Colaboración: El otro nido del cuco maldito
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Por Sergio Berrocal
Esta mañana, después de muchas mañanas sin más esperanza que no ver salir el maldito sol que empaña el cutis y te corta la voluntad de pensar, me he dado cuenta de que ya no me quedan botes de ilusiones. Los últimos los consumí un poco rápidamente tal vez como el tinto que sale de un priorato catalán y que ha corrido más de una vez por mis venas.
Es sábado y son las 7.24. Tendré que esperar un buen rato antes de que el chino abra y estoy seguro de que no le queda esperanza, que se le ha agotado, y que tampoco tiene zumo de tomate ni ginebra.
Me cuenta la bonita china llegada de Pekín que así se llamaba la capital, tras dos master de español, que las ilusiones están muy cotizadas últimamente. "Creo que vamos a aumentar el precio", ríe con la misma gracia que un personaje de Akira Kurosawa.
No estoy seguro de que Kurosawa y sus siete samuráis, todos enterrados hoy se hubiesen dado por enterados y no creo que supiera del uso de los frascos de ilusiones. No es tampoco un Mushio Mishima, aquel maravilloso escritor japonés, algo excesivo, hasta la muerte pura y dura por el tradicional método del hara kiri, Qué pocos escritores occidentales han aprendido de él.
Había vuelto a encontrar un nido de cucos en un armario que nunca abría. El médico le restó importancia. Están por todas partes, explicó como quien no quiere la cosa, yo también me tropecé con uno el otro día en el baño. Es la leche.
Tuvo que volver a acostumbrarse a los pasillos verdosos, una luz que odiaba y que trajo en la fotografía el invento de los tubos de neón, tan populares, tan baratos, tan majos ellos.
Habían vuelto las batas blancas, algunas con muchos pins agarrados a las solapas como para evitar algún conjuro.
Mientras esperaba, una vez más, rodeado de angustia y alguna esperanza, se distrajo un momento con un titular de un semanario francés: "¿Quién ha asesinado al tomate?". Era verdad, ni siquiera en esta tierra fértil de la que ahora él también era habitante pagador de promesas y de impuestos, se encontraba un tomate corrientito que mereciera hincarle el diente. Tenías que meterte en precios cuasi astronómicos para poder tener la sensación de aquel tomate que te daban por las tardes de verano en un pueblo andaluz donde acogían tu orfandad.
Esta mañana se había traído para la espera verde un libro cuyo título traducido del francés daba que pensar: "Ansiedad, las tribulaciones de un angustiado crónico en busca de paz interior". Lo había escrito un norteamericano, un tal Scott Stossel, que en nada menos que en 406 páginas habla sin remilgos ni coloretes de sus propias angustias.
Siempre se busca en los demás lo que no se tiene en casa pese a que todavía no hayas comulgado con un "Resplandor" en el que quizá Jack Nicholson no necesite volverse loco en los largos y desangelados pasillos de un hotel abandonado en la nieve.
Y tampoco hay que esperar a que te entren locuras a lo Anthony Perkins y estropees con una mala navaja una feísima cortina de ducha de plástico puñetero.
El tal Stossel, se nota por lo que él mismo se refocila en decir, está muy tocado. Tiene el mérito de mantener diálogos con psiquiatras a porrillo, ninguno argentino por lo que leo, y se maneja a las mil maravillas en la farmacopea de los ansiolíticos, esas pastillitas que uno siempre cree que van a salvarte o por lo menos impedir que te hundas más en la miseria de la incomprensión. Como cuando una riada de ácido te invade el cerebro en una crisis de algo que se parece a la locura.
El autor de este mamotreto que se supone tiene que ayudarte a salir de la ansiedad lo ha probado todo. Una pastillita y un trago de vodka, o de güisqui o de cualquier alcohol que a usted le guste. El único resultado es que después de haber escrito su particular biblia con abundante bibliografía y notas de todo tipo está claro que no ha mejorado.
La chinita sigue hablándome de hierbas que podrían reemplazar a mis botellitas de esperanza que yo consumo exageradamente, pobre de mí. Me aconseja sorjo con una mezcla de plátano de los Andes y cacahuetes picados.
En otro chino de mis contertulios, tienen botes de ilusiones y ha pensado incluso en achampanarlos para venderlos en Cataluña. Pero, me confiesa el dependiente solícito y siempre con la calculadora electrónica a mano, los precios han subido muchísimo. Le ofrezco una caja de botellas de vino tinto catalán de viñas francesas por seis botellitas de ilusiones.
Se me ríe y me ofrece, gratis, las últimas cotizaciones de los rábanos, tan disparados y disparatados como las botellitas de ilusión.
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Esta mañana, después de muchas mañanas sin más esperanza que no ver salir el maldito sol que empaña el cutis y te corta la voluntad de pensar, me he dado cuenta de que ya no me quedan botes de ilusiones. Los últimos los consumí un poco rápidamente tal vez como el tinto que sale de un priorato catalán y que ha corrido más de una vez por mis venas.
Es sábado y son las 7.24. Tendré que esperar un buen rato antes de que el chino abra y estoy seguro de que no le queda esperanza, que se le ha agotado, y que tampoco tiene zumo de tomate ni ginebra.
Me cuenta la bonita china llegada de Pekín que así se llamaba la capital, tras dos master de español, que las ilusiones están muy cotizadas últimamente. "Creo que vamos a aumentar el precio", ríe con la misma gracia que un personaje de Akira Kurosawa.
No estoy seguro de que Kurosawa y sus siete samuráis, todos enterrados hoy se hubiesen dado por enterados y no creo que supiera del uso de los frascos de ilusiones. No es tampoco un Mushio Mishima, aquel maravilloso escritor japonés, algo excesivo, hasta la muerte pura y dura por el tradicional método del hara kiri, Qué pocos escritores occidentales han aprendido de él.
Había vuelto a encontrar un nido de cucos en un armario que nunca abría. El médico le restó importancia. Están por todas partes, explicó como quien no quiere la cosa, yo también me tropecé con uno el otro día en el baño. Es la leche.
Tuvo que volver a acostumbrarse a los pasillos verdosos, una luz que odiaba y que trajo en la fotografía el invento de los tubos de neón, tan populares, tan baratos, tan majos ellos.
Habían vuelto las batas blancas, algunas con muchos pins agarrados a las solapas como para evitar algún conjuro.
Mientras esperaba, una vez más, rodeado de angustia y alguna esperanza, se distrajo un momento con un titular de un semanario francés: "¿Quién ha asesinado al tomate?". Era verdad, ni siquiera en esta tierra fértil de la que ahora él también era habitante pagador de promesas y de impuestos, se encontraba un tomate corrientito que mereciera hincarle el diente. Tenías que meterte en precios cuasi astronómicos para poder tener la sensación de aquel tomate que te daban por las tardes de verano en un pueblo andaluz donde acogían tu orfandad.
Esta mañana se había traído para la espera verde un libro cuyo título traducido del francés daba que pensar: "Ansiedad, las tribulaciones de un angustiado crónico en busca de paz interior". Lo había escrito un norteamericano, un tal Scott Stossel, que en nada menos que en 406 páginas habla sin remilgos ni coloretes de sus propias angustias.
Siempre se busca en los demás lo que no se tiene en casa pese a que todavía no hayas comulgado con un "Resplandor" en el que quizá Jack Nicholson no necesite volverse loco en los largos y desangelados pasillos de un hotel abandonado en la nieve.
Y tampoco hay que esperar a que te entren locuras a lo Anthony Perkins y estropees con una mala navaja una feísima cortina de ducha de plástico puñetero.
El tal Stossel, se nota por lo que él mismo se refocila en decir, está muy tocado. Tiene el mérito de mantener diálogos con psiquiatras a porrillo, ninguno argentino por lo que leo, y se maneja a las mil maravillas en la farmacopea de los ansiolíticos, esas pastillitas que uno siempre cree que van a salvarte o por lo menos impedir que te hundas más en la miseria de la incomprensión. Como cuando una riada de ácido te invade el cerebro en una crisis de algo que se parece a la locura.
El autor de este mamotreto que se supone tiene que ayudarte a salir de la ansiedad lo ha probado todo. Una pastillita y un trago de vodka, o de güisqui o de cualquier alcohol que a usted le guste. El único resultado es que después de haber escrito su particular biblia con abundante bibliografía y notas de todo tipo está claro que no ha mejorado.
La chinita sigue hablándome de hierbas que podrían reemplazar a mis botellitas de esperanza que yo consumo exageradamente, pobre de mí. Me aconseja sorjo con una mezcla de plátano de los Andes y cacahuetes picados.
En otro chino de mis contertulios, tienen botes de ilusiones y ha pensado incluso en achampanarlos para venderlos en Cataluña. Pero, me confiesa el dependiente solícito y siempre con la calculadora electrónica a mano, los precios han subido muchísimo. Le ofrezco una caja de botellas de vino tinto catalán de viñas francesas por seis botellitas de ilusiones.
Se me ríe y me ofrece, gratis, las últimas cotizaciones de los rábanos, tan disparados y disparatados como las botellitas de ilusión.
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