Colaboración: Vida, sexo y dinero

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Por Sergio Berrocal    

Con todo el poderío de su verbo y el empuje renovador de un siglo en el que el escritor era valiente, talentoso y de una audacia quizá excesiva, Emile Zola construyó en veinte tomos, con miles de palabras escogidas, sin más tremendismo que el suficiente, la historia de una familia francesa, los Rougon Macquart, retrato que sin perdón de Dios podría ser o es el de otras sociedades parecidas.

Emile Zola, padre del naturalismo, con lo cual ya está todo dicho, fue un Balzac social que pintó todas las vergüenzas de una sociedad, la suya, la que él vivía y la que de paso le hizo rico contando las debilidades, vicios y andanzas de sus compatriotas con más realismo y minucia que cualquier Truman Capote, sin dar tregua a nada ni a nadie.

Volverlo a descubrir en pleno siglo veintiuno, cuando tambores lejanos nos cuentan la aventura de un multimillonario llamado Donald que acaba de ser coronado Rey del Mundo, cuando nadie lo creía, cuando ningún pretencioso intelectual fue capaz de detectar que el cohete se había salido de la órbita asignada de perdedor y llegaba a impactar con fuerza en la Casa Blanca como el gran ganador.

Con esta elección que ha dejado al mundo boquiabierto, descolocado, al borde de la asfixia, nos hemos percatado de la presencia de un nuevo Presidente de los Estados Unidos que exhibe fieramente una familia de película de colorines chillones, criada en los lujos de todos los poderes, el mayor de todos, el dinero, y emborrizada en el mal gusto que puede dar la conciencia de que si eres tan, tan rico lo demás no cuenta.

Emile Zola sigue a esa familia, la suya, la de los Rougon Macquart, no la de Donald, desde el nacimiento con esperanzas de mejorar una vida sin perspectivas hasta la puesta en órbita en el poder que deslumbraba en París y la caída que no siempre viene porque los dioses no entienden nada de moral ni de ajustes de cuentas en Ok Corral.

Emile Zola es mágico, fuera de serie y el cine lo ha entendido tan bien que ha fotografiado más de una de sus novelas, en las que el siglo diecinueve se revolcaba en aquel París de cuento verde sin tapujos en el erotismo que muchos autores modernos tocan todavía con pinzas.

No era un autor amoral como pensaban muchos de sus contemporáneos pese a que vivían en un siglo y en un país donde nadie ponía pegas a nada en materia de amores o amoríos, cuando más de un novelista demuestra, da fe, de que el sexo a destajo, noche y día, como lo practicaba otro gran autor francés, Guy de Maupassant, que en este menester se dejó la vida de la locura, era una constante de la que no escapaba nadie, ni ricos ni pobres.

Por mucho que Zola (admirable "L’Assommoir, La taberna") rastree sin piedad, sin contemplaciones, por los barrios más miserables de París, donde los pobres de misericordia se quitan el hambre y la necesidad de vivir con un sinfín de copazos de aguardiente que dejan ciego, que empujan desde un tejado al obrero ya embrutecido por las tabernas que son su consultorio donde ofician sus psicólogos, los taberneros.

El amor, a lo bestia, sin piedad, sin miramientos, sin sinrazón, forma parte de la vida de todos los días y todos lo viven según que hayan nacido en el salón de una duquesa venida a menos o en la cueva donde se hila oro día y noche para que las bellas parisienses tengan los más relumbrones abalorios.

Realismo abochornante para describir también lo que ocurría en las minas de carbón del norte de Francia ("Germinal") donde los niños bajaban a las galerías repletas de derrumbes, silicosis y grisú cuando todavía no habían cumplido la edad de ser hombrecitos.

Denuncia feroz del Zola periodista que antes de ponerse a escribir, como hacía al preparar cualquiera de sus novelas, investigaba, buceaba en la vida y aventura de la gente que luego iba a retratar sin contemplaciones, como mandaban los cánones.

No olvidemos que Zola fue el autor de aquel famoso "J’accuse" con el que defendió como si fuera el mejor de sus amigos a un tal capitán Dreyfus, que probablemente por ser judío fue acusado de alta traición, lo que en aquel siglo de pasiones de alto voltaje llevaba consigo la pérdida del honor, tan importante como lo que más.

Ese deshonor tan temido y que hoy ni sabemos muy bien cómo se escribe en el catálogo de vergüenzas.

Al releerlo, veinte años después, a lo Alejandro Dumas, caes en la cuenta de que por encima de todas las tragedias, de todas las monstruosidades de una sociedad injusta, que no cambiaría con los siglos, en esta odisea de Zola, el amor hecho sexo o lo contrario es la constante, la que mueve cada una de sus miles de páginas.

Pero en general es el amor carnal, sin romanticismo, aunque haya excepciones como cuando en "L’Oeuvre" (La Obra), un pintor se enamora de la pintura de mujer que pinta constantemente, sin terminarla nunca, porque siempre le parece incompleta, necesaria de un retoque. A medida que el amor crece por los trazos que se pierden en un lienzo mil veces retocado, disminuye el amor que siente por la modelo del cuadro, su propia esposa.

Y entonces se produce una lucha desesperada y desesperante, a tarascadas, a gritos, por el amor del pintor que una noche, a la luz de unas pobres y escasas velas, se libran la mujer pintada y la mujer que ha posado durante horas de helado tiempo. Ella lo ha hecho por el amor que profesa a Claude, el pintor sin causa, sin esperanza, que ha cesado de quererla, incluso físicamente, porque dice que todas sus fuerzas, hasta las más íntimas, tiene que reservarlas para ella, para la otra, la del cuadro.

Y una noche de locura, quizá había luna llena, Zola no lo precisa, las dos mujeres llegan al espantoso enfrentamiento final. La modelo, la que existe en carne y hueso, consigue finalmente que Claude deje de lado el maldito cuadro y para alejarlo definitivamente de la tentación, cree la pobre, lo arrastra hacia la cama en la que hasta ahora habían sido tan felices:

- ¡Ya lo verás, te cogeré así, te besaré los ojos, la boca, cada pedacito de tu cuerpo. Te calentaré entre mis pechos, ataré mis piernas a las tuyas. Seré tu respiración, tu sangre, tu carne…!

Y sigue, sigue el amor por los pisos lujosos ("tiene calefacción en la escalera", se extasía el portero delante de un recién llegado) y en las buhardillas donde viven las criadas.

El sexo que todo lo puede revolotea y se despeña escaleras abajo y de pronto hace alto en un piso encopetado o vuelve a subir a las "chambres de bonnes", donde ellas, las sirvientas, las más pobres, quieren vivir como los señoritos de abajo que fornican sin pedirle permiso a nadie.

"La Bête humaine" (La bestia humana), "Au bonheur des dames" (El paraíso de las mujeres), "L’Argent" (El dinero)... Cada título es la aventura de una serie de personajes, movidos esencialmente por el dinero y por el sexo, que entonces se llamaba amor. O lo contrario, que nunca se sabe.

Tan bestial como en el siglo veintiuno, pero Zola no cede a las intimidaciones y cuenta y cuenta y no para de contar. Injusticia, bestialidad, abusos, riqueza y miseria. Todo envuelto en un fraseo de las mil y una noches.

Zola es el encantador de serpientes que fascina al lector y le hace vivir cada una de sus aventuras en pos del poder (L’argent, El dinero) pero casi siempre vuelve a lo que para sus personajes resulta esencial, el sexo-amor.

Y surge de la nada o del todo que nadie veía venir uno de sus más adorables personajes, "Nana", la niña nacida en el barrizal de la pobreza de un barrio sin nombre ni vida y que gracias a los talentos secretos a voces que un dios le ha dado escala por la sociedad arriba, la misma que había rechazado a toda su familia, hasta el púlpito del sexo sin compromiso, comprado a tanto la noche, donde los ricos, los poderosos, y hasta los más pobres, cuando pueden, quieren poseer a Nana, la diosa del amor.

Y por ella, los más pudientes le rinden tributo poniendo todo lo que tienen a esos pies que todas las mujeres desearían tener. A los pies del deseo, de una noche entre las sábanas del lecho suntuoso que Nana se ha inventado para castigar, a su manera, la fortuna y la devoción.


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