Colaboración: Las princesas muertas no rompen corazones
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
La ignominia no tiene fronteras periodísticas. Se pintarrajean las primeras planas de cierta prensa, de la de papel y de la otra, con las desgracias de los demás. Alepo ha sido una buena presa y Siria seguirá dando suntuosas fotos y textos emborrachados, preñados de sangre de niños o de parturientas. La desgracia vende, es un cuento sabido por más de un plumífero. Porque la felicidad tiene las patas muy corta y solo provoca envidia. Mientras la muerte, cuanto más dramática mejor, causa una cierta sensación de justicia en los parias, en todos nosotros, que podemos comprobar que los ricos también lloran. Y hasta mueren.
Insinuar, casi afirmar, que la maravillosa actriz norteamericana Debbie Reynolds, que tan feliz nos hizo con películas como “Cantando bajo la lluvia”, el largometraje de todas las felicidades, la que no puede faltar en el corazoncito de quien le guste el cine, se ha podido morir de pena a raíz del fallecimiento de su hija, Carrie Fisher, otra actriz super famosa por haber encarnado a la Princesa Leia Organa en “Stars Wars”, es cosa de alimañas.
Naturalmente, estos sesudos comentaristas agregan -ya saben aquello de tirar la piedra y esconder la mano-, que científicamente es imposible que se te rompa el corazón, que te vayas al otro mundo por el sofocón de saber muerta a la persona que tú más has querido.
Por supuesto que eso es una exageración de gacetilleros acuciados por el titular para vender, dicen los más serios; pues sí, algunos lo son. Científicamente, remachan, un corazón no se rompe y por lo tanto, patalean para que vean lo serio que son, no hay corazón que pueda romperse por muy fuerte que sea la impresión.
Pero el simple hecho de insinuar, de recordar que la pobre Debbie Reynolds siguió en la tumba a su hija basta para que el morbo se extienda por todos los informativos y la gente empatice, aunque no le sepa a mucho porque podía haber sido más dramático. Qué poca imaginación le echan esos periodistas, se quejará más de un vecino de televisor adulterado.
Pero ahí están los llamados periodistas del corazón, de partío nada, ni siquiera con Jorge Sanz, ya lo saben las alimañas que corren por todos los patios televisivos, páginas de corazonadas y otros sucesos.
Y como no era suficiente con que el mito estuviese de cuerpo presente sacan sus sucios hocicos del basurero en el que viven el resto del año para insinuar que, aunque científicamente es imposible que se te rompa el corazón, se puede morir de pena.
Pero es mentira, por mucho que Blaise Pascal afirmase desde su fama de filósofo que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.
Hace un montón de años, quizá cuarenta, conocí a otra princesa, tan bonita como la de “Stars Wars”, que un buen día se mató. Su coche se estrelló contra una pared al atravesar un pueblo rumbo a una playa de Normandía, allá por Francia.
Dijeron los investigadores, tras sesudas pesquisas, que había muerto en el tropezón porque aquel día la suerte no le acompañaba. “Cosas de la vida”, resumió uno de los gendarmes con cierta fatalidad.
Un cardiólogo afirmó que mi corazón estaba entero, que por mucho que berreara no se me iba a romper y el psiquiatra de turno, porque en estos casos siempre te llevan a un loquero para que pueda decir cuatro cositas por un puñado de francos, concluyó el hombre que si realmente yo creía en Dios, que me arreglara con Él porque la psiquiatría no podía nada por mí.
Han pasado un pilón de años y la Princesa sigue muerta, como todas las princesas muertas que nunca resucitarán por mucho que Walt Disney nos convenciera una tarde de colorines en la pantalla que a veces un beso milagroso, un milagro, devolvía la vida a la joven muerta.
El inocente Disney ignoraba probablemente, a menos que le hiciera mengues a la realidad, que los milagros ya no tienen curso, a menos desde que Jesús, el revolucionario llegado de no se sabe dónde, quedó clavado en una cruz para que se fundara la religión más importante del mundo.
Tengo 77 años y mi corazón sigue latiendo como cuando ocurrió el accidente. Y ni siquiera han tenido que ponerme un marcapasos.
Qué injusta es la vida con las alimañas que a veces van incluso a una facultad pomposamente designada como enseñante de ciencias de la información.
Y sigamos cantando con Jorge Sanz hasta que se acabe el ciclo.
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La ignominia no tiene fronteras periodísticas. Se pintarrajean las primeras planas de cierta prensa, de la de papel y de la otra, con las desgracias de los demás. Alepo ha sido una buena presa y Siria seguirá dando suntuosas fotos y textos emborrachados, preñados de sangre de niños o de parturientas. La desgracia vende, es un cuento sabido por más de un plumífero. Porque la felicidad tiene las patas muy corta y solo provoca envidia. Mientras la muerte, cuanto más dramática mejor, causa una cierta sensación de justicia en los parias, en todos nosotros, que podemos comprobar que los ricos también lloran. Y hasta mueren.
Insinuar, casi afirmar, que la maravillosa actriz norteamericana Debbie Reynolds, que tan feliz nos hizo con películas como “Cantando bajo la lluvia”, el largometraje de todas las felicidades, la que no puede faltar en el corazoncito de quien le guste el cine, se ha podido morir de pena a raíz del fallecimiento de su hija, Carrie Fisher, otra actriz super famosa por haber encarnado a la Princesa Leia Organa en “Stars Wars”, es cosa de alimañas.
Naturalmente, estos sesudos comentaristas agregan -ya saben aquello de tirar la piedra y esconder la mano-, que científicamente es imposible que se te rompa el corazón, que te vayas al otro mundo por el sofocón de saber muerta a la persona que tú más has querido.
Por supuesto que eso es una exageración de gacetilleros acuciados por el titular para vender, dicen los más serios; pues sí, algunos lo son. Científicamente, remachan, un corazón no se rompe y por lo tanto, patalean para que vean lo serio que son, no hay corazón que pueda romperse por muy fuerte que sea la impresión.
Pero el simple hecho de insinuar, de recordar que la pobre Debbie Reynolds siguió en la tumba a su hija basta para que el morbo se extienda por todos los informativos y la gente empatice, aunque no le sepa a mucho porque podía haber sido más dramático. Qué poca imaginación le echan esos periodistas, se quejará más de un vecino de televisor adulterado.
Pero ahí están los llamados periodistas del corazón, de partío nada, ni siquiera con Jorge Sanz, ya lo saben las alimañas que corren por todos los patios televisivos, páginas de corazonadas y otros sucesos.
Y como no era suficiente con que el mito estuviese de cuerpo presente sacan sus sucios hocicos del basurero en el que viven el resto del año para insinuar que, aunque científicamente es imposible que se te rompa el corazón, se puede morir de pena.
Pero es mentira, por mucho que Blaise Pascal afirmase desde su fama de filósofo que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.
Hace un montón de años, quizá cuarenta, conocí a otra princesa, tan bonita como la de “Stars Wars”, que un buen día se mató. Su coche se estrelló contra una pared al atravesar un pueblo rumbo a una playa de Normandía, allá por Francia.
Dijeron los investigadores, tras sesudas pesquisas, que había muerto en el tropezón porque aquel día la suerte no le acompañaba. “Cosas de la vida”, resumió uno de los gendarmes con cierta fatalidad.
Un cardiólogo afirmó que mi corazón estaba entero, que por mucho que berreara no se me iba a romper y el psiquiatra de turno, porque en estos casos siempre te llevan a un loquero para que pueda decir cuatro cositas por un puñado de francos, concluyó el hombre que si realmente yo creía en Dios, que me arreglara con Él porque la psiquiatría no podía nada por mí.
Han pasado un pilón de años y la Princesa sigue muerta, como todas las princesas muertas que nunca resucitarán por mucho que Walt Disney nos convenciera una tarde de colorines en la pantalla que a veces un beso milagroso, un milagro, devolvía la vida a la joven muerta.
El inocente Disney ignoraba probablemente, a menos que le hiciera mengues a la realidad, que los milagros ya no tienen curso, a menos desde que Jesús, el revolucionario llegado de no se sabe dónde, quedó clavado en una cruz para que se fundara la religión más importante del mundo.
Tengo 77 años y mi corazón sigue latiendo como cuando ocurrió el accidente. Y ni siquiera han tenido que ponerme un marcapasos.
Qué injusta es la vida con las alimañas que a veces van incluso a una facultad pomposamente designada como enseñante de ciencias de la información.
Y sigamos cantando con Jorge Sanz hasta que se acabe el ciclo.
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