Colaboración: Siempre nos quedará Zurich

por © NOTICINE.com
Los Campos Elíseos de París
Por Sergio Berrocal    

Hace ya trece años, once meses y un sinfín de días que no se juntan en semanas o quincenas, que tenía la sensación de estar raro. Iba y venía y a hora fija se ponía delante del teclado de su ordenador con el que componía letras, palabras, frases y así hasta pequeñas o largas historias que luego mandaba leer a través del mundo al que él ya no pertenecía.

Todo ese tiempo, se enteró una mañana sin amanecer y bordada por una lluvia fina y fastidiosa, había estaba muerto. Nadie le había dicho nada. Ni siquiera el médico en las visitas regulares con pinchazos en las venas viejas que no se dejaban pillar. Solía sonreír el ocupado hombre e invariablemente soltaba un “Bien, bien” que alguna vez le pareció a “Réquiem, réquiem”.

Pero seguro que era cosa de la imaginación. Porque todo seguía igual desde que llegara desde otro exilio personal, querido, buscado, y se instalara junto al mar, en lo más profundo del sur de Europa donde con unas buenas brazadas a lo Tarzán sin Chita podría haber alcanzado la costa primeriza de África. Pero daba pereza. Y en realidad si alguien hacía ese trayecto eran africanos que querían llegar a la playa, probablemente creyéndose Robinsones Crusoe.

Era gente rara, juzgaban los que estaban a esta parte del mar. Besaban la tierra de la playa, no siempre tan limpia y sonreían mientras una autoridad se los llevaba para un incierto futuro de vuelta a casa con el que no habían contado.

Cuando se percató de que estaba muerto fue una media tarde en la que se paseaba por la playa observando cómo cientos de turistas –le recordaban a las focas de los documentales— se revolcaban exponiéndose constantemente al sol. Un cuidador, en realidad dijo que era camarero, les traía de vez en cuando largas bebidas y algo de comer. Ellos agradecían con la boca cerrada y algo de desconfianza y seguían almacenando sol, que el invierno eterno allá en el norte más norte de la norteña Europa es mortalmente largo. Tanto que algunos no aguantan y se suicidan.

El, al que los cuidadores-camareros veían pasar con un saludo extraño, seguía pensando aunque nadie le decía que a estas alturas tenía que seguir haciéndolo. Pensó en la vecina África y se dijo que todo el mundo quería ir allí desde que Ernesto Hemingway escribió que existía un lugar llamado Kilimandjaro.

Era la venganza del Conde de Montecristo pasando por el largo paseo del simpático Ulises. Él siempre había tenido sus dudas sobre la fidelidad de la tal Penélope, aunque el navegante se las traía, que si las brujas, que si las sirenas. Menudo gandul.

Había leído, porque hablar era más difícil, la gente parecía comunicarse con los extraños ruidos que producían sus gargantas al beber largamente, almacenando para el largo invierno, ya saben. Las mujeres, indígenas y foráneas, pasaban indiferentes, ajustadas en trajes de vinilo de diferentes colores que dejaba ver toda la humanidad que llevaban encima. Pero los adoradores del sol no reaccionaban. Las miraban con ojos de vidrio o de plástico y los cuidadores-camareros sonreían. Recordó que aquella forma de sonreír se había llamado en otros tiempos lascivia. Seguramente.

Del aeropuerto, donde no se oía una voz –recuerden que los más de cuarenta años estaban todos muertos y que a aquel pueblo le llamaban la capital de los viejos—salían a diario vuelos que llevaban a los futuros, a los niños, hacia París. Entonces se enteró con gran sorpresa que ni siquiera visitaban la Torre Eiffel y menos se paseaban por los Campos Elíseos o los Bulevares de los que él tanto había gozado en otros tiempos.

Nada más llegar embarcaban en un tren-metro que les trasladaba a un sitio llamado Eurodisney. Allí sí que se oían ruidos porque había niños. Y entonces se enteró con cierta desconfianza de que en 2009 a aquel lugar de fantasía, eso decían, habían ido casi quince millones y medio de criaturas. En el mismo período, la Torre Eiffel había sido pisada por poco más de seis millones y medio de personas o como quiera que se les llamara.

La víctima presentaba heridas incompatibles con la vida, fue lo que dijo un sanitario cuando acudieron a atender a uno de aquellos engullidores de sol que hacía sus reservas para el invierno, ya saben, el largo invierno, el infinito invierno del norte.

Una noche, después de que el sol fuese a iluminar otras regiones del mundo, apareció en un chiringuito, especie de bar playero donde miles de adoradores del sol masticaban en silencio y en silencio copulaban luego en el hotel de enfrente porque, decían los cuidadores-camareros, allá en el norte les exigían un cupo de fertilidad activa si querían seguir recibiendo el permiso de engullir sol un mes por año a precio módico y asequible.

Sí, creo que ya era de noche cuando se sentó a una mesa con un montón de gente que rompían con griteríos a los que estábamos desacostumbrados, un político francés que acababa de perder unas elecciones. Uno de sus acompañantes, del género femenino pero que parecía viva e incluso dejaba escapar sonrisas hacia los cuidadores-camareros, los únicos que tenían derecho a este trato y a un pase para el hotel de enfrente con compañía femenina –dijeron que era cosa de reemplazar la no productividad de algunos de los turistas--, aquel hombre contó que el candidato perdedor estaba muy contento, exultante, incluso se atrevió a explicar.

“Es que resulta –dijo el hombre— perder es también un soberano placer. Porque te quita para siempre o para un rato el temor a perder. Ta no tienes nada más que perder.

El maldito mentía porque se pierde mil veces y cuando acabas de perder otro rato te espera la sorpresa de que la racha no se ha acabado.

El, el que no tomaba el sol porque no era lo suyo y que había llegado hasta este varadero humano por fatalidad –una conexión absurda de un avión Iliuchin de la antigua Unión soviética, al que se le rompió el tren de aterrizaje por mor de la nieve que había caído en la pista aquel día mientras los termómetros marcaban 42 grados centígrados, era periodista. Y lo proclamaba cada vez que podía, aunque raramente alguien le escuchara.

Había que resignarse porque sin resignación las cosas podían ser peores.

Dejó de existir, contó una noche a una de las damas rubias y sonrientes que acompañaban al candidato perdedor francés, cuando cerraron las fronteras de París, La Habana y Río de Janeiro.

La mujer no se lo creía. Qué barbarité! Exclamaba mientras le pedía a un cuidador-camarero la llave de la habitación 341. Una vez que el periodista, que así le gustaba que le llamaran, aunque aceptaba ser escribidor también, una vez que se acopló con la mujer en un acto que ya apenas recordaba –ella le ayudó mucho, recordándole lo que había que hacer— él le explicó con una pajita hundida en uno de los brebajes que solían tomar los de abajo, los de la playa, que originalmente, en unos años que ella no conocía porque entonces no existía vida más que para los estudios de cine de la Metro Goldwyn Mayer y alguna otra compañía de un lugar llamado Hollywood, el primer paso en la vida fue crear un pueblo llamado Casablanca donde un tal Rick, feo y desagradablemente fumador, tenía que demostrar durante hora y media, que era un macho de la libertad, algo que nadie sabía qué era exactamente porque sonaba a actriz mexicana.

Ella, la acompañante del político perdedor, se excitaba a cada cuento y entonces interrumpían el relato.

Cuando volvieron él siguió su cuento. Cuando ya Casablanca aburrió al mundo y hasta los extraterrestres, un Consejo Superior de lo Auténticamente Humano decidió que la gente que todavía no había abrazado la religión de los tomadores de sol debería tener otro punto geográfico para entretenerse y no morirse de asco. Y entonces, un pelirrojo con acento del antiguo barrio obrero parisiense de Belleville, afirmó que “siempre nos quedará París”.

Y así fue como todas las ilusiones de los desesperados, que eran una inmensa mayoría según las estadísticas de la ONU, se focalizaron en lo que antes había sido capital de Francia.

Pero llegó una guerra de misiles nucleares que destruyó París y se acabó el cuento de “Siempre nos quedará París”. Y fue entonces cuando un indígena del otro lado del mundo propuso que la ilusión de aquellos hombres y mujeres desesperados se concentrase en un mito que llamarían Río de Janeiro, aunque luego derivó hacia Brasilia, una ciudad recién construida, donde hasta las serpientes perezosas de la sabana practicaban la espiritualidad.

Y cuando Río desapareció engullida por una ola de perversa envidia, se decidió que la capital de las ilusiones sería La Habana, capital de un país perdido en el mar Caribe. Y así fue durante años. Hasta que hordas sedientas de sol arrasaron con todo y ya nadie dijo más “Siempre nos quedará La Habana”.

Entonces, en aquel melindroso descoyuntamiento planetario, así en la tierra como en los cielos, surgió un portavoz de la Confederación Helvética y en francés, alemán e italiano, todo junto, sin punto y aparte ni siquiera una mísera coma cómica, proclamó alto y claro desde la sede del primer banco suizo: “¡Siempre nos quedará una buena cuenta corriente en Zurich!”.

La fiesta duró treinta y dos días con sus treinta y cuatro noches bañadas en chocolate suizo.


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