Colaboración: Paz para periodistas olvidados
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Por Sergio Berrocal
No quiere que le obliguen a regresar, que le devuelvan a Londres, lejos de la inmunda guerra de Indochina de los franceses (1945-1954) que a él le sirve de pretexto para vivir otra vida que la que tendría por obligación en la civilizada capital del Reino Unido, donde lo más emocionante del día es el relevo de la guardia en el Palacio de Buckingham.
No es más que un corresponsal del tiempo de los telegramas que había que emplear para mandar las noticias del frente, tras haber salvado la quisquillosa y siempre malintencionada censura, a manos de oficiales franceses que tratan de que los periodistas extranjeros no cuenten en sus periódicos de Inglaterra o Estados Unidos, porque el resto del mundo no cuenta casi, que Francia ya tiene perdida la guerra, una guerra más.
En esos años cincuenta del siglo veinte, todo un batallón de emisarios norteamericanos disfrazados de empleados de multitud de sociedades que giran alrededor de la embajada de los Estados Unidos de América prepara el terreno para la próxima llegada de sus tropas. Saben, todo el mundo lo sabe a estas alturas, que, fatalmente, los franceses se convencerán de que los vietmins (guerrilleros vietnamitas procomunistas a los que los norteamericanos llamarán vietcong) son invencibles, porque a ellos les empuja, les guía y les obsede una idea de patria que no todo el mundo pasea por los arrozales.
Todavía está lejos Dien Bien Phu, aquella sanguinolenta encerrona de montañas y hombres donde los mejores de los legionarios que se jugaban el pellejo en nombre de otro ideal de sociedad cavarán la fosa de la derrota en una batalla para la historia.
Mientras los acontecimientos dan razón a los especialistas, él quiere seguir informando desde Saigon, que no desea cambiar por Londres.
Le gustaría que le dejasen quedarse porque aquí tiene la ilusión de vivir, aunque no sabe, nada sabe por qué ni cómo. Por el momento, mientras espera la carta de su Redacción que no debería tardar en llegar para ordenarle recoger y ceder su puesto a otro periodista, su mujer, su concubina dirían en Londres, la bella y delicada Fuong, le prepara una pipa de opio, recostada a su lado, atenta y callada.
El opio que en Indochina, como en toda esa región se consumía libremente, para que los estúpidos extranjeros encargados de cantar la guerra interminable, pero que terminará cuando menos te lo esperes, puedan calmar la ansiedad de la muerte que les rodea y les acecha en cualquier esquina, en cualquier mercado, en la terraza del café francés de la plaza donde hay que recalar para desayunar, tomar el aperitivo, almorzar. Y una larga retahíla que de vez en cuando interrumpe la explosión que ha provocado un terrorista, como llamaban a la gente que trabajaba contra la presencia de Francia.
André Malraux, que conocía el Extremo Oriente como las calles de París, regresó a Francia cargados de tics que se atribuían a su larga familiaridad con el opio. El gran escritor también había sido un exiliado en Oriente.
Thomas, el periodista inglés, sabía que en Londres le esperaba una esposa a la que ya no quería, a la que le había implorado más de una vez el divorcio, y un puesto de editorialista, es decir que moralizaría la guerra que tan bien conocía sin tener que sufrirla. Se apoyaría en los despachos enviados por el que le sucediera en Saigón.
Y él, el editorialista, podría bajar a tomar su güisqui en el pub de la esquina sin que una bomba vietminh le sorprendiese mientras degustaba el primer trago.
Pero Londres… Cualquier cosa que no fuese Saigón suponía el exilio, la pérdida del paraíso, lejos del olor de las papayas verdes.
Fuong no estaría más a su lado para prepararle la pipa de la paz y hacerle el amor con la dulzura desconocida por una occidental, mientras la vida seguía abajo del cuarto, en la rue Catinet.
Su jefe de Redacción había sido tajante. Tenía que dejar Saigón porque otro postulante estaba ya haciendo las maletas para reemplazarle.
Thomas sabía que por nada del mundo renunciaría a su vida en la guerra. Buena o mala, era su vida, y donde otros morían él crecía en su estima, en su propia humanidad, y quería seguir agarrándose a ella. Aún a riesgo de que una mañana, aunque también podía ser a la hora del aperitivo, la bomba de un terrorista le hiciera saltar el vaso de la mano.
Cosas así decía Graham Greene en "El americano impasible", misal para todos aquellos que han tomado la comunión del periodismo anónimo, periodistas que cubren el mundo entero y que sin que casi nadie lo sepa mandan del mismo modo o casi a través de agencias de prensa esas noticias que, luego, en una televisión, se convertirán en un espectáculo porque, por lo visto, a la gente la sangre, la desgracia y hasta las buenas noticias hay que servírselas en los telediarios o informativos radiales envueltas en el escenario de cualquier espectáculo.
Periodistas anónimos que los lectores rara vez saben que existen.
Michael Caine se encargó de protagonizar a Thomas en la indispensable película que casi siempre sirve para hacer polvo un libro.
En 2016, sigue habiendo Thomas como en del Graham Greene que informan por el mundo. Y casi siempre quieren quedarse quietos en un punto, un Vietnam cualquiera –la geografía está bastante poblado de ellos—donde todo va mal pero podría ir peor.
Quedarse para siempre allí, en aquella ciudad para la que a veces no hay ni vuelos directos. Y no volver nunca a la civilización para ser "editorialistas".
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No quiere que le obliguen a regresar, que le devuelvan a Londres, lejos de la inmunda guerra de Indochina de los franceses (1945-1954) que a él le sirve de pretexto para vivir otra vida que la que tendría por obligación en la civilizada capital del Reino Unido, donde lo más emocionante del día es el relevo de la guardia en el Palacio de Buckingham.
No es más que un corresponsal del tiempo de los telegramas que había que emplear para mandar las noticias del frente, tras haber salvado la quisquillosa y siempre malintencionada censura, a manos de oficiales franceses que tratan de que los periodistas extranjeros no cuenten en sus periódicos de Inglaterra o Estados Unidos, porque el resto del mundo no cuenta casi, que Francia ya tiene perdida la guerra, una guerra más.
En esos años cincuenta del siglo veinte, todo un batallón de emisarios norteamericanos disfrazados de empleados de multitud de sociedades que giran alrededor de la embajada de los Estados Unidos de América prepara el terreno para la próxima llegada de sus tropas. Saben, todo el mundo lo sabe a estas alturas, que, fatalmente, los franceses se convencerán de que los vietmins (guerrilleros vietnamitas procomunistas a los que los norteamericanos llamarán vietcong) son invencibles, porque a ellos les empuja, les guía y les obsede una idea de patria que no todo el mundo pasea por los arrozales.
Todavía está lejos Dien Bien Phu, aquella sanguinolenta encerrona de montañas y hombres donde los mejores de los legionarios que se jugaban el pellejo en nombre de otro ideal de sociedad cavarán la fosa de la derrota en una batalla para la historia.
Mientras los acontecimientos dan razón a los especialistas, él quiere seguir informando desde Saigon, que no desea cambiar por Londres.
Le gustaría que le dejasen quedarse porque aquí tiene la ilusión de vivir, aunque no sabe, nada sabe por qué ni cómo. Por el momento, mientras espera la carta de su Redacción que no debería tardar en llegar para ordenarle recoger y ceder su puesto a otro periodista, su mujer, su concubina dirían en Londres, la bella y delicada Fuong, le prepara una pipa de opio, recostada a su lado, atenta y callada.
El opio que en Indochina, como en toda esa región se consumía libremente, para que los estúpidos extranjeros encargados de cantar la guerra interminable, pero que terminará cuando menos te lo esperes, puedan calmar la ansiedad de la muerte que les rodea y les acecha en cualquier esquina, en cualquier mercado, en la terraza del café francés de la plaza donde hay que recalar para desayunar, tomar el aperitivo, almorzar. Y una larga retahíla que de vez en cuando interrumpe la explosión que ha provocado un terrorista, como llamaban a la gente que trabajaba contra la presencia de Francia.
André Malraux, que conocía el Extremo Oriente como las calles de París, regresó a Francia cargados de tics que se atribuían a su larga familiaridad con el opio. El gran escritor también había sido un exiliado en Oriente.
Thomas, el periodista inglés, sabía que en Londres le esperaba una esposa a la que ya no quería, a la que le había implorado más de una vez el divorcio, y un puesto de editorialista, es decir que moralizaría la guerra que tan bien conocía sin tener que sufrirla. Se apoyaría en los despachos enviados por el que le sucediera en Saigón.
Y él, el editorialista, podría bajar a tomar su güisqui en el pub de la esquina sin que una bomba vietminh le sorprendiese mientras degustaba el primer trago.
Pero Londres… Cualquier cosa que no fuese Saigón suponía el exilio, la pérdida del paraíso, lejos del olor de las papayas verdes.
Fuong no estaría más a su lado para prepararle la pipa de la paz y hacerle el amor con la dulzura desconocida por una occidental, mientras la vida seguía abajo del cuarto, en la rue Catinet.
Su jefe de Redacción había sido tajante. Tenía que dejar Saigón porque otro postulante estaba ya haciendo las maletas para reemplazarle.
Thomas sabía que por nada del mundo renunciaría a su vida en la guerra. Buena o mala, era su vida, y donde otros morían él crecía en su estima, en su propia humanidad, y quería seguir agarrándose a ella. Aún a riesgo de que una mañana, aunque también podía ser a la hora del aperitivo, la bomba de un terrorista le hiciera saltar el vaso de la mano.
Cosas así decía Graham Greene en "El americano impasible", misal para todos aquellos que han tomado la comunión del periodismo anónimo, periodistas que cubren el mundo entero y que sin que casi nadie lo sepa mandan del mismo modo o casi a través de agencias de prensa esas noticias que, luego, en una televisión, se convertirán en un espectáculo porque, por lo visto, a la gente la sangre, la desgracia y hasta las buenas noticias hay que servírselas en los telediarios o informativos radiales envueltas en el escenario de cualquier espectáculo.
Periodistas anónimos que los lectores rara vez saben que existen.
Michael Caine se encargó de protagonizar a Thomas en la indispensable película que casi siempre sirve para hacer polvo un libro.
En 2016, sigue habiendo Thomas como en del Graham Greene que informan por el mundo. Y casi siempre quieren quedarse quietos en un punto, un Vietnam cualquiera –la geografía está bastante poblado de ellos—donde todo va mal pero podría ir peor.
Quedarse para siempre allí, en aquella ciudad para la que a veces no hay ni vuelos directos. Y no volver nunca a la civilización para ser "editorialistas".
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