Colaboración: Trump Cola, por favor
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
He aprovechado una enajenante cena navideña de confusión de colores y sabores para atracar a un joven camarero y pedirle que me sirviera una Trump Cola light, por favor. El mozo ni parpadeó: "Lo siento, no tenemos más que Pepsi" en un alarde de olvido de la historia más reciente que ha llegado hasta estos últimos bastiones cristianos del sur de Europa.
No tuve agallas fiesteras para referir al infante de la vida la respuesta que en circunstancias de provocación similar, un mediodía bochornoso de La Habana, cuando Estados Unidos seguía siendo el enemigo de todas las libertades cubanas, me brindó una camarera cubana cuando solicité una Coca-Cola.
"Caballero, aquí no servimos más que Tropicola", me espetó la mujer acostumbrada a otras luchas dialécticas más interesantes. Y me procuró la alegría que siempre me da saber que existe todavía gente dispuesta a defender su fuerte del Álamo particular.
Pero me temo que el camarero andaluz al que le pedí la Trump Cola, con el mismo tono amable con el que hace cuarenta años solicité aquella otra bebida a dos pasos del Malecón, exactamente en la cafetería del Hotel Capri, no haya entendido que ni bromeaba ni quería ser ocurrente sino que probaba la resistencia a la imbecilidad.
Demasiado joven para amar y demasiado joven para odiar desde que la setentona Hillary Clinton olvidó ganar las elecciones presidenciales en Estados Unidos y abrió la puerta de la Casa Blanca al republicano Donald Trump.
La historia y la vanidad son lo que son. Se me ocurre que no es tan descabellado que alguien pueda pedir, exigir a los poderosos fabricantes de cola norteamericanos, a los más republicanos, claro, que lancen al mercado una edición conmemorativa de Trump Cola, bebida nacional.
No, oigan, de descabellado nada, menos de lo que ustedes puedan creerse.
Cuando el camarada Vladimir Putin accedió al trono de los Romanof en el Kremlin, allá por Moscú, Rusia, antiguamente Unión Soviética, unos fabricantes rusos tuvieron la idea de lanzar al mercado una bebida llamada Putinka Clasic, vodka que se anuncia como fuerte de una quinta destilación.
Hay que entenderlo, a los soviéticos les encanta el vodka, es su bebida nacional, y de cola nada, y asociar el nombre del entonces héroe nacional, que sigue imponiendo al mundo decisiones sorprendentes como la de felicitar al dictador sirio Assad por su "liberación" de Alepo, da escalofrío pero explica muchas cosas.
Y si en la guerra de Siria y en otras cosas seguimos con el desmadre ideológico y moral que conocemos ahora, no se extrañen de que algún avispado comerciante, que no tiene que ser necesariamente comunista ni haber tenido un tío en la venerable KGb, esa institución represiva que ayer como hoy sigue aterrorizando a todos los que no están de acuerdo con el nuevo Zar de todas las Rusias, se aproveche de la ocasión.
Y que cuando menos te lo esperes, una noche de cócteles y alcohol en sangre para olvidar penas pasadas, presentes y venideras, en lugar del clásico mojito o del no menos refinado Cubalibre, te inviten a probar un Putinka, seis partes de este tan especial vodka aderezado para que pase mejor por el gaznate con un Trump Cola fresquito y nada light.
Todo es posible en el reino de los ciegos en el que se ha convertido nuestro entorno desde que Donald Trump, hasta entonces conocido por sus construcciones faraónicas y alguna que otra aparición en la televisión como extraño actor de no sé qué complemento ni de que tendencia, desde luego no salió del Actor’s Studio, adelanta ya decisiones trascendentales vía correo electrónico en espera de llegar a la Casa Blanca y dirigirse al mundo en directo por televisión.
Sigamos soñando atrocidades y tampoco podríamos dar pruebas de descabellamiento cerebral agudo visualizando a los dos Jefes de Estado, el de Rusia y el de Estados Unidos, abrazarse a la rusa en Moscú o en Washington e inaugurando una nueva era de pánico nuclear, quizá con música de Guerra fría a lo Cole Porter pasada de temperatura, brindando con ese mejunje que acabamos de inventar, tres partes de Putinka, un chorreón de Trump Cola, hielo del Báltico, unas ramitas de yerbabuena cogida en los alrededores de Alepo y pa dentro, compañero camarada.
Salud, tovarich. Salud, camarada. Todo sea por la camaradería que hace solo unos meses nadie podía haber imaginado. Ah, y para servir estas libraciones y otros brindis, escogidos meseros mexicanos con Green Card, nada de espaldas mojadas, por favor, que ya eso no se consiente.
Ya sé, que a ustedes les parecerá que esta historia es absurda y poco realista. Pues, atiendan a la que voy a contarles a continuación.
Hace un par de semanas, un electricista, hombre de buenos modales y excelente apariencia, llegó a mi casa para reparar un enchufe. Sí, un aparatito que pese a su fragilidad aparente se negaba a seguir funcionando. Le apliqué la técnica de la paciencia, siguiendo los mandatos de un libro titulado "No se complique usted la vida por un enchufe". Luego pasé a la acción por sorpresa, es decir que cuando menos se lo esperaba el enchufe yo lo accionaba. Pero el maldito resistía. Desesperado recordé la violencia que en algunos casos pronosticaba un profesor de psiquiatría que estuvo curando a locos en Nueva York. Nada. El enchufe seguía sordo.
El profesional electricista tardó tres minutos en solucionar el problema, y sin tener que recurrir a ningún libro de autoayuda.
Agradecido por ver de nuevo la luz, por poder comandar la luz, le pregunté cuánto le debía.
El hombre me contestó:
- Un libro.
Quedé más desconcertado que lo había estado con el maldito enchufe. Al ver mi perplejidad, agregó:
-¿Usted no escribe libros? Pues el precio es un libro.
Con el agradecimiento chorreándome, le entregué mi último libro, el record de ventas: seis ejemplares vendidos entre Amazon y la buena voluntad.
Comprenderán, que la anécdota del vodka de Putin y de la cola de Trump es pecata minuta al lado de esta impresionante prueba de humanidad culta que me dio mi amigo el técnico.
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He aprovechado una enajenante cena navideña de confusión de colores y sabores para atracar a un joven camarero y pedirle que me sirviera una Trump Cola light, por favor. El mozo ni parpadeó: "Lo siento, no tenemos más que Pepsi" en un alarde de olvido de la historia más reciente que ha llegado hasta estos últimos bastiones cristianos del sur de Europa.
No tuve agallas fiesteras para referir al infante de la vida la respuesta que en circunstancias de provocación similar, un mediodía bochornoso de La Habana, cuando Estados Unidos seguía siendo el enemigo de todas las libertades cubanas, me brindó una camarera cubana cuando solicité una Coca-Cola.
"Caballero, aquí no servimos más que Tropicola", me espetó la mujer acostumbrada a otras luchas dialécticas más interesantes. Y me procuró la alegría que siempre me da saber que existe todavía gente dispuesta a defender su fuerte del Álamo particular.
Pero me temo que el camarero andaluz al que le pedí la Trump Cola, con el mismo tono amable con el que hace cuarenta años solicité aquella otra bebida a dos pasos del Malecón, exactamente en la cafetería del Hotel Capri, no haya entendido que ni bromeaba ni quería ser ocurrente sino que probaba la resistencia a la imbecilidad.
Demasiado joven para amar y demasiado joven para odiar desde que la setentona Hillary Clinton olvidó ganar las elecciones presidenciales en Estados Unidos y abrió la puerta de la Casa Blanca al republicano Donald Trump.
La historia y la vanidad son lo que son. Se me ocurre que no es tan descabellado que alguien pueda pedir, exigir a los poderosos fabricantes de cola norteamericanos, a los más republicanos, claro, que lancen al mercado una edición conmemorativa de Trump Cola, bebida nacional.
No, oigan, de descabellado nada, menos de lo que ustedes puedan creerse.
Cuando el camarada Vladimir Putin accedió al trono de los Romanof en el Kremlin, allá por Moscú, Rusia, antiguamente Unión Soviética, unos fabricantes rusos tuvieron la idea de lanzar al mercado una bebida llamada Putinka Clasic, vodka que se anuncia como fuerte de una quinta destilación.
Hay que entenderlo, a los soviéticos les encanta el vodka, es su bebida nacional, y de cola nada, y asociar el nombre del entonces héroe nacional, que sigue imponiendo al mundo decisiones sorprendentes como la de felicitar al dictador sirio Assad por su "liberación" de Alepo, da escalofrío pero explica muchas cosas.
Y si en la guerra de Siria y en otras cosas seguimos con el desmadre ideológico y moral que conocemos ahora, no se extrañen de que algún avispado comerciante, que no tiene que ser necesariamente comunista ni haber tenido un tío en la venerable KGb, esa institución represiva que ayer como hoy sigue aterrorizando a todos los que no están de acuerdo con el nuevo Zar de todas las Rusias, se aproveche de la ocasión.
Y que cuando menos te lo esperes, una noche de cócteles y alcohol en sangre para olvidar penas pasadas, presentes y venideras, en lugar del clásico mojito o del no menos refinado Cubalibre, te inviten a probar un Putinka, seis partes de este tan especial vodka aderezado para que pase mejor por el gaznate con un Trump Cola fresquito y nada light.
Todo es posible en el reino de los ciegos en el que se ha convertido nuestro entorno desde que Donald Trump, hasta entonces conocido por sus construcciones faraónicas y alguna que otra aparición en la televisión como extraño actor de no sé qué complemento ni de que tendencia, desde luego no salió del Actor’s Studio, adelanta ya decisiones trascendentales vía correo electrónico en espera de llegar a la Casa Blanca y dirigirse al mundo en directo por televisión.
Sigamos soñando atrocidades y tampoco podríamos dar pruebas de descabellamiento cerebral agudo visualizando a los dos Jefes de Estado, el de Rusia y el de Estados Unidos, abrazarse a la rusa en Moscú o en Washington e inaugurando una nueva era de pánico nuclear, quizá con música de Guerra fría a lo Cole Porter pasada de temperatura, brindando con ese mejunje que acabamos de inventar, tres partes de Putinka, un chorreón de Trump Cola, hielo del Báltico, unas ramitas de yerbabuena cogida en los alrededores de Alepo y pa dentro, compañero camarada.
Salud, tovarich. Salud, camarada. Todo sea por la camaradería que hace solo unos meses nadie podía haber imaginado. Ah, y para servir estas libraciones y otros brindis, escogidos meseros mexicanos con Green Card, nada de espaldas mojadas, por favor, que ya eso no se consiente.
Ya sé, que a ustedes les parecerá que esta historia es absurda y poco realista. Pues, atiendan a la que voy a contarles a continuación.
Hace un par de semanas, un electricista, hombre de buenos modales y excelente apariencia, llegó a mi casa para reparar un enchufe. Sí, un aparatito que pese a su fragilidad aparente se negaba a seguir funcionando. Le apliqué la técnica de la paciencia, siguiendo los mandatos de un libro titulado "No se complique usted la vida por un enchufe". Luego pasé a la acción por sorpresa, es decir que cuando menos se lo esperaba el enchufe yo lo accionaba. Pero el maldito resistía. Desesperado recordé la violencia que en algunos casos pronosticaba un profesor de psiquiatría que estuvo curando a locos en Nueva York. Nada. El enchufe seguía sordo.
El profesional electricista tardó tres minutos en solucionar el problema, y sin tener que recurrir a ningún libro de autoayuda.
Agradecido por ver de nuevo la luz, por poder comandar la luz, le pregunté cuánto le debía.
El hombre me contestó:
- Un libro.
Quedé más desconcertado que lo había estado con el maldito enchufe. Al ver mi perplejidad, agregó:
-¿Usted no escribe libros? Pues el precio es un libro.
Con el agradecimiento chorreándome, le entregué mi último libro, el record de ventas: seis ejemplares vendidos entre Amazon y la buena voluntad.
Comprenderán, que la anécdota del vodka de Putin y de la cola de Trump es pecata minuta al lado de esta impresionante prueba de humanidad culta que me dio mi amigo el técnico.
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