Colaboración: El libro olvidado de Emile Zola

por © NOTICINE.com
Emile Zola
Por Sergio Berrocal
   
Abres un libro una mañana de otoño, cuando empieza a despuntar el sol más sureño de Europa, allí donde la tierra abraza al Mediterráneo indiferente. El libro lo has cogido sin pensar, por casualidad, de la biblioteca, un amasijo de cosas con pastas que te sigue como el perro que nunca tuviste a través de países de exilio que alguna vez fueron tierras de esperanza.

Es muy de mañana y el sol todavía frío te anuncia tonteando un día brillante sin más ni menos esperanza que en otros amaneceres a la misma hora, en el mismo cachito de sofá que se asoma con precaución a una terraza y al mar con vocación de lago de los cisnes que te mira sin la menor simpatía, sin que se le mueva una ola de cariño.

Esto es el sur de los sures, allí donde casi nunca pasa nada, al menos nada que te concierna, que te de un pedacito de emoción, y por eso entiendes, animalito de poca compañía, que tus mejores aliados en estos eternos amaneceres son esos libros que has arrastrado sin acordarte detrás de ti sin ningún afecto, por supuesto, y menos gratitud por lo que te habían dado cuando por primera vez los leíste.

Las calles todavía no han abierto, ni siquiera los bares, y sólo algunos nórdicos se atreven a meterse en las primeras luces de un día, te lo temes, que va a ser como los demás, es decir que no va a ser, a espaldas del mundo que, estás seguro, sigue palpitando en algún lugar, a muy poco tiempo de alfombra voladora.

De pura congoja, para probarte sin duda que sigues vivo --Leonard Cohen acaba de morir, dice la radio-- abres el libro de tapas un poco pretenciosas. El sol anda dándose importancia allá por el horizonte y tontea todo lo que puede antes de ponerse a calentar, su faena de todos los días.

Dentro de ese libro hay una tarjeta postal que huele a rancio. No es tu letra pero crees reconocer la de una niña-mujer que lo significó todo para ti cuando todavía eras joven. A ella no le dio tiempo a envejecer como tú, porque a ti te castigaron. Eran tiempos en los que creías sin rechistar que podrías jugar con el destino pese a que una gitana te advirtió, con un ramito de oloroso romero, que ese circuito de vida ya estaba escrito y rubricado en la palma de tu mano izquierda.

Y en realidad, cuando lo piensas, ni te lo creíste ni dejaste de creerlo porque eran tiempos, malditos tiempos, en los que a ratos, pero demasiados ratos, creías que serías inmortal.

El libro está editado en París por una editorial suiza, cuando todavía no sabías que Rick había dicho aquella machada desesperada de que "siempre nos quedará París". Sabes mejor que el común de los mortales que eso era una ilusión más que un tío con talento, quizá fuera un Faulkner cualquiera, escribió en un estrecho despacho, apenas cabía la mesa, una silla y un armarito, de un estudio de cine de Hollywood.

Con el tiempo, que todo lo estropea porque se empeña en darte una visión neorrealista de auténtico ladrón de bicicletas, te has dado cuenta de que París ya no existe para ti. Porque lo perdiste cuando lo tenías ganado, porque fuiste de un orgullo desmesurado y te creías todo lo que te decías cuando los huevos duros con sal –entonces no tenías la tensión alta—eran para ti el manjar más exquisito.

Desde que leíste por primera vez ese libro que todavía no te has atrevido a abrir –la tarjeta postal atestigua que ya hace cuarenta años—los bárbaros que tú solo conocías por las películas y en algún libro para jóvenes, se han adueñado del miedo de la gente.

Tú los conociste como amables personajes que tenían alfombras voladoras, que encontraban tesoros inconcebibles fuera de Oriente y que liberaban del triste destino del harem del sultán a la bella favorita, que ellos luego amarían y que les sonreiría para siempre jamás.

Con sus modernas cimitarras que escupen muerte a la velocidad de la luz, los bárbaros, primos de aquellos héroes de tu infancia, han pisoteado tu París, los malditos, y lo han violado sin piedad y en nombre de un terrible dios infame.

Pero tu libro ha resistido a todo y está ahí, esperando que vuelvas a abrirlo, como aquella primera vez que te dio tanta ilusión que sonreíste encantado mientras las palabras se paseaban por todo tu cerebro, inundándote de alegría. Fue tu amigo, tu único amigo, el que nunca te falló y que siempre, siempre, estuvo a tu lado cuando necesitabas un abrazo, un beso.

Espera tu libro que lo vuelvas a abrir, que le devuelvas los favores que él te hizo, que le devuelvas la vida, porque un libro que no se lee es un libro muerto. Todos los libros, hasta los menos recomendables, hasta esos tuyos que tan poquitos lectores tienen, llevan en sus páginas un alma. Quizá cursimente podría decir que es un alma de papel, pero existe y hasta les molesta que los dejes enterrados en el polvo y castigados a no dar alegrías o emociones a nadie más. Y basta con que te arrepientas y vuelvas a empezar a leerlos para que te perdonen la ingratitud de haberlos tenido cerrado todos estos años.

El libro por fin abierto en esta mañana de otoño europeo empieza así:

""Claude passait devant l’hôtel de ville, et deux heures du matin sonnaient à l’horloge, quand l’orage éclata".

"Claude pasaba delante del ayuntamiento, en cuyo reloj daban las dos de la madrugada, cuando estalló la tormenta".

Es "L’Oeuvre" (La obra) y lo escribió el que sería padre del naturalismo, el francés Emile Zola.

Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.