Colaboración: Un barquito para París
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Por Sergio Berrocal
En el zoco chico de Tánger, el infierno parecía haberse declarado en aquellas primeras horas del día, cuando los cambistas colocaban sus mostradores de mil colorines desde donde a través de cables enchufados en invisibles enchufes se conectaban con las principales bolsas del mundo. Olía ya a kifi, que fumaban en largas pipas de arcilla casi todos los que formaban corrillos en cuclillas con sus largas chilabas, y el día parecía una más de esas jornadas dulces de que solíamos gozar a diario en aquel paraíso perdido de ciudad internacional, donde imperaba la ley benevolente de los desarraigados del mundo.
Junto a los tangerinos, hebreos, españoles y representantes de por lo menos dos razas más, las de los refugiados huidos de alguna guerra, la de España (1936-1939) o de la mismísima II Guerra Mundial (1939-1945), los cambistas hacían ya las primeras conexiones y preparaban sus fajos de billetes de diferentes signos que en un rato cambiarían de manos, para mayor gloria del pueblo multicolor que vivía en aquella tierra bendita.
Un mocetón vestido a la europea surgió de entre todas las cabezas dedicadas a sus labores, el rico kifi que ya desliaba las lenguas y la alegría repentina y suculenta, pas cher mon frère, pas cher, y los gritos de los cambistas que en tres lenguas señoriales se las entendían con las bolsas antes del cierre en París, Londres o Nueva York.
El muchacho parecía agitado, con los ojos inyectados de la droga más poderosa que nunca nadie pudo controlar, la rabia, el desencanto, la desesperación. Como salido de un relato de Mohamed Chukri, reflexionó más tarde un erudito.
Sin abrir la boca se acercó a los grupos acurrucados en todos los rincones y empezó a dar mandobles con un gigantesco cuchillo que nadie supo decir de donde había sacado. Era como si de pronto hubiese caído del cielo un ángel desterrado dispuesto a tomarse la justicia por su mano.
Y lo insólito, lo inesperado, lo nunca visto sucedió. Los cambistas empezaron a desenchufar los teléfonos de sus invisibles enchufes y a recoger en un vendaval de pánico, en medio de los primeros gritos de los primeros heridos.
Estábamos en 1956, el proceso independentista de Marruecos ya corría por las calles y todos sabían que el estatuto privilegiado de Tánger, un oasis en un mundo en guerra o con intenciones de tenerla, peligraba. Se estaba acabando toda una época y estaba a punto de desaparecer el refugio para tantos y tantos desarraigados. Solo sobrevivirían los ricos llegados principalmente de Estados Unidos, como la multimillonaria por nada Barbara Hutton o el escritor por algo Paul Bowles, quien hubiese podido decir entre dos güisquis con hielo que el cielo protector estaba a punto de caerse.
Entre los que empezaron a huir del zoco estaba un reportero en ciernes que corría ya hacia el boulevard Pasteur, sede del semanario "Cosmópolis de Tánger" donde llevaba ya seis meses como meritorio, dispuesto s convertirse en el número uno. Había pasado un par de horas recogiendo los primeros testimonios y en cuanto pudo salió de estampida. Nunca recordaría si había sirenas de coches policiales o de ambulancias, como en las películas norteamericanas que inundaban los cines de la ciudad. Era como un silencio de gritos que solo oían los que tenían que oírlos.
El Redactor Jefe, Don Luis, viejo republicano huido de la quema de Francisco Franco y olé, ni se había quitado la chaqueta. Los cinco redactores de la plantilla estaban presentes, incluyendo al encargado de Hípica, una de las actividades más cotizadas del semanario.
El meritorio tampoco llegó a recordar aquel día si había presenciado alguna de aquellas carreras en las que se jugaba mucho dinero.
Después de dar las instrucciones para el número extra que sacarían a la mañana siguiente, Don Luis, que por la enorme humanidad que emanaba de su rostro parecía salido de un cuadro de Toulouse Lautrec, miró al jovencito que quería ser periodista: "Hijo, se nos ha acabado Tánger, nuestro Tánger. Este refugio pronto formará parte de Marruecos y dejará de formar parte de nosotros…"
Y era cierto. Aquel cuchillo de carnicero aparecido en el zoco de forma tan absurdamente surrealista entre cambistas y fumadores de kifi, en una mañana tranquila, era como el asesinato de Sarajevo.
Agnès había estado tomando notas sin parar. Era profesora de francés en el liceo y traductora del periódico. Miró al meritorio y le sonrió con confianza. Ella ya era una mujer hecha y derecha. El lunes próximo cumpliría 32 años, una eternidad al lado de los 17 del muchacho.
Salieron juntos por el bulevard Pasteur abajo. El meritorio hablaba sin parar porque todavía temblaba por la faca del zoco. Decía, mientras ella sonreía, que se había perdido la guerra de España, la II Guerra le había pasado delante de las narices y todo lo que sabía sobre guerras lo había aprendido en el cine Rex, donde acudía todos los jueves para preparar una reseña que le habían encargado sobre las películas de la semana.
Agnès también había perdido más de un tren. Hacía como mil años se había casado con Paul, un norteamericano loco de los que siempre pululaban por Tánger. Aquello funcionó tres noches y cuatro horas intensamente y él se fue a la guerra de Corea, de la que nunca había vuelto.
Luego, con el tiempo que si no cura obliga a enmendarse la propia plana, entre el aprendiz y la profesora surgió un algo mucho desde el primer momento, aunque los dos sabían que era una locura sin futuro.
"Como todas las locuras", sentenciaba Agnès y volvía a sonreír con la más dulce de las sonrisas.
Al día siguiente, cuando se recibían felicitaciones de todas partes por el número extra de Cosmópolis", que llevaba en toda su primer plano una foto exclusiva tomada por el meritorio cuando dos guardias con casco blanco llevaban esposado al "loco" del cuchillo, él recibió la suya.
Un papelito oficial para que compareciera dos días después en la comisaría.
Agnés comprendió en seguida que la invitación no era precisamente para felicitarle o colgarle la medalla del meritorio más turbulento.
Y al día siguiente le acompañó hasta el pie de un carguero mixto que salía aquella misma noche para Marsella.
"Vas a ser tú el que primero abandone el paraíso", le dijo mientras le besaba en el muelle.
En París, adonde había llegado una mañana achicharrante de frío, el meritorio supo inmediatamente que ya siempre les quedaría aquella ciudad que nada más pisar le había convidado a la gloria. O por lo menos por un tiempo porque desde que había tenido que huir de Tánger no creía en la eternidad.
Pasaron los días y sobre todo las noches, y algún que otro mes teñido de eternidad cercada.
El meritorio había encontrado en el París de finales de los cincuenta un Tánger a su gusto, mucho más grande y sin playa, claro, ni tampoco primavera eterna, desde luego, pero sentía que sería su Eldorado, aunque todavía no tenía muy claro qué quería decir esa palabra.
Acababa de ver un enorme western con John Wayne en una pantalla gigantesca del cine de Barbès, una de las primeras que habían instalado en París, cuando al llegar al hotel de la rue Houdon le sorprendió un telegrama de Agnès, seguro, conciso y preciso, como era ella:
"Paul ha regresado sorpresivamente. Lo tenían encerrado en un campo de concentración norcoreano. Vamos a volver a intentarlo. Tú ya tienes tu vida. Te querré siempre".
Se preguntó que habría hecho Gregory Peck en esta tesitura y se fue a almorzar sus huevos duros de todos los días.
Había perdido Tánger, había perdido a Agnès pero estaba seguro de que siempre le quedaría aquel París que le había acogido con los brazos abiertos, como en una canción de Enrico Macías, que pronto tendría que abandonar otro paraíso, el de la Argelia francesa.
Era demasiado joven para dejar de amar y no tardó mucho en bailar al son de "Me and Mrs Jones". Sin acordarse, el muy maldito, que aquella historia había sido también suya, en el ahora lejano Tánger y con Agnès.
En su infinita indiferencia por la insignificancia de su puñetera vida se dijo que quizá también habría algún que otro "Verano del 42"…
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En el zoco chico de Tánger, el infierno parecía haberse declarado en aquellas primeras horas del día, cuando los cambistas colocaban sus mostradores de mil colorines desde donde a través de cables enchufados en invisibles enchufes se conectaban con las principales bolsas del mundo. Olía ya a kifi, que fumaban en largas pipas de arcilla casi todos los que formaban corrillos en cuclillas con sus largas chilabas, y el día parecía una más de esas jornadas dulces de que solíamos gozar a diario en aquel paraíso perdido de ciudad internacional, donde imperaba la ley benevolente de los desarraigados del mundo.
Junto a los tangerinos, hebreos, españoles y representantes de por lo menos dos razas más, las de los refugiados huidos de alguna guerra, la de España (1936-1939) o de la mismísima II Guerra Mundial (1939-1945), los cambistas hacían ya las primeras conexiones y preparaban sus fajos de billetes de diferentes signos que en un rato cambiarían de manos, para mayor gloria del pueblo multicolor que vivía en aquella tierra bendita.
Un mocetón vestido a la europea surgió de entre todas las cabezas dedicadas a sus labores, el rico kifi que ya desliaba las lenguas y la alegría repentina y suculenta, pas cher mon frère, pas cher, y los gritos de los cambistas que en tres lenguas señoriales se las entendían con las bolsas antes del cierre en París, Londres o Nueva York.
El muchacho parecía agitado, con los ojos inyectados de la droga más poderosa que nunca nadie pudo controlar, la rabia, el desencanto, la desesperación. Como salido de un relato de Mohamed Chukri, reflexionó más tarde un erudito.
Sin abrir la boca se acercó a los grupos acurrucados en todos los rincones y empezó a dar mandobles con un gigantesco cuchillo que nadie supo decir de donde había sacado. Era como si de pronto hubiese caído del cielo un ángel desterrado dispuesto a tomarse la justicia por su mano.
Y lo insólito, lo inesperado, lo nunca visto sucedió. Los cambistas empezaron a desenchufar los teléfonos de sus invisibles enchufes y a recoger en un vendaval de pánico, en medio de los primeros gritos de los primeros heridos.
Estábamos en 1956, el proceso independentista de Marruecos ya corría por las calles y todos sabían que el estatuto privilegiado de Tánger, un oasis en un mundo en guerra o con intenciones de tenerla, peligraba. Se estaba acabando toda una época y estaba a punto de desaparecer el refugio para tantos y tantos desarraigados. Solo sobrevivirían los ricos llegados principalmente de Estados Unidos, como la multimillonaria por nada Barbara Hutton o el escritor por algo Paul Bowles, quien hubiese podido decir entre dos güisquis con hielo que el cielo protector estaba a punto de caerse.
Entre los que empezaron a huir del zoco estaba un reportero en ciernes que corría ya hacia el boulevard Pasteur, sede del semanario "Cosmópolis de Tánger" donde llevaba ya seis meses como meritorio, dispuesto s convertirse en el número uno. Había pasado un par de horas recogiendo los primeros testimonios y en cuanto pudo salió de estampida. Nunca recordaría si había sirenas de coches policiales o de ambulancias, como en las películas norteamericanas que inundaban los cines de la ciudad. Era como un silencio de gritos que solo oían los que tenían que oírlos.
El Redactor Jefe, Don Luis, viejo republicano huido de la quema de Francisco Franco y olé, ni se había quitado la chaqueta. Los cinco redactores de la plantilla estaban presentes, incluyendo al encargado de Hípica, una de las actividades más cotizadas del semanario.
El meritorio tampoco llegó a recordar aquel día si había presenciado alguna de aquellas carreras en las que se jugaba mucho dinero.
Después de dar las instrucciones para el número extra que sacarían a la mañana siguiente, Don Luis, que por la enorme humanidad que emanaba de su rostro parecía salido de un cuadro de Toulouse Lautrec, miró al jovencito que quería ser periodista: "Hijo, se nos ha acabado Tánger, nuestro Tánger. Este refugio pronto formará parte de Marruecos y dejará de formar parte de nosotros…"
Y era cierto. Aquel cuchillo de carnicero aparecido en el zoco de forma tan absurdamente surrealista entre cambistas y fumadores de kifi, en una mañana tranquila, era como el asesinato de Sarajevo.
Agnès había estado tomando notas sin parar. Era profesora de francés en el liceo y traductora del periódico. Miró al meritorio y le sonrió con confianza. Ella ya era una mujer hecha y derecha. El lunes próximo cumpliría 32 años, una eternidad al lado de los 17 del muchacho.
Salieron juntos por el bulevard Pasteur abajo. El meritorio hablaba sin parar porque todavía temblaba por la faca del zoco. Decía, mientras ella sonreía, que se había perdido la guerra de España, la II Guerra le había pasado delante de las narices y todo lo que sabía sobre guerras lo había aprendido en el cine Rex, donde acudía todos los jueves para preparar una reseña que le habían encargado sobre las películas de la semana.
Agnès también había perdido más de un tren. Hacía como mil años se había casado con Paul, un norteamericano loco de los que siempre pululaban por Tánger. Aquello funcionó tres noches y cuatro horas intensamente y él se fue a la guerra de Corea, de la que nunca había vuelto.
Luego, con el tiempo que si no cura obliga a enmendarse la propia plana, entre el aprendiz y la profesora surgió un algo mucho desde el primer momento, aunque los dos sabían que era una locura sin futuro.
"Como todas las locuras", sentenciaba Agnès y volvía a sonreír con la más dulce de las sonrisas.
Al día siguiente, cuando se recibían felicitaciones de todas partes por el número extra de Cosmópolis", que llevaba en toda su primer plano una foto exclusiva tomada por el meritorio cuando dos guardias con casco blanco llevaban esposado al "loco" del cuchillo, él recibió la suya.
Un papelito oficial para que compareciera dos días después en la comisaría.
Agnés comprendió en seguida que la invitación no era precisamente para felicitarle o colgarle la medalla del meritorio más turbulento.
Y al día siguiente le acompañó hasta el pie de un carguero mixto que salía aquella misma noche para Marsella.
"Vas a ser tú el que primero abandone el paraíso", le dijo mientras le besaba en el muelle.
En París, adonde había llegado una mañana achicharrante de frío, el meritorio supo inmediatamente que ya siempre les quedaría aquella ciudad que nada más pisar le había convidado a la gloria. O por lo menos por un tiempo porque desde que había tenido que huir de Tánger no creía en la eternidad.
Pasaron los días y sobre todo las noches, y algún que otro mes teñido de eternidad cercada.
El meritorio había encontrado en el París de finales de los cincuenta un Tánger a su gusto, mucho más grande y sin playa, claro, ni tampoco primavera eterna, desde luego, pero sentía que sería su Eldorado, aunque todavía no tenía muy claro qué quería decir esa palabra.
Acababa de ver un enorme western con John Wayne en una pantalla gigantesca del cine de Barbès, una de las primeras que habían instalado en París, cuando al llegar al hotel de la rue Houdon le sorprendió un telegrama de Agnès, seguro, conciso y preciso, como era ella:
"Paul ha regresado sorpresivamente. Lo tenían encerrado en un campo de concentración norcoreano. Vamos a volver a intentarlo. Tú ya tienes tu vida. Te querré siempre".
Se preguntó que habría hecho Gregory Peck en esta tesitura y se fue a almorzar sus huevos duros de todos los días.
Había perdido Tánger, había perdido a Agnès pero estaba seguro de que siempre le quedaría aquel París que le había acogido con los brazos abiertos, como en una canción de Enrico Macías, que pronto tendría que abandonar otro paraíso, el de la Argelia francesa.
Era demasiado joven para dejar de amar y no tardó mucho en bailar al son de "Me and Mrs Jones". Sin acordarse, el muy maldito, que aquella historia había sido también suya, en el ahora lejano Tánger y con Agnès.
En su infinita indiferencia por la insignificancia de su puñetera vida se dijo que quizá también habría algún que otro "Verano del 42"…
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