Colaboración: Belleza de mujer

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"Esencia de mujer"
Por Sergio Berrocal    
 
El viejo ciego Al Pacino, porque siempre se es viejo cuando se quiere conquistar a un brote que pronto dará el más bello de los jazmines, trata de deslizarse por la pista de un rancio tango como quizá, tal vea, a lo mejor, hubiese podido hacerlo Fred Astaire, que siempre fue o pareció viejo y que probablemente nunca murió, porque las momias ya tienen vida propia.

El Pacino condecorado hasta dejar cansada la guerrera del uniforme que algún día fue glorioso para él piensa mientras suena el tango que si sus ojos están muertos, el resto de su cuerpo está vivo, y sonríe con ese triunfalismo que desde fuera parece pura pena. Qué sabrán los demás.

Cuando conduces con tus manos a una niña-mujer, esa especie en vías de extinción por mor de sexos indefinidos, que hace chirriar sus medias de seda recién compradas y recién puestas con las ligas de rigor, te sientes el rey de reyes, el rey de un manbo que hubiese ritmado con su chihuahua en los brazos el mismísimo Xavier Cugat.

Aunque no sepas lo que va a pasar cuando acabe la música. No sabes si tu pareja saldrá corriendo para refugiarse en otros brazos, donde haya unos ojos que le puedan decir lo bella que es, lo bien que le va la excitación de haber danzado con el pobre ciego que da vueltas en la pista, solo y perdido, hasta que su asistente personal lo recupera.

Ella, la ninfa de las medias negras, le mirará desde otra mesa, a diez mil millas de su ceguera y quizá imagine lo que habría querido imaginar. Ella es la actriz Gabrielle Anwar, nunca o casi dicho.

O tal vez el director de esta "Esencia de mujer / Perfume de mujer / Scent of a Woman" (1992), un remake de la comedia italiana protagonizada por el genial Vittorio Gassman y dirigida por Dino Risi "Perfume de mujer / Profumo di donna" (1974), autorice la continuación del rodaje.

Ha terminado el tango y la pareja se encierra en un ascensor, en la habitación, donde ella le ayuda a desnudarse, mientras deja que su vestido de tul negro se deslice por sus espaldas.

El ciego sacará una sonrisa cuando oiga como ella se enrolla cuidadosamente sus medias de seda y hace saltar el liguero, antes de dejar que él, con esas manos que ven, le ayude a quitarse el último fortín que le queda ante de dejar que el tango siga entre los mullidos almohadones y mientras cae por el ventanal de enfrente la luz sobre Manhattan.

Siempre hay una mujer en todo lo que hace un hombre, sea ciego o vidente.

Algunas no saben bailar el tango ni se ponen ligas de alta lencería, pero son diosas en el país de las mujeres excepcionales. Alguna inmensa actriz como Julieta Cardinali a vueltas con el personaje de una Eva Perón que después de Juana de Arco y de Marie Curie fueron mujeres de armas tomar, bellas por belleza pura o belleza del alma.

Cardinali en "Carta a Eva" casi tan apasionante y sensual como la danza de Al Pacino.

La belleza en la mujer es algo tan corriente como cualquier cosa que sea corriente amén de excepcional.

No hay mujeres feas, decía el poeta ciego, solo mujeres diferentes. Y el cine es el paraíso de los sueños, donde una cámara, un talento, dos vestidos y tres diálogos transforman la banalidad en sueño de cualquier tarde de calor sureño.

La mujer, cualquier mujer, se crece en el espectáculo, en un primer plano de una cámara que te ama a la locura o por causa de unas palabras que sueñan a sueño, porque, finalmente, hasta lo peor, siempre sueño es.

Edith Piaf, insignificante, fea, chiquitilla, ridícula con su eterno vestido negro de Monoprix se convertía en una diosa cuando caía dentro del foco blanco y normalmente sin piedad para cualquier rostro, para cualquier defecto, para cualquier gesto feo.

Edith, la mujer que decían tenía el temperamento amoroso más volcánico de todo el planeta francés, se bañaba en la luz como Cleopatra en su leche de burra. Y siempre, todas las noches, o incluso por la tarde, porque en el teatro no hay más que tinieblas, despertaba en los espectadores todos los más bellos sentimientos.

Edith Piaf, la fea que tantos amantes tuvo, que tanto la amó aquel boxeador que a punto estuvo de ser campeón del mundo, aquel peluquero griego, aquellos compositores que luego fueron estrellas.

La fea y ridícula lo podía todo con su presencia. Ni siquiera tenía que bailar un tango ni ser joven con medias de seda. Apenas se movía en el escenario. Sus labios rojos de colorete se abrían y entonces el mundo podía venirse debajo de placer, el placer de la voz más penetrante del mundo. Ella hacía el amor con todos los espectadores, damas y caballeros. Su voz enamoraba aunque la letra que salía de sus labios más que pintarrajeados fuese de tragedia griega.

Que vuelva el tango de la desesperación. El último tango antes del final.

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