Colaboración: Michèle Morgan, la voz del amor
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Por Sergio Berrocal
"T’as des beaux yeux, tu sais…" (Tienes ojos bonitos, sabes...), se lo decía Jean Gabin, monstruo del cine, de cuando para ser cineasta había que haber realizado por lo menos algo parecido a "Quai des Brumes". Se lo decía el normando de voz terrible a la frágil Michèle Morgan, estatua de la libertad de cuando el cine no estaba mandado por muñequitos de mazapán sin hornear.
Dicen, lo afirman fuentes bien informados, esa muletilla que todo aprendiz periodista se sabe en los primeros quince días de prácticas, que los ojos de Michèle Morgan se han cerrado para siempre. Los de Gabin hace ya un rato que no lanzan chispazos de cólera.
Pero pese a esa frase célebre de "Quai des Brumes", era en 1938, un ratito antes de que empezase la II Guerra Mundial, y por admirables que fueses, los ojos de la Morgan no era lo mejor que tenía. Era su voz, que hubiese llevado a cualquier hombre, mujer o similar, a cometer el más atroz de los crímenes con tal de oírla susurrar. Se fue otra mujer fatal del cine y por más que miro, escudriño, busco y rebusco con un sinfín de sinónimos que no caben en los doce gramos de la materia gris que en mi cerebro cansado se pelean con los recuerdos irrecordables, no las encuentro. Han desaparecido en un gigantesco naufragio del entendimiento. Un tsunami de estupidez ambiental ha arrastrado a aquellas buenísimas mujeres malas que a los hombrecitos cinéfilos de los años 50-60 nos traían por el camino del delicioso placer siempre inacabado, por el valle siniestro de la verás pero no la catarás. Poblaban nuestras películas y por tanto nuestros sueños. Entonces el cine todavía permitía soñar. No todo era violencia gratuita y maldad tres por dos.
Me quejo en voz alta mientras espero que mi güisqui con cine me llegue a ese alma que a ratos tenemos en algún lugar cerca del hígado y del estómago. Mi vecino de barra virtual construida con el esmero de un artesano del renacimiento, mezcla de maderas preciosas y de esperanzas sin realizar, un jovenzuelo que bebe algo turbio, me espeta con la perversa mala educación de la insensibilidad:
"Pero si el cine está lleno de tías fabulosas. Ahí tiene usted a todas las sucesoras de Angelina Jolie". Le pregunto su edad y le sirvo la sonrisa número 22 de Humphrey Bogart en "Casablanca", aquella que el negro con teclas blancas no gustaba demasiado. Pobres críos, sus referencias son esa muchacha de Hollywood que probablemente se puso ese nombre para parecer más bonita.
Pobres críos. Ellos gateaban mientras nosotros nos agarrábamos a las butacas del cine para no chillar cuando Rita Hayworth se quita el guante largo y negro (y sigue quitándoselo más allá de la muerte) y nos hace imaginar una ristra de pecados que ni siquiera están en los catecismos más conservadores. Las madres de siempre, las esposas de toujours y las novias formales de once años decían que esas mujeres eran malas. A mí me temblaban las piernas y me siguen castañeando cuando Ivonne de Carlo fruncía el entrecejo en un mensaje secreto que ni la CIA habría descifrado. Y no les digo cuando Maureen O’Hara (¿sería pelirroja pura sangre?) convertía a un hombre tranquilo en un ciervo desbocado con el rostro de John Wayne.
A mi lado, una muchacha con cara de antes, antes de que se terminara la vida, antes de que se decretara que una mujer no podía ser despiadadamente femenina porque había que imitar a los machos, después de que con su ingenuo código de moralidad Hollywood nos permitiese declinar con los labios cerrados, sellados, lo deliciosamente prohibido, el oscuro deseo de Sylvia Kristel. Me llegan ramalazos del perfume de la piel de mi vecina de barra, de su cuerpo enjabonado hasta el orgasmo, del olor de su lencería fina que se trasparenta en los sueños de todas las noches de muchos veranos del 42 y derrama sensualidad cara, la única que vale. Por menos de unas gotas del Chanel 5, ni pensarlo.
Ahora que por fin he desollado el pollo del cocido del almuerzo me acuerdo que cuando yo pretendía ser el más joven reportero de la Keystone Press Agency, el jefe de reportajes me dio un billete de unos cuantos francos, una fortuna para mis ojos de huido de Tánger (Marruecos, norte de África, continente negro) y me ordenó: "Vete al bar del George V (que todavía sigue siendo uno de los grandes hoteles de rancia elegancia de París), te sientas y hueles con toda tu alma. Aprenderás a distinguir el olor de las mujeres que valen la pena ser miradas y el olor de individuos a los que habría que administrar garrote vil pero que algún día intentarán comprarte. Y quizá hasta lo consigan".
Mi vecina de barra alta tiene un pliegue en su falda beige, en lo más profundo de los muslos, en los confines del comienzo y del fin, el mismo que me enamoró de Annie Girardot durante el rodaje de una película basada en las aventuras del Comisario Maigret (Jean Gabin visto por Simenon, s’il vous plait) en los estudios parisienses de Billancourt. Pero le faltaban unos pendientes de piedrecitas verdes que luce mi desconocida amiga del bar y que realzan labios sensuales que me recuerdan a Kim Basinger cuando te mira con los ojos cargados de deseos impenetrables. Ya no quedan pliegues ni nalgas de mujeres fatales. Ya no quedan mujeres en el cine. Y no quiero sacarme de la manga a Marilyn Monroe. O a Joan Crawford, Jane Wyman y Claudette Colbert, que consiguieron que hasta las feas pudiesen ser mujeres malas.
El perfume de mujer me ha perseguido toda la vida. Creo que el Chanel 5 lo olí por primera vez cuando me asomé entre los muslos de la mujer que estaba pariéndome. Esto me permite decir que el drama de mis enamoramientos crónicos es genético. Cuando huelo aquel perfume que en son publicitario Marilyn se ponía para dormir me vuelvo más majareta que el ciego de Dino Rissi. Pero cada día hay menos Chanel 5. Y menos poetas que canten el amor. "…toqué sus pechos dormidos/y se me abrieron de pronto/como ramos de jacintos". Lo decía Federico García Lorca, que ya conocía mujeres malas, aunque no fuesen de cine.
Adiós, Michèle, adiós ilusiones de mis años juveniles de un París que olía a Chanel 5. Adiós, la vida.
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"T’as des beaux yeux, tu sais…" (Tienes ojos bonitos, sabes...), se lo decía Jean Gabin, monstruo del cine, de cuando para ser cineasta había que haber realizado por lo menos algo parecido a "Quai des Brumes". Se lo decía el normando de voz terrible a la frágil Michèle Morgan, estatua de la libertad de cuando el cine no estaba mandado por muñequitos de mazapán sin hornear.
Dicen, lo afirman fuentes bien informados, esa muletilla que todo aprendiz periodista se sabe en los primeros quince días de prácticas, que los ojos de Michèle Morgan se han cerrado para siempre. Los de Gabin hace ya un rato que no lanzan chispazos de cólera.
Pero pese a esa frase célebre de "Quai des Brumes", era en 1938, un ratito antes de que empezase la II Guerra Mundial, y por admirables que fueses, los ojos de la Morgan no era lo mejor que tenía. Era su voz, que hubiese llevado a cualquier hombre, mujer o similar, a cometer el más atroz de los crímenes con tal de oírla susurrar. Se fue otra mujer fatal del cine y por más que miro, escudriño, busco y rebusco con un sinfín de sinónimos que no caben en los doce gramos de la materia gris que en mi cerebro cansado se pelean con los recuerdos irrecordables, no las encuentro. Han desaparecido en un gigantesco naufragio del entendimiento. Un tsunami de estupidez ambiental ha arrastrado a aquellas buenísimas mujeres malas que a los hombrecitos cinéfilos de los años 50-60 nos traían por el camino del delicioso placer siempre inacabado, por el valle siniestro de la verás pero no la catarás. Poblaban nuestras películas y por tanto nuestros sueños. Entonces el cine todavía permitía soñar. No todo era violencia gratuita y maldad tres por dos.
Me quejo en voz alta mientras espero que mi güisqui con cine me llegue a ese alma que a ratos tenemos en algún lugar cerca del hígado y del estómago. Mi vecino de barra virtual construida con el esmero de un artesano del renacimiento, mezcla de maderas preciosas y de esperanzas sin realizar, un jovenzuelo que bebe algo turbio, me espeta con la perversa mala educación de la insensibilidad:
"Pero si el cine está lleno de tías fabulosas. Ahí tiene usted a todas las sucesoras de Angelina Jolie". Le pregunto su edad y le sirvo la sonrisa número 22 de Humphrey Bogart en "Casablanca", aquella que el negro con teclas blancas no gustaba demasiado. Pobres críos, sus referencias son esa muchacha de Hollywood que probablemente se puso ese nombre para parecer más bonita.
Pobres críos. Ellos gateaban mientras nosotros nos agarrábamos a las butacas del cine para no chillar cuando Rita Hayworth se quita el guante largo y negro (y sigue quitándoselo más allá de la muerte) y nos hace imaginar una ristra de pecados que ni siquiera están en los catecismos más conservadores. Las madres de siempre, las esposas de toujours y las novias formales de once años decían que esas mujeres eran malas. A mí me temblaban las piernas y me siguen castañeando cuando Ivonne de Carlo fruncía el entrecejo en un mensaje secreto que ni la CIA habría descifrado. Y no les digo cuando Maureen O’Hara (¿sería pelirroja pura sangre?) convertía a un hombre tranquilo en un ciervo desbocado con el rostro de John Wayne.
A mi lado, una muchacha con cara de antes, antes de que se terminara la vida, antes de que se decretara que una mujer no podía ser despiadadamente femenina porque había que imitar a los machos, después de que con su ingenuo código de moralidad Hollywood nos permitiese declinar con los labios cerrados, sellados, lo deliciosamente prohibido, el oscuro deseo de Sylvia Kristel. Me llegan ramalazos del perfume de la piel de mi vecina de barra, de su cuerpo enjabonado hasta el orgasmo, del olor de su lencería fina que se trasparenta en los sueños de todas las noches de muchos veranos del 42 y derrama sensualidad cara, la única que vale. Por menos de unas gotas del Chanel 5, ni pensarlo.
Ahora que por fin he desollado el pollo del cocido del almuerzo me acuerdo que cuando yo pretendía ser el más joven reportero de la Keystone Press Agency, el jefe de reportajes me dio un billete de unos cuantos francos, una fortuna para mis ojos de huido de Tánger (Marruecos, norte de África, continente negro) y me ordenó: "Vete al bar del George V (que todavía sigue siendo uno de los grandes hoteles de rancia elegancia de París), te sientas y hueles con toda tu alma. Aprenderás a distinguir el olor de las mujeres que valen la pena ser miradas y el olor de individuos a los que habría que administrar garrote vil pero que algún día intentarán comprarte. Y quizá hasta lo consigan".
Mi vecina de barra alta tiene un pliegue en su falda beige, en lo más profundo de los muslos, en los confines del comienzo y del fin, el mismo que me enamoró de Annie Girardot durante el rodaje de una película basada en las aventuras del Comisario Maigret (Jean Gabin visto por Simenon, s’il vous plait) en los estudios parisienses de Billancourt. Pero le faltaban unos pendientes de piedrecitas verdes que luce mi desconocida amiga del bar y que realzan labios sensuales que me recuerdan a Kim Basinger cuando te mira con los ojos cargados de deseos impenetrables. Ya no quedan pliegues ni nalgas de mujeres fatales. Ya no quedan mujeres en el cine. Y no quiero sacarme de la manga a Marilyn Monroe. O a Joan Crawford, Jane Wyman y Claudette Colbert, que consiguieron que hasta las feas pudiesen ser mujeres malas.
El perfume de mujer me ha perseguido toda la vida. Creo que el Chanel 5 lo olí por primera vez cuando me asomé entre los muslos de la mujer que estaba pariéndome. Esto me permite decir que el drama de mis enamoramientos crónicos es genético. Cuando huelo aquel perfume que en son publicitario Marilyn se ponía para dormir me vuelvo más majareta que el ciego de Dino Rissi. Pero cada día hay menos Chanel 5. Y menos poetas que canten el amor. "…toqué sus pechos dormidos/y se me abrieron de pronto/como ramos de jacintos". Lo decía Federico García Lorca, que ya conocía mujeres malas, aunque no fuesen de cine.
Adiós, Michèle, adiós ilusiones de mis años juveniles de un París que olía a Chanel 5. Adiós, la vida.
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