Colaboración: Cuando Bergman nos hacía pensar
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Época gloriosa del cine, con tonos más grises de lo que estábamos habituados, fue la de Ingmar Bergman, sueco trascendental que nos enseñó que las películas no solamente eran algunas charlotadas norteamericanas sino que entrar en una sala de proyección podía ser un acto casi religioso, sin ruidosas palomitas.
Época gloriosa de "Las fresas salvajes", "El séptimo sello" con dos actrices inolvidables, Liv Ullman y Bibi Anderson.
El cine de Bergman no era apto para las cabecitas de todos los públicos, porque no todos los públicos querían utilizar las neuronas para ver películas cultas, serias, profundas, que hoy son de cinemateca.
Cierto que Bergman era un autor difícil, salvajemente intelectual que no siempre veía, o casi nunca la vida color de rosa.
Desde el patio de butacas comprendíamos que aquella manera de enfocar la vida a veces tan amarga era probablemente propio de los países nórdicos, sumidos en un clima y en una tesitura social a la que la gente del sur no llegábamos.
Como recuerdo nos ha quedado el danés Lars Von Trier, quien nos dice cuando los productores se lo permiten que la vida no es siempre en technicolor y, desde luego, mucho más enormemente compleja de lo que creen los que se criaron con la MGM y otros grandes estudios norteamericanos.
Pero está visto que siempre se puede hacer más y peor.
Una serie televisada de origen británico, "Wallander" se ha propuesto por lo visto devolvernos a aquellos países del norte muy norte de Europa donde la luz no es igual que en el sur y donde tampoco se piensa igual ni se consideran las cosas como cuando tienes encima de la cabeza un sol a veces inmisericorde pero siempre agradable.
Wallander es el apuesto Kenneth Branagh, ya madurito, inspector de policía en un pueblo del sur de la Suecia más profunda.
Wallander ha sido inventado por un novelista sueco, Henning Mankell, que tampoco bailaba por sevillanas en el desayuno.
Si las novelas eran negras, la serie en televisión es de un gris desesperado del que te consuelas un poco cuando compruebas que casi todo el mundo tiene un Volvo, el coche de postín que tanto brilla en las películas norteamericanas.
Y los casos que tiene que resolver el atribulado inspector, divorciado, casi peleado con su única y rubia hija que no le ha invitado ni siquiera a su boda pero que está bien, será el abuelo de su hijo, van desde los dramas más rurales que a ratos recuerdan al comisario Maigret, aquel francés de la pipa que siempre lo resolvía todo con reflexión, hasta los misterios de una secta, uno de cuyos miembros tiene la lindeza de quemar animales.
Y surge la reflexión de un médico de la policía: "Yo antes era cristiano, hasta que me hice patólogo forense".
Es cierto que el ambiente es de alta funcionalidad. La policía lleva uniformes impecables pero sin lujos, la gente lleva vidas grises pero sin paro. Vamos, el sueño de una noche de verano en el sur. Salvo que todo está bañado de una tristeza que por momentos puede parecer morbosa.
Da la impresión, desagradable, de que la infelicidad habla sueco o cualquier otra lengua del norte rico. Y llegas a preguntarte: ¿la riqueza no hacía la felicidad o por lo menos ayudaba? Con Wallander parece que no.
Las inspectoras que se ven en nada recuerdan a aquellas nórdicas que en los sesenta invadieron el sur de Europa en busca de otro mundo más folclórico: Y el pastor evangélico del el penúltimo episodio es más bien siniestro: "Ahora en Suecia la gente ya no quiere ir a la iglesia, la consideran amoral".
Hay algunas novelas negras clásicas, escritas por norteamericanos, británicos y franceses, que llegan a tener personajes mucho más amables y casi graciosos que el inspector Wallander. Es como si a cada paso, a cada investigación, estuviese proclamando alto y claro que al norte no le sienta bien a la alegría, al menos a la alegría de andar por casa, la alegría de mercadillo que ni siente ni padece.
Cuando el inspector Wallander te lleva a la desesperación de los tonos grises, inacabables tonos grises, no te queda más remedio que pensar en otros héroes policiales televisivos y fatalmente, y sin llegar al payaso de Columbo, recurso supremo contra la melancolía, te tienes que acordar de la serie italiana protagonizada por un tal comisario Montalbano y escrita por el enorme Andrea Camilleri.
Es cierto que el sur profundo de Italia, con Sicilia y sus mafiosos, recuerda a veces a la siniestralidad del norte de Europa, pero allí se derrocha sol sin contar y, quieras que no, un muerto con 30 grados a la sombra nada tiene que ver con otro difunto con el termómetro gris bajo cero.
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Época gloriosa del cine, con tonos más grises de lo que estábamos habituados, fue la de Ingmar Bergman, sueco trascendental que nos enseñó que las películas no solamente eran algunas charlotadas norteamericanas sino que entrar en una sala de proyección podía ser un acto casi religioso, sin ruidosas palomitas.
Época gloriosa de "Las fresas salvajes", "El séptimo sello" con dos actrices inolvidables, Liv Ullman y Bibi Anderson.
El cine de Bergman no era apto para las cabecitas de todos los públicos, porque no todos los públicos querían utilizar las neuronas para ver películas cultas, serias, profundas, que hoy son de cinemateca.
Cierto que Bergman era un autor difícil, salvajemente intelectual que no siempre veía, o casi nunca la vida color de rosa.
Desde el patio de butacas comprendíamos que aquella manera de enfocar la vida a veces tan amarga era probablemente propio de los países nórdicos, sumidos en un clima y en una tesitura social a la que la gente del sur no llegábamos.
Como recuerdo nos ha quedado el danés Lars Von Trier, quien nos dice cuando los productores se lo permiten que la vida no es siempre en technicolor y, desde luego, mucho más enormemente compleja de lo que creen los que se criaron con la MGM y otros grandes estudios norteamericanos.
Pero está visto que siempre se puede hacer más y peor.
Una serie televisada de origen británico, "Wallander" se ha propuesto por lo visto devolvernos a aquellos países del norte muy norte de Europa donde la luz no es igual que en el sur y donde tampoco se piensa igual ni se consideran las cosas como cuando tienes encima de la cabeza un sol a veces inmisericorde pero siempre agradable.
Wallander es el apuesto Kenneth Branagh, ya madurito, inspector de policía en un pueblo del sur de la Suecia más profunda.
Wallander ha sido inventado por un novelista sueco, Henning Mankell, que tampoco bailaba por sevillanas en el desayuno.
Si las novelas eran negras, la serie en televisión es de un gris desesperado del que te consuelas un poco cuando compruebas que casi todo el mundo tiene un Volvo, el coche de postín que tanto brilla en las películas norteamericanas.
Y los casos que tiene que resolver el atribulado inspector, divorciado, casi peleado con su única y rubia hija que no le ha invitado ni siquiera a su boda pero que está bien, será el abuelo de su hijo, van desde los dramas más rurales que a ratos recuerdan al comisario Maigret, aquel francés de la pipa que siempre lo resolvía todo con reflexión, hasta los misterios de una secta, uno de cuyos miembros tiene la lindeza de quemar animales.
Y surge la reflexión de un médico de la policía: "Yo antes era cristiano, hasta que me hice patólogo forense".
Es cierto que el ambiente es de alta funcionalidad. La policía lleva uniformes impecables pero sin lujos, la gente lleva vidas grises pero sin paro. Vamos, el sueño de una noche de verano en el sur. Salvo que todo está bañado de una tristeza que por momentos puede parecer morbosa.
Da la impresión, desagradable, de que la infelicidad habla sueco o cualquier otra lengua del norte rico. Y llegas a preguntarte: ¿la riqueza no hacía la felicidad o por lo menos ayudaba? Con Wallander parece que no.
Las inspectoras que se ven en nada recuerdan a aquellas nórdicas que en los sesenta invadieron el sur de Europa en busca de otro mundo más folclórico: Y el pastor evangélico del el penúltimo episodio es más bien siniestro: "Ahora en Suecia la gente ya no quiere ir a la iglesia, la consideran amoral".
Hay algunas novelas negras clásicas, escritas por norteamericanos, británicos y franceses, que llegan a tener personajes mucho más amables y casi graciosos que el inspector Wallander. Es como si a cada paso, a cada investigación, estuviese proclamando alto y claro que al norte no le sienta bien a la alegría, al menos a la alegría de andar por casa, la alegría de mercadillo que ni siente ni padece.
Cuando el inspector Wallander te lleva a la desesperación de los tonos grises, inacabables tonos grises, no te queda más remedio que pensar en otros héroes policiales televisivos y fatalmente, y sin llegar al payaso de Columbo, recurso supremo contra la melancolía, te tienes que acordar de la serie italiana protagonizada por un tal comisario Montalbano y escrita por el enorme Andrea Camilleri.
Es cierto que el sur profundo de Italia, con Sicilia y sus mafiosos, recuerda a veces a la siniestralidad del norte de Europa, pero allí se derrocha sol sin contar y, quieras que no, un muerto con 30 grados a la sombra nada tiene que ver con otro difunto con el termómetro gris bajo cero.
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