Colaboración: El neorrealismo del Chardonnay
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Lo que más sorprende cuando se penetra en la vida y aventura de los novelistas norteamericanos es que casi ninguno ha conocido grandes estrecheces mientras trataba de publicar su primera obra. Contraste con países menos afortunados, donde la mayoría escribe por placer o termina en la autoedición. Ernest Hemingway se paseaba por el París de los años veinte con el desparpajo de tener siempre a mano buenos dólares esperándole en cheques de viaje por lo general en la agencia de American Express en la Place de la Madeleine.
Vivía sin embargo en la rue Mouffetard, modesta pero ya con ínfulas de intelectual, en un apartamento situado por encima de una de esas carnicerías francesas que parecen tiovivos, de donde salían los bistecs y entrecotes mejor cortados de todo el Barrio Latino.
Dicen que solía bajar a buscar el plato fuerte del día a esta tienda que durante mucho tiempo fue una de las más concurridas y apetecibles del barrio.
Su piso, que ocupaba con su esposa, era pequeño pero confortable y, sobre todo, muy bien calentado, condición esencial en los fríos inviernos de las casas viejas de París.
Muy cerca de la carnicería, y ya en los años cincuenta y siete, estuve yo parando en un hotelito cuya entrada se encontraba en un bar cutre hasta la desesperación de un párrafo de Zola, donde las maderas, que parecían arrancadas a algún naufragio, apestaban al sudor frío sin ducha de los obreros del primer café hirviendo.
Mi cuarto me lo alquilaba un siniestro argelino probablemente renegado huido de un cacho vergonzoso de la guerra colonial de l’Algerie française y que tal vez se había ganado así la licencia para abrir aquel establecimiento que habría hecho huir a cualquier personaje de Charles Dickens.
Consistía en un cubículo con una cama de flejes fresquitos donde se retozaban gustosas todas las chinches de la vecindad y un armario como eran los viejos armarios franceses, llenos de nada y de sustos.
El alquiler era tan modesto como mis posibilidades de pagarlo, cinco francos por noche, a entregar cada día o cada noche pero sin falta o dormías en la calle. Y para evitar que alguien escapara al control, la escalera que accedía a los pisos estaba empalada en el mostrador, donde él patrón era el siniestro mascarón de proa de un buque que parecía haber encallado en la época de los miserables.
Cuando iba a dormir tenía que negociar con la puerta del armario, una enorme luna que siempre tenía tendencia a estar abierta.
Te lavabas en un lavabillo que ya no tenían ni los prostíbulos más miserables de Barbès y todo lo demás lo compartías con otros desgraciados en el descansillo.
Hemingway hubiese apelado a Naciones Unidas o a la Sociedad de Naciones y se hubiese declarado apátrida de la vida y reclamado un pasaporte Nassen al tiempo que le habría pegado un tiro al argelino, con ese revólver con el que pretendía defenderse del FBI.
Yo no estaba tan loco, sobre todo porque no tenía cheques-dólares que recoger en la Place de la Madeleine, adonde solo iba para admirar las vitrinas de la American Express soñando que yo también, un día de estos…
Mientras, Hemingway tenía comprada las simpatías del patrón del más mullido café de Mouffetard que, auvergnat oledor de billetes de curso legal, le preparaba todas las mañanas un suntuoso café crème con dos no menos suntuosos croissants au beurre.
Mientras, él se calentaba en la panzuda estufa y después de alimentarla con copos de madera que el propietario le ponía a mano para que el loco americano se distrajese, le sacaba punta al lápiz dispuesto a escribir tres párrafos de un nuevo capítulo de un nuevo libro y de una nueva remesa de cheques de viajes en la Madeleine.
Place de la Contrescarpe, un poquito más arriba, un refugiado español me ofrecía un panecillo con algo de mantequilla y un petit crème por un precio casi simbólico pero caro para mi hacienda. Generosidad del recuerdo de una guerra perdida y de una familia quizá trastocada.
Desde que publicase sus primeros artículos en el Kansas City, con dieciséis o diecisiete años, Hemingway entró en el sistema literario norteamericano según el cual se podían publicar cuentos o relatos bastante fácilmente y si dabas en el clavo, los cheques de fin de mes estaban asegurados por una buena temporada.
En un país con poco o nula tradición literaria, Estados Unidos era la meca del escribidor.
En mi caso, aprendiz de periodista sin más referencias que haber trabajado un tiempo en el semanario Cosmópolis de Tánger, hoy Marruecos y entonces ciudad internacional, sin además conocer apenas el francés, aún menos escrito, mis posibilidades en una ciudad como París eran casi nulas. Salvo actuar, lo que hacía, como corresponsal de revistas españolas de menor cuantía que, con algunas fotos que siempre hacía para acompañar, me permitían vivir unos días por mes.
Pero solo aparecía esta personita por la Place de la Madeleine para oler las flores del mercado que lo santificaba todo. Y aunque la tienda de exquisiteces gastronómicas a precios prohibitivos, Fauchon, te tendía los brazos, como decía la canción, te dabas un atracón mirando los escaparates.
En aquellos años, en los veinte o en los sesenta, los escritores norteamericanos seguían siendo los reyes del vals. Las editoriales pululaban y se mostraban generosas, sobre todo las de Estados Unidos que jugaban además con la ventaja del cambio de moneda.
Seguramente la literatura norteamericana no hubiese sido tan abundante y diversa de no haber existido esas circunstancias.
Claro que algunos autores tenían el principio del comienzo de una dificultad cuando jugaban la carta de la rebeldía. Era el caso de Henry Miller (autor de "Sexus", primero escándalo y luego reconocimiento universal) quien tuvo más dificultades que el futuro Premio Nobel ya que su literatura pornográfica no siempre caía bien, y menos aún entre los editores de Estados Unidos donde, sin embargo, y pese a todos los remilgos, llegó a ser con muchos años de trabajo y alguna que otra patada de necesidad un autor culto.
La carrera de Hemingway y otros compatriotas como Fitzgerald o Dos Passos se singulariza por la relación tan fluida que tenían con el dinero. Vivir en Europa, en París más bien, y recibir derechos de autor o adelantos de editoriales norteamericanas en dólares (cinco francos por dólar) era una verdadera locura.
Los norteamericanos solían almorzar en los restaurantes más exquisitos. La Closerie des Lilas, que todavía hoy es garantía de buen comer y de elegancia a toda pastilla, era la cantina de Hemingway, ya que el dólar podía con todo.
Pero la concepción de las cosas se resentía. La visión de Hemingway sobre el París que él vivía no podía ser la misma que la de un escritor necesitado de proteínas. El hambre nunca ha predispuesto al excentricismo optimista.
El ejemplo más claro lo encontré en Tánger, donde los escritores norteamericanos se afincaban fácilmente, tanto por la calidad de vida como por el clima maravilloso y la posibilidad de vivir todavía con menos dinero que en París.
Paul Bowles formaba parte de esa generación de estadounidenses que consideraba Tánger como un lugar exótico anclado entre los cercanos desiertos y el mar que le lamía los pies suficientemente a gusto para vivir y para construir una obra.
Casi contemporáneo suyo fue el marroquí Mohamed Chukri, autor de un libro desgarrador, "Le pain nu", y también de "Tiempo de errores" y la singular novela, todas autobiográficas, "Rostros, amores, maldiciones".
Bowles era un norteamericano instalado en el confort del dólar, por repetitiva que suene esta noción es indispensable para entender las diferencias entre el acomodado norteamericano y el marroquí del Rif que había salido literalmente de los bajos fondos, que le sirvieron para crear sus personajes y componer las historias más reales (más neorrealistas), poco agradables para leer con un güisqui en la mano en el Waldorf de Nueva York.
Estos dos escritores, que vivieron en el mismo espacio escénico, son un ejemplo claro de lo que el bienestar, la buena alimentación y los fines de mes sin apuros pueden influir en la percepción literaria.
Desde su inigualable "El cielo protector", Paul Bowles ofrece una sociedad estructurada alrededor de la miseria pero agradable para vivir. Es el neorrealismo del elegante Chardonnay, ese vino blanco de Burdeos que se puso de moda en Estados Unidos y es referencia de buen gusto en cualquier película de la buena sociedad norteamericana.
Chukry tal vez conoció el champán porque vivía en una sociedad típicamente francesa pero nunca supo el gusto exquisito del Chardonnay. Sus personajes de los bajos fondos, de los que le ayudó a salir Bowles, preferían a ese elegante vino blanco los aguardientes más feroces, los que permitían que la vida y el sueño fueran menos desagradable en el submundo en el que ellos vivían y morían.
Todavía en los años dos mil, la posición del escritor o de la escritora norteamericana nada tiene que ver con la de los países menos afortunados de Europa o América Latina, dejando de lado a los que forman parte del imperio pudiente del norte.
Es difícil imaginar que el neorrealismo hubiese podido nacer en Estados Unidos.
Tuvo que tener su portal de Belén en la miseria de la Italia, con Vittorio De Sica, en los años cuarenta, cuando quedaban todavía los rastrojos de la catastrófica II Guerra Mundial (1939-1945).
Ese estilo de pintar la vida lo arrastró la miseria de un país, que como otros de Europa, apenas les quedaba sangre en las heridas de un conflicto que solo había beneficiado a los ricos de siempre y principalmente a Estados Unidos, primer actor en esa guerra, aunque la empezara con dos años de retraso, y luego reconstructor, con lo que todo quedaba en casa.
El dinero permitía a los autores norteamericanos crear su realidad sin problemas de intendencia. Por eso, porque a la mayoría de ellos no les faltaba de nada, nunca hubiesen pensado que robar una bicicleta por pura necesidad o pelearse por un plato de pasta podía ser interesante para sus lectores de Manhattan.
Porque a los otros, a los pobres o con promesa de pobreza, la vida no les da más que besitos de esperanza. Nunca un abrazo que estruja las costillas y corta el suspiro.
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Lo que más sorprende cuando se penetra en la vida y aventura de los novelistas norteamericanos es que casi ninguno ha conocido grandes estrecheces mientras trataba de publicar su primera obra. Contraste con países menos afortunados, donde la mayoría escribe por placer o termina en la autoedición. Ernest Hemingway se paseaba por el París de los años veinte con el desparpajo de tener siempre a mano buenos dólares esperándole en cheques de viaje por lo general en la agencia de American Express en la Place de la Madeleine.
Vivía sin embargo en la rue Mouffetard, modesta pero ya con ínfulas de intelectual, en un apartamento situado por encima de una de esas carnicerías francesas que parecen tiovivos, de donde salían los bistecs y entrecotes mejor cortados de todo el Barrio Latino.
Dicen que solía bajar a buscar el plato fuerte del día a esta tienda que durante mucho tiempo fue una de las más concurridas y apetecibles del barrio.
Su piso, que ocupaba con su esposa, era pequeño pero confortable y, sobre todo, muy bien calentado, condición esencial en los fríos inviernos de las casas viejas de París.
Muy cerca de la carnicería, y ya en los años cincuenta y siete, estuve yo parando en un hotelito cuya entrada se encontraba en un bar cutre hasta la desesperación de un párrafo de Zola, donde las maderas, que parecían arrancadas a algún naufragio, apestaban al sudor frío sin ducha de los obreros del primer café hirviendo.
Mi cuarto me lo alquilaba un siniestro argelino probablemente renegado huido de un cacho vergonzoso de la guerra colonial de l’Algerie française y que tal vez se había ganado así la licencia para abrir aquel establecimiento que habría hecho huir a cualquier personaje de Charles Dickens.
Consistía en un cubículo con una cama de flejes fresquitos donde se retozaban gustosas todas las chinches de la vecindad y un armario como eran los viejos armarios franceses, llenos de nada y de sustos.
El alquiler era tan modesto como mis posibilidades de pagarlo, cinco francos por noche, a entregar cada día o cada noche pero sin falta o dormías en la calle. Y para evitar que alguien escapara al control, la escalera que accedía a los pisos estaba empalada en el mostrador, donde él patrón era el siniestro mascarón de proa de un buque que parecía haber encallado en la época de los miserables.
Cuando iba a dormir tenía que negociar con la puerta del armario, una enorme luna que siempre tenía tendencia a estar abierta.
Te lavabas en un lavabillo que ya no tenían ni los prostíbulos más miserables de Barbès y todo lo demás lo compartías con otros desgraciados en el descansillo.
Hemingway hubiese apelado a Naciones Unidas o a la Sociedad de Naciones y se hubiese declarado apátrida de la vida y reclamado un pasaporte Nassen al tiempo que le habría pegado un tiro al argelino, con ese revólver con el que pretendía defenderse del FBI.
Yo no estaba tan loco, sobre todo porque no tenía cheques-dólares que recoger en la Place de la Madeleine, adonde solo iba para admirar las vitrinas de la American Express soñando que yo también, un día de estos…
Mientras, Hemingway tenía comprada las simpatías del patrón del más mullido café de Mouffetard que, auvergnat oledor de billetes de curso legal, le preparaba todas las mañanas un suntuoso café crème con dos no menos suntuosos croissants au beurre.
Mientras, él se calentaba en la panzuda estufa y después de alimentarla con copos de madera que el propietario le ponía a mano para que el loco americano se distrajese, le sacaba punta al lápiz dispuesto a escribir tres párrafos de un nuevo capítulo de un nuevo libro y de una nueva remesa de cheques de viajes en la Madeleine.
Place de la Contrescarpe, un poquito más arriba, un refugiado español me ofrecía un panecillo con algo de mantequilla y un petit crème por un precio casi simbólico pero caro para mi hacienda. Generosidad del recuerdo de una guerra perdida y de una familia quizá trastocada.
Desde que publicase sus primeros artículos en el Kansas City, con dieciséis o diecisiete años, Hemingway entró en el sistema literario norteamericano según el cual se podían publicar cuentos o relatos bastante fácilmente y si dabas en el clavo, los cheques de fin de mes estaban asegurados por una buena temporada.
En un país con poco o nula tradición literaria, Estados Unidos era la meca del escribidor.
En mi caso, aprendiz de periodista sin más referencias que haber trabajado un tiempo en el semanario Cosmópolis de Tánger, hoy Marruecos y entonces ciudad internacional, sin además conocer apenas el francés, aún menos escrito, mis posibilidades en una ciudad como París eran casi nulas. Salvo actuar, lo que hacía, como corresponsal de revistas españolas de menor cuantía que, con algunas fotos que siempre hacía para acompañar, me permitían vivir unos días por mes.
Pero solo aparecía esta personita por la Place de la Madeleine para oler las flores del mercado que lo santificaba todo. Y aunque la tienda de exquisiteces gastronómicas a precios prohibitivos, Fauchon, te tendía los brazos, como decía la canción, te dabas un atracón mirando los escaparates.
En aquellos años, en los veinte o en los sesenta, los escritores norteamericanos seguían siendo los reyes del vals. Las editoriales pululaban y se mostraban generosas, sobre todo las de Estados Unidos que jugaban además con la ventaja del cambio de moneda.
Seguramente la literatura norteamericana no hubiese sido tan abundante y diversa de no haber existido esas circunstancias.
Claro que algunos autores tenían el principio del comienzo de una dificultad cuando jugaban la carta de la rebeldía. Era el caso de Henry Miller (autor de "Sexus", primero escándalo y luego reconocimiento universal) quien tuvo más dificultades que el futuro Premio Nobel ya que su literatura pornográfica no siempre caía bien, y menos aún entre los editores de Estados Unidos donde, sin embargo, y pese a todos los remilgos, llegó a ser con muchos años de trabajo y alguna que otra patada de necesidad un autor culto.
La carrera de Hemingway y otros compatriotas como Fitzgerald o Dos Passos se singulariza por la relación tan fluida que tenían con el dinero. Vivir en Europa, en París más bien, y recibir derechos de autor o adelantos de editoriales norteamericanas en dólares (cinco francos por dólar) era una verdadera locura.
Los norteamericanos solían almorzar en los restaurantes más exquisitos. La Closerie des Lilas, que todavía hoy es garantía de buen comer y de elegancia a toda pastilla, era la cantina de Hemingway, ya que el dólar podía con todo.
Pero la concepción de las cosas se resentía. La visión de Hemingway sobre el París que él vivía no podía ser la misma que la de un escritor necesitado de proteínas. El hambre nunca ha predispuesto al excentricismo optimista.
El ejemplo más claro lo encontré en Tánger, donde los escritores norteamericanos se afincaban fácilmente, tanto por la calidad de vida como por el clima maravilloso y la posibilidad de vivir todavía con menos dinero que en París.
Paul Bowles formaba parte de esa generación de estadounidenses que consideraba Tánger como un lugar exótico anclado entre los cercanos desiertos y el mar que le lamía los pies suficientemente a gusto para vivir y para construir una obra.
Casi contemporáneo suyo fue el marroquí Mohamed Chukri, autor de un libro desgarrador, "Le pain nu", y también de "Tiempo de errores" y la singular novela, todas autobiográficas, "Rostros, amores, maldiciones".
Bowles era un norteamericano instalado en el confort del dólar, por repetitiva que suene esta noción es indispensable para entender las diferencias entre el acomodado norteamericano y el marroquí del Rif que había salido literalmente de los bajos fondos, que le sirvieron para crear sus personajes y componer las historias más reales (más neorrealistas), poco agradables para leer con un güisqui en la mano en el Waldorf de Nueva York.
Estos dos escritores, que vivieron en el mismo espacio escénico, son un ejemplo claro de lo que el bienestar, la buena alimentación y los fines de mes sin apuros pueden influir en la percepción literaria.
Desde su inigualable "El cielo protector", Paul Bowles ofrece una sociedad estructurada alrededor de la miseria pero agradable para vivir. Es el neorrealismo del elegante Chardonnay, ese vino blanco de Burdeos que se puso de moda en Estados Unidos y es referencia de buen gusto en cualquier película de la buena sociedad norteamericana.
Chukry tal vez conoció el champán porque vivía en una sociedad típicamente francesa pero nunca supo el gusto exquisito del Chardonnay. Sus personajes de los bajos fondos, de los que le ayudó a salir Bowles, preferían a ese elegante vino blanco los aguardientes más feroces, los que permitían que la vida y el sueño fueran menos desagradable en el submundo en el que ellos vivían y morían.
Todavía en los años dos mil, la posición del escritor o de la escritora norteamericana nada tiene que ver con la de los países menos afortunados de Europa o América Latina, dejando de lado a los que forman parte del imperio pudiente del norte.
Es difícil imaginar que el neorrealismo hubiese podido nacer en Estados Unidos.
Tuvo que tener su portal de Belén en la miseria de la Italia, con Vittorio De Sica, en los años cuarenta, cuando quedaban todavía los rastrojos de la catastrófica II Guerra Mundial (1939-1945).
Ese estilo de pintar la vida lo arrastró la miseria de un país, que como otros de Europa, apenas les quedaba sangre en las heridas de un conflicto que solo había beneficiado a los ricos de siempre y principalmente a Estados Unidos, primer actor en esa guerra, aunque la empezara con dos años de retraso, y luego reconstructor, con lo que todo quedaba en casa.
El dinero permitía a los autores norteamericanos crear su realidad sin problemas de intendencia. Por eso, porque a la mayoría de ellos no les faltaba de nada, nunca hubiesen pensado que robar una bicicleta por pura necesidad o pelearse por un plato de pasta podía ser interesante para sus lectores de Manhattan.
Porque a los otros, a los pobres o con promesa de pobreza, la vida no les da más que besitos de esperanza. Nunca un abrazo que estruja las costillas y corta el suspiro.
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