Colaboración: El botellón de Clinton y Trump
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Por Sergio Berrocal
Nos mangonean, nos arrollan, somos menos que una cerilla apagada en un escupitajo pero todo sigue igual que ayer y estamos más contentos que mañana, más que anteayer y todavía mucho más, infinitamente más que dentro de unos días. Una niña de doce años aparece en coma etílico después de haberse emborracho sin saber que se estaba emborrachando. Y a las costas sureñas de España y de Italia siguen llegando legiones de desgraciados que buscan una vida mejor y por la que se han jugado sus vidas miserables atravesando mares con más valor que Sebastián Elcano, que Cristobal Colón o que Kennedy cuando apareció con una lesión en la espalda en no sé qué guerra para ricos.
Porque los pobres de misericordia, preferentemente negros o tostaditos, no tienen guerras con ejércitos. Son tan desgraciados que mueren porque se enamoraron de una forma de vivir occidental que ya ni siquiera existe para los occidentales. Y siguen desembarcando tras haber corrido mil peligros. Y ni siquiera se les trata como héroes.
Y nosotros, la gente de bien, los que no tenemos que atravesar muros de muchas vergüenzas para intentar vivir, los que no arriesgamos ahogarnos más que en nuestras bañeras con agua a temperatura del cuerpo, seguimos engañándonos, porque es una forma de vivir, porque es nuestra forma, porque no tenemos arrestos para lanzarnos al mar y buscar Ítaca, por si Ulises todavía no se ha ido y podemos tomar café con Penélope.
Y admiramos todo lo que brilla, todo lo que nos ofrecer el Imperio, donde un hombre y una mujer se están dejando la vida para llegar a la Presidencia de los Estados Unidos, es decir para ser Emperador o Emperadora, que no hombre, que se dice Emperatriz, de un mundo sumido en las huracanadas y nunca acabadas crisis sociales y económicas. Pero somos felices porque los vemos de lejos y gozamos porque nos dejan asistir al magno espectáculo.
Clint Eastwood saca su última película, la historia de un piloto de aeroplano heroico, porque allí, en el Imperio todo es heroísmo. Y aplaudimos. ¡Qué bien!
Porque interesándonos por ese mundo tan lejano del nuestro, el de Wall Street, el de las estrellas de Hollywood, tenemos la sensación tonta de participar en esos banquetes de rica inmundicia a la que nunca nos invitarán. Porque no pertenecemos a ese planeta. Y por eso despreciamos a los negros que llegan en pateras a nuestros mares aunque ya las fotos de niños ahogados, de desgraciados muertos de terror no menean el corazoncito de nadie.
Menos mal que los cineastas están ahí para enseñarnos la heroicidad de un piloto que nos importa un carajo, el andar psicológico y masturbador de un tipo raro que los críticos, para eso se les paga, vitorean para que las taquillas se llenen a rebosar y seamos feliz en nuestra mediocridad acrisolada de falsas esperanzas.
Sigue habiendo limpiabotas, como en los mejores tiempos del cine de Luis Buñuel, de cualquier neorrealismo que se precie, pero ahora se les considera atractivo turístico. Y todos tan contentos.
Y mientras unos médicos con alma pero destrozados por la imbecilidad ambiente trataban de salvar a la niña de doce años en coma etílico, nosotros nos repantingábamos en nuestros sofás, canapés u otros supletorios al olvido y mirábamos la televisión. A menos que estés en una sala de cine babeando con la última genialidad de un cineasta que ni sabe que es un genio porque él creía que solo era taquillero.
Y entretanto esperamos con angustia el resultado de las elecciones en Estados Unidos. ¿Será Donald Trump? ¿Será Hillary Clinton? Admiramos el poderío de esta gente y nos decimos angustiados por lo que pase cuando se llegue a la meta. ¿Quién ganará?, se pregunta el vecino que anda trasteando para pagar el recibo de la hipoteca.
Y entonces se me aparece Oliver Stone con su cara de malos días, con esas arrugas en la frente que parecen contener todas las desgracias del mundo y desde un semanario francés, Le Nouvel Observateur, me mira en los ojos y me suelta: "La democracia norteamericana no existe" y explica lo inexplicable pero lo que todos sabemos desde que agarramos aquella primera borrachera de güisqui de garrafón, que Estados Unidos, patria de Oliver Stone, la misma que a él le ha dado millones de dólares en éxitos cinematográficos denunciadores, utiliza el terrorismo mundial "como excusa para recopilar masas de informaciones recogidas en el mundo entero. La idea es controlar el sistema. Hay una obsesión de poder".
De ahí, deduce Oliver Stone, la democracia no existe en Estados Unidos. "El complejo militar-industrial lo ha invadido todo. Está (la democracia) en manos de Wall Street. Lo único que cuenta es el dinero".
¿Que cómo está la niña de doce años en coma etílico después de un botellón autorizado o simplemente permitido por una autoridad cualquiera?
Pues ha muerto. Víctima de la imbecilidad, de la insensibilidad de un sistema que no tiene piedad más que de sí mismo.
Pero hablemos de las elecciones norteamericanas. De lo triste que está Barack Obama porque lo echan de la Casa Blanca pese a su Premio Nobel de Literatura, bueno, no es de Literatura, es Premio Nobel de la Paz.
Ahora hay que esperar para ver si Hillary Clinton llega a la Presidencia y nombra a su marido, el expresidente, el guaperas Bill Clinton, mayordomo real.
Pobre Donald Trump, con lo bien que peina su tupé…
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Nos mangonean, nos arrollan, somos menos que una cerilla apagada en un escupitajo pero todo sigue igual que ayer y estamos más contentos que mañana, más que anteayer y todavía mucho más, infinitamente más que dentro de unos días. Una niña de doce años aparece en coma etílico después de haberse emborracho sin saber que se estaba emborrachando. Y a las costas sureñas de España y de Italia siguen llegando legiones de desgraciados que buscan una vida mejor y por la que se han jugado sus vidas miserables atravesando mares con más valor que Sebastián Elcano, que Cristobal Colón o que Kennedy cuando apareció con una lesión en la espalda en no sé qué guerra para ricos.
Porque los pobres de misericordia, preferentemente negros o tostaditos, no tienen guerras con ejércitos. Son tan desgraciados que mueren porque se enamoraron de una forma de vivir occidental que ya ni siquiera existe para los occidentales. Y siguen desembarcando tras haber corrido mil peligros. Y ni siquiera se les trata como héroes.
Y nosotros, la gente de bien, los que no tenemos que atravesar muros de muchas vergüenzas para intentar vivir, los que no arriesgamos ahogarnos más que en nuestras bañeras con agua a temperatura del cuerpo, seguimos engañándonos, porque es una forma de vivir, porque es nuestra forma, porque no tenemos arrestos para lanzarnos al mar y buscar Ítaca, por si Ulises todavía no se ha ido y podemos tomar café con Penélope.
Y admiramos todo lo que brilla, todo lo que nos ofrecer el Imperio, donde un hombre y una mujer se están dejando la vida para llegar a la Presidencia de los Estados Unidos, es decir para ser Emperador o Emperadora, que no hombre, que se dice Emperatriz, de un mundo sumido en las huracanadas y nunca acabadas crisis sociales y económicas. Pero somos felices porque los vemos de lejos y gozamos porque nos dejan asistir al magno espectáculo.
Clint Eastwood saca su última película, la historia de un piloto de aeroplano heroico, porque allí, en el Imperio todo es heroísmo. Y aplaudimos. ¡Qué bien!
Porque interesándonos por ese mundo tan lejano del nuestro, el de Wall Street, el de las estrellas de Hollywood, tenemos la sensación tonta de participar en esos banquetes de rica inmundicia a la que nunca nos invitarán. Porque no pertenecemos a ese planeta. Y por eso despreciamos a los negros que llegan en pateras a nuestros mares aunque ya las fotos de niños ahogados, de desgraciados muertos de terror no menean el corazoncito de nadie.
Menos mal que los cineastas están ahí para enseñarnos la heroicidad de un piloto que nos importa un carajo, el andar psicológico y masturbador de un tipo raro que los críticos, para eso se les paga, vitorean para que las taquillas se llenen a rebosar y seamos feliz en nuestra mediocridad acrisolada de falsas esperanzas.
Sigue habiendo limpiabotas, como en los mejores tiempos del cine de Luis Buñuel, de cualquier neorrealismo que se precie, pero ahora se les considera atractivo turístico. Y todos tan contentos.
Y mientras unos médicos con alma pero destrozados por la imbecilidad ambiente trataban de salvar a la niña de doce años en coma etílico, nosotros nos repantingábamos en nuestros sofás, canapés u otros supletorios al olvido y mirábamos la televisión. A menos que estés en una sala de cine babeando con la última genialidad de un cineasta que ni sabe que es un genio porque él creía que solo era taquillero.
Y entretanto esperamos con angustia el resultado de las elecciones en Estados Unidos. ¿Será Donald Trump? ¿Será Hillary Clinton? Admiramos el poderío de esta gente y nos decimos angustiados por lo que pase cuando se llegue a la meta. ¿Quién ganará?, se pregunta el vecino que anda trasteando para pagar el recibo de la hipoteca.
Y entonces se me aparece Oliver Stone con su cara de malos días, con esas arrugas en la frente que parecen contener todas las desgracias del mundo y desde un semanario francés, Le Nouvel Observateur, me mira en los ojos y me suelta: "La democracia norteamericana no existe" y explica lo inexplicable pero lo que todos sabemos desde que agarramos aquella primera borrachera de güisqui de garrafón, que Estados Unidos, patria de Oliver Stone, la misma que a él le ha dado millones de dólares en éxitos cinematográficos denunciadores, utiliza el terrorismo mundial "como excusa para recopilar masas de informaciones recogidas en el mundo entero. La idea es controlar el sistema. Hay una obsesión de poder".
De ahí, deduce Oliver Stone, la democracia no existe en Estados Unidos. "El complejo militar-industrial lo ha invadido todo. Está (la democracia) en manos de Wall Street. Lo único que cuenta es el dinero".
¿Que cómo está la niña de doce años en coma etílico después de un botellón autorizado o simplemente permitido por una autoridad cualquiera?
Pues ha muerto. Víctima de la imbecilidad, de la insensibilidad de un sistema que no tiene piedad más que de sí mismo.
Pero hablemos de las elecciones norteamericanas. De lo triste que está Barack Obama porque lo echan de la Casa Blanca pese a su Premio Nobel de Literatura, bueno, no es de Literatura, es Premio Nobel de la Paz.
Ahora hay que esperar para ver si Hillary Clinton llega a la Presidencia y nombra a su marido, el expresidente, el guaperas Bill Clinton, mayordomo real.
Pobre Donald Trump, con lo bien que peina su tupé…
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