutro, donde puñados de británicos, que no parecen haberse enterado de que han perdido la nacionalidad europea y que se agarran como lapas a los países donde el sol ha sido durante años muchos su razón de patalear para vivir la vejez.

En el salón del hotel frente a la playa desde la que se ve el norte de África, los británicos continúan su zarabanda, dignos herederos de aquellas películas de caballos y caballeros que cuentan las conquistas y las derrotas del orgulloso ejército de Su Majestad la Reina con sus túnicas rojas y sus plumas blancas.

Pero tú ya haces los últimos preparativos para no sabes qué expedición, pero lejos, quizá en Australia, cuando el reloj de la iglesia del pueblo le diga a Cenicienta que es hora de recoger los bártulos, de irse a casa y esperar. Que todos esperamos al Príncipe o a la Princesa. Y casi nunca aparecen. Te dejan tirado como la Nana de Emile Zola dejaba a los aristócratas de París cuando se les acababa el dinero para sus múltiples y millonarios caprichos. Para eso, por eso, era la más bella, la más audaz, la que mejor entendía al macho entre las sábanas blancas que su criada de confianza cambiaba rápidamente mientras esperaba al próximo visitante. Tal vez le trajese bastantes luises de oro para comprar esa cómoda que había visto en el Faubourg St. Honoré.

Otra película más, la de esa Nana que antes de que entrara el siglo XX, ¿sería tan prometedor como el 2017?, volvía locos a los más ricos de París.

Pero el negocio de la vida es que la gente se divierta, que se lo pase suficientemente bien como para que los banqueros no tengan la idea de arrojarse por las ventanas de sus oficinas en altos edificio de la opulencia norteamericana, cuando el krach financiero de 1928 puso el mundo boca abajo. Y nadie lloró por ellos. Probablemente a Nana si se le hubiesen saltado algunas lagrimitas pero era antes de que ella los conociera.

Ya nadie salta por las ventanas en caso de krach porque los constructores se han asegurados de que ni los bomberos de Los Angeles puedan abrirlas.

Cuando nuestra Cenicienta ha disfrutado de su sueño inducido por el opio que le ha proporcionado su madrasta y despierta se da cuenta de que los del Príncipe Azul es un cuento de Walt Disney. Y se precipita por una ventana que, por los tiempos, todavía no estaba blindada.

Cuentos chinos de Bollywood porque Hollywood no pensaba más que en meternos por los ojos guerreros monstruosos y vampiresas sin alma que no habían oído hablar nunca de Greta Garbo y menos aún de Ingrid Bergman.

Pero es que ni saben las pobrecitas que hubo una actriz noruega llamada Liv Ullmann que toda su vida pasó por sueca, como el hombre que la encumbró con el cine más inteligente, del que ya no hay ni cenizas, Ingmar Bergman.

Tenía tanta personalidad Liv Ullman que fatalmente quedabas prendido aunque solo fuese por sus mofletes que acompañaban a unos ojos risueños y seductores, lejos de los ideales que imponían las modas.

La bella noruega llegó a tener la portada de Time, cuando no era tan fácil como ahora que te dejasen presidir uno de los semanarios que tuvo su tiempo de prestigio.

Y cuando te arrastraba a las profundidades de “Gritos y susurros” hubieras dado la vida por ella.

Ingmar Bergman era el cineasta intelectual retorcido y hermético muchas veces que pensaba por nosotros. Luego empezamos a pensar solos, aunque la fama de enseñar del sueco era difícil de aceptar para nuestros cerebritos ya corrompidos por el cine facilón de Hollywood.

A los que todavía les ha quedado Bergman en la cabeza se les ha puesto cara de Liam Nesson que es la alegría de la huerta.

Se siguen contando muertos en Estambul, se busca a los hijos de ninguna parte. En Viena, los vals vuelven a los armarios. Hasta el año que viene, compañero. En Washington, correrías en la Casa Blanca para que Donald Trump lo encuentre todo a su gusto. Aunque dicen que piensa limpiar a fondo.

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