Colaboración: Carta a Papa Noel, Wall Street, N.York
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Por Sergio Berrocal
Con la ventisca que sopla al Este y al Oeste no es momento de creer en Papa Noel o en los Reyes Magos, por milagrosos y maravillosos que sean uno y otros. Estas Navidades que se acercan son uno de esos momentos en que sería preferible estar en verano para no tener que escribir o decir que le has escrito la carta a los Reyes Magos o al Padre Noel.
Aunque hayas viajado toda tu vida en primera clase y aquella canción de Tino Rossi, ya olvidada hasta por los franceses, o las más untuosas de Bing Crosby te inciten a derrochar confianza en el futuro inmediato, el de la vuelta a la esquina de enero, las cosas no están para misticismo, ya se encuentre uno en Manhattan, en el Malecón o en los Campos Elíseos.
Y por pura piedad por mí mismo me dejo atrás a Puerto Príncipe que pese a sus huracanes y hambrunas varias ha votado como si no hubiese pasado nada.
En este enero de todos los peligros, habrá nuevo inquilino en la Casa Blanca y por cuatro años, a menos que luego no renueve contrato por otros pocos. Allí sentará sus reales el republicano Donald Trump. Tal vez invite a bailar un vals del Emperador a su rival demócrata Hillary Clinton, que la mujer necesita que la consuelen y que la dejen entrar un ratito en esa mansión, aunque sea solo por una noche.
Navidades negras dicen los pesimistas, que son todos menos uno, mientras la minoría callada y de rezo diario trata de esbozar una sonrisita porque para eso están los libros de autoayuda. Siempre puede ser peor, compañero.
La verdad es que la experiencia de veintiún siglos mamados desde que Jesús fue crucificado cuando creía que iba a ser coronado rey, debería habernos enseñado a no sonreír más de la cuenta ni en la consulta del psicólogo a 70 euros el pase.
Sospecho que optimistas de la vida que va y viene los hay. Ahí tienen ustedes a los mismísimos doña Hillary y don Donald que hace unas semanas andaban tirándose los trastos. Parecían convencidos de que iban a ganar el derecho a mandar en Estados Unidos y en el mundo entero, incluyendo Haití y Andorra, y todo porque, a mí no me la dan, son creyentes de los buenos y habían recomendado su triunfo a Papa Noel.
Lo que ninguno de los dos tuvo en cuenta es que el pobre Papa Noel, por buena persona que sea y aunque lo dibujaron para que hiciera feliz a todo el mundo, menos a los pobres que no tienen dineros para comprar los juguetes que les receta, no tenía para repartir más que una Casa Blanca.
Claro, que como dicen que es muy grande, tal vez podía haberle dado el ático al que más votos sacara y los pisos inferiores, el de las cocinas de todos los telefilmes a lo Charles Dickens, a la que menos votos había conseguido.
Pero, bueno, Papá Noel no parece tener la sabiduría de Salomón ya que empezaría por no vestirse de esa forma tan grotesca. Y cortar la Casa Blanca en dos habría sido un lío probablemente soberano.
El inquilino del ático se hubiera encargado de las relaciones internacionales, incluyendo a los Afganistán, Irak, Siria y otros pecados capitales.
La pobrecita mía de los pisos menos nobles se habría hecho cargo del problema de los seguros sociales en Estados Unidos, con lo cual se hubiera divertido de lo lindo los cuatro años de rigor mientras la gente iba al dentista de la ONG de Kansas City que saca muelas en un maravilloso estadio de fútbol.
La OTAN, Vladimir Putin y otras lindezas, por supuesto, hubiese sido cosa del inquilino mayor quien, además, habría gozado de las mejores vistas.
El comercio exterior, en particular los tratados de libre comercio con Europa y otros andurriales, sería cosa de la vecina de la parte baja de la Casa Blanca. También se le dejaría Guantánamo.
El gran problema habría estribado en los viajes oficiales. La Casa Blanca volante, el formidable One Force y sus primos, ¿a quienes transportarían? Porque no creo que hubiese valido aquello de "señora, pase usted, las damas primero". Las malas lenguas dicen que Donald Trump no es de esos, pero bueno.
En este reparto de poder estaba yo abocado cuando en la televisión de todas nuestras vergüenzas y de alguna que otra alegría en 35mm salió al paso de mis cuitas una película de la que probablemente ni han oído hablar los inquilinos de la Casa Blanca, "The Christmas Secret" (Norma Bailey, 2014).
Y me olvidé de Donald y de Hillary para meterme en la vida llorona de Cristina, una muchacha que PlayBoy nunca hubiese contratado y que aparece en un simpático pueblecito norteamericano a punto de llegar Papa Noel. Tiene un problema gordo. Su marido, un vaina, la ha abandonado con dos hijos deliciosos. Entonces ella se pone a trabajar en una cafetería, de donde no tardan en echarla, estos patrones yanquis son la repera, cuando ya huele a Navidades y todo porque la muchacha ha llegado tarde al curro porque estaba haciendo la respiración artificial a una dama que había tenido un infarto.
El siniestro exmarido aprovecha para pedir la custodia de los hijos y ella llora como una Magdalena empapada en leche de burra un día de lluvia en Jerusalén. Pero entonces surge un apuesto y prometedor muchacho y la salva. Se descubre que la señora de la pastelería donde le han dado trabajo por amor de Dios es su abuela o su bisabuela, que con el reparto de la Casa Blanca yo no las tenía todas conmigo, y todo se arregla.
Pues, miren ustedes. Me he sentido muy a gusto. Casi se me vinieron las lágrimas a los ojos que seguían escudriñando rincones de Washington para los futuros inquilinos presidenciales.
Entonces me he prometido muy seriamente escribirles a los Reyes Magos. He averiguado su dirección y me ha sorprendido un poco. Ellos, los boys de Oriente, ya saben Melchor, Gaspar y Baltasar, comparten con Papa Noel oficinas en Nueva York, en una calle románticamente bautizada Wall Street. Dicen que desde allí se tiene una vista única sobre la Casa Blanca. Qué cosas hace el parné.
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Con la ventisca que sopla al Este y al Oeste no es momento de creer en Papa Noel o en los Reyes Magos, por milagrosos y maravillosos que sean uno y otros. Estas Navidades que se acercan son uno de esos momentos en que sería preferible estar en verano para no tener que escribir o decir que le has escrito la carta a los Reyes Magos o al Padre Noel.
Aunque hayas viajado toda tu vida en primera clase y aquella canción de Tino Rossi, ya olvidada hasta por los franceses, o las más untuosas de Bing Crosby te inciten a derrochar confianza en el futuro inmediato, el de la vuelta a la esquina de enero, las cosas no están para misticismo, ya se encuentre uno en Manhattan, en el Malecón o en los Campos Elíseos.
Y por pura piedad por mí mismo me dejo atrás a Puerto Príncipe que pese a sus huracanes y hambrunas varias ha votado como si no hubiese pasado nada.
En este enero de todos los peligros, habrá nuevo inquilino en la Casa Blanca y por cuatro años, a menos que luego no renueve contrato por otros pocos. Allí sentará sus reales el republicano Donald Trump. Tal vez invite a bailar un vals del Emperador a su rival demócrata Hillary Clinton, que la mujer necesita que la consuelen y que la dejen entrar un ratito en esa mansión, aunque sea solo por una noche.
Navidades negras dicen los pesimistas, que son todos menos uno, mientras la minoría callada y de rezo diario trata de esbozar una sonrisita porque para eso están los libros de autoayuda. Siempre puede ser peor, compañero.
La verdad es que la experiencia de veintiún siglos mamados desde que Jesús fue crucificado cuando creía que iba a ser coronado rey, debería habernos enseñado a no sonreír más de la cuenta ni en la consulta del psicólogo a 70 euros el pase.
Sospecho que optimistas de la vida que va y viene los hay. Ahí tienen ustedes a los mismísimos doña Hillary y don Donald que hace unas semanas andaban tirándose los trastos. Parecían convencidos de que iban a ganar el derecho a mandar en Estados Unidos y en el mundo entero, incluyendo Haití y Andorra, y todo porque, a mí no me la dan, son creyentes de los buenos y habían recomendado su triunfo a Papa Noel.
Lo que ninguno de los dos tuvo en cuenta es que el pobre Papa Noel, por buena persona que sea y aunque lo dibujaron para que hiciera feliz a todo el mundo, menos a los pobres que no tienen dineros para comprar los juguetes que les receta, no tenía para repartir más que una Casa Blanca.
Claro, que como dicen que es muy grande, tal vez podía haberle dado el ático al que más votos sacara y los pisos inferiores, el de las cocinas de todos los telefilmes a lo Charles Dickens, a la que menos votos había conseguido.
Pero, bueno, Papá Noel no parece tener la sabiduría de Salomón ya que empezaría por no vestirse de esa forma tan grotesca. Y cortar la Casa Blanca en dos habría sido un lío probablemente soberano.
El inquilino del ático se hubiera encargado de las relaciones internacionales, incluyendo a los Afganistán, Irak, Siria y otros pecados capitales.
La pobrecita mía de los pisos menos nobles se habría hecho cargo del problema de los seguros sociales en Estados Unidos, con lo cual se hubiera divertido de lo lindo los cuatro años de rigor mientras la gente iba al dentista de la ONG de Kansas City que saca muelas en un maravilloso estadio de fútbol.
La OTAN, Vladimir Putin y otras lindezas, por supuesto, hubiese sido cosa del inquilino mayor quien, además, habría gozado de las mejores vistas.
El comercio exterior, en particular los tratados de libre comercio con Europa y otros andurriales, sería cosa de la vecina de la parte baja de la Casa Blanca. También se le dejaría Guantánamo.
El gran problema habría estribado en los viajes oficiales. La Casa Blanca volante, el formidable One Force y sus primos, ¿a quienes transportarían? Porque no creo que hubiese valido aquello de "señora, pase usted, las damas primero". Las malas lenguas dicen que Donald Trump no es de esos, pero bueno.
En este reparto de poder estaba yo abocado cuando en la televisión de todas nuestras vergüenzas y de alguna que otra alegría en 35mm salió al paso de mis cuitas una película de la que probablemente ni han oído hablar los inquilinos de la Casa Blanca, "The Christmas Secret" (Norma Bailey, 2014).
Y me olvidé de Donald y de Hillary para meterme en la vida llorona de Cristina, una muchacha que PlayBoy nunca hubiese contratado y que aparece en un simpático pueblecito norteamericano a punto de llegar Papa Noel. Tiene un problema gordo. Su marido, un vaina, la ha abandonado con dos hijos deliciosos. Entonces ella se pone a trabajar en una cafetería, de donde no tardan en echarla, estos patrones yanquis son la repera, cuando ya huele a Navidades y todo porque la muchacha ha llegado tarde al curro porque estaba haciendo la respiración artificial a una dama que había tenido un infarto.
El siniestro exmarido aprovecha para pedir la custodia de los hijos y ella llora como una Magdalena empapada en leche de burra un día de lluvia en Jerusalén. Pero entonces surge un apuesto y prometedor muchacho y la salva. Se descubre que la señora de la pastelería donde le han dado trabajo por amor de Dios es su abuela o su bisabuela, que con el reparto de la Casa Blanca yo no las tenía todas conmigo, y todo se arregla.
Pues, miren ustedes. Me he sentido muy a gusto. Casi se me vinieron las lágrimas a los ojos que seguían escudriñando rincones de Washington para los futuros inquilinos presidenciales.
Entonces me he prometido muy seriamente escribirles a los Reyes Magos. He averiguado su dirección y me ha sorprendido un poco. Ellos, los boys de Oriente, ya saben Melchor, Gaspar y Baltasar, comparten con Papa Noel oficinas en Nueva York, en una calle románticamente bautizada Wall Street. Dicen que desde allí se tiene una vista única sobre la Casa Blanca. Qué cosas hace el parné.
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