Colaboración: Aquel bolero que nunca cantó Sinatra
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Por Sergio Berrocal
Era el París a caballo entre los años sesenta y setenta. En los cines te acongojabas con “Verano del 42”, ay Jennifer O’Neill de todas mis ilusiones. En las calles de oía el estribillo de “C’est la dernière danse”. Olía a primavera con ese aroma tan particular que solo te llegaba cuando sobre lo adoquines de la elegante Rue Royale entrabas en el recinto sagrado de la Place de la Concorde.
Los norteamericanos seguían matándose en Vietnam y escribiendo una de las más atroces novelas de las guerras del colonialismo del siglo XX. Tiempos atrás, en los mismos arrozales morían franceses. Era la guerra de Indochina. Pero siempre pagaban los mismos. Aquel niño aterrorizado por el napalm norteamericano que le había crucificado en una carretera por donde pasaba un fotógrafo con ganas de llevarse a casa un Pulitzer.
También le tocó, recuerden mayo del 68, aquella payasada de conato de revolución callejera que hizo la fortuna de los belgas que nos vendían la gasolina y las patatas que ya no encontrábamos en París. Y, desde luego, los más jóvenes no habíamos esperado a que los estudiantes de familias patricias descubrieran el sexo entre dos recuerdos de Mao.
Mamarrachadas de la historia. Tuvieron que apedrear a los feroces gendarmes móviles y a otras fuerzas policíacas para echar un polvo, pero con la Internacional por bandera. Nosotros, menos cultos de revolución, habíamos inventado los guateques con todos los slows del mundo para apoyar nuestras reivindicaciones.
Eran tiempos de cosas. En 1971, leo, porque para tanto no nos daba la memoria, fallecía en París Chanel, la mujer que reinventó a la mujer y que hizo de la falda el feroz león que probablemente nunca mató Ernest Hemingway. Faldas de tacto rico dobladas de seda que las bellas exquisitas con haberes en la Banque Nationale se quitaban con la misma albricia que los camisones de antaño bajaban por las piernas de las campesinas con rodillas de cortesanas de Versalles a las que el hada madrina todavía no había tocado con su varita mágica.
Ay, Chanel, cuánto placer nos diste con ese lujo fuera de órbita que todas querían imitar. Tus telas salidas de alguna ruta de la seda que tú habías descubierto eran un placer suplementario cuando los dedos se enredaban en una cremallera rebelde. El Chanel5 embrujaba o embrujaría, que en la brujería no hay tiempos que valgan y los momentos se confunden.
En Estados Unidos habían condenado a un tarado total, Charles Manson, por el asesinato de una muñeca llamada Sharon Tate, esposa del que luego sería un enorme director de cine, Roman Polanski. El mismo al que la tenaz justicia norteamericana sigue persiguiendo a ratos por un affaire que dicen tuvo con una menor que tal vez calzaba el 39 de la boutique Chanel.
Una de esas chiquillas que detrás de sus caritas inocentes de cristal de Murano sabían más sobre el arte de ser amadas que las señoras que desde la pantalla nos cautivaban y nos hacían soñar en una vida mejor, la que podía darte la ilusión inacabable del cine de gallinero.
Y entonces descubrimos que Jennifer O’Neill, la mujer abandonada por la guerra y muerta de deseo, de todos los deseos, había nacido en Rio de Janeiro, no ese de los Juegos Olímpicos sino aquel otro que yo un día descubriría aunque nunca llegase a encontrar a la chica de Ipanema.
Recuerden, jóvenes, aquella garota que una tarde noche de mucha cachaza con hielo, probablemente, se sacaron del deseo que todo lo puede los poetas Venicius de Moraes y Tom Jobim. Hasta me aprendí la primera estrofa: “Olha que cosa más linda / Mäs cheia de graça…”.
A ella, a la niña que los dos compadres crearon con sus guitarras, la esperé varios días, pero no varias noches, porque me esperaba para dormir una gata muy negra y muy celosa, en el bar de la bossa nova, cuando los malandros cruzaban la acera y a mí me importaba un carajo. Mi única ilusión era tropezarme con ella, con la que tanto me habían hecho soñar. Porque todo no es más que sueño. Y si te apartas de la fantasía de querer haber sido lo que nunca lograrás ser estás muerto, forastero.
Por supuesto que cuando llegabas a bailar en lo que todavía no se llamaba discoteca, Frank Sinatra te acogía en la puerta con la sonrisa de gran granuja de la Mafia y actividades paralelas. Y que te soltaba rápidamente, sin dejarte colgarte el primer cubalibre, el preludio de “Strangers On the Nigt”, que levantaba las faldas, nada a lo loco, de todas las muchachas que el catalejo podía localizar en dos millas a la redonda.
Y entonces corrías por la pista, ella te sonreía, con la sonrisa de la promesa siempre cumplida, siempre envuelta en la sorpresa, como un regalo de Navidad, cuando se regalaban corbatas y libros sin que nadie te mandara a sus padrinos. Y bailabas y bailabas hasta que se encendían las luces de otro amanecer brumoso.
En el boulevard Voltaire, al ladito de la Place de la République, andabais muy juntitos, como recién detenidos por el sherif que fue Gary Cooper cuando ya había quedado lejos el toque de queda. En la puerta enorme en la que había que pedir paso a una portera que frecuentemente era española, hacíais un alto. Ella se retrepaba contra las primeras estribaciones de la pared y tú la mirabas. Ella te diría…
Tenías la cabeza emborrachada de ilusión porque no necesitabas ni drogas ni apenas alcohol para ilusionarte y para pensar que la vida que ya clareaba en aquel rincón de París sería mejor cuando ella amaneciese contigo, aunque no supieses de donde ibas a sacar los pocos francos para acompañar un monumental café con leche con un croisant con mantequilla.
Eran tiempos en que las mujeres no pensaban en la carrera de doce horas frente al ordenador sino en vivir. Era la prioridad absoluta. Y nunca te parecían como ahora, desenchufadas de la vida aunque apenas si han tenido tiempo de empezar a vivir.
Recostados contra el edificio que un día mandó construir el barón Haussman para modernizar París, ella te tarareaba de aquel bolero que había sucedido a Frank Sinatra y entonces llegaba el silencio del primer viento mañanero. Más de un suspiro profundo de ella se esparcía por el aire de la mañana hasta que por fin…
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Era el París a caballo entre los años sesenta y setenta. En los cines te acongojabas con “Verano del 42”, ay Jennifer O’Neill de todas mis ilusiones. En las calles de oía el estribillo de “C’est la dernière danse”. Olía a primavera con ese aroma tan particular que solo te llegaba cuando sobre lo adoquines de la elegante Rue Royale entrabas en el recinto sagrado de la Place de la Concorde.
Los norteamericanos seguían matándose en Vietnam y escribiendo una de las más atroces novelas de las guerras del colonialismo del siglo XX. Tiempos atrás, en los mismos arrozales morían franceses. Era la guerra de Indochina. Pero siempre pagaban los mismos. Aquel niño aterrorizado por el napalm norteamericano que le había crucificado en una carretera por donde pasaba un fotógrafo con ganas de llevarse a casa un Pulitzer.
También le tocó, recuerden mayo del 68, aquella payasada de conato de revolución callejera que hizo la fortuna de los belgas que nos vendían la gasolina y las patatas que ya no encontrábamos en París. Y, desde luego, los más jóvenes no habíamos esperado a que los estudiantes de familias patricias descubrieran el sexo entre dos recuerdos de Mao.
Mamarrachadas de la historia. Tuvieron que apedrear a los feroces gendarmes móviles y a otras fuerzas policíacas para echar un polvo, pero con la Internacional por bandera. Nosotros, menos cultos de revolución, habíamos inventado los guateques con todos los slows del mundo para apoyar nuestras reivindicaciones.
Eran tiempos de cosas. En 1971, leo, porque para tanto no nos daba la memoria, fallecía en París Chanel, la mujer que reinventó a la mujer y que hizo de la falda el feroz león que probablemente nunca mató Ernest Hemingway. Faldas de tacto rico dobladas de seda que las bellas exquisitas con haberes en la Banque Nationale se quitaban con la misma albricia que los camisones de antaño bajaban por las piernas de las campesinas con rodillas de cortesanas de Versalles a las que el hada madrina todavía no había tocado con su varita mágica.
Ay, Chanel, cuánto placer nos diste con ese lujo fuera de órbita que todas querían imitar. Tus telas salidas de alguna ruta de la seda que tú habías descubierto eran un placer suplementario cuando los dedos se enredaban en una cremallera rebelde. El Chanel5 embrujaba o embrujaría, que en la brujería no hay tiempos que valgan y los momentos se confunden.
En Estados Unidos habían condenado a un tarado total, Charles Manson, por el asesinato de una muñeca llamada Sharon Tate, esposa del que luego sería un enorme director de cine, Roman Polanski. El mismo al que la tenaz justicia norteamericana sigue persiguiendo a ratos por un affaire que dicen tuvo con una menor que tal vez calzaba el 39 de la boutique Chanel.
Una de esas chiquillas que detrás de sus caritas inocentes de cristal de Murano sabían más sobre el arte de ser amadas que las señoras que desde la pantalla nos cautivaban y nos hacían soñar en una vida mejor, la que podía darte la ilusión inacabable del cine de gallinero.
Y entonces descubrimos que Jennifer O’Neill, la mujer abandonada por la guerra y muerta de deseo, de todos los deseos, había nacido en Rio de Janeiro, no ese de los Juegos Olímpicos sino aquel otro que yo un día descubriría aunque nunca llegase a encontrar a la chica de Ipanema.
Recuerden, jóvenes, aquella garota que una tarde noche de mucha cachaza con hielo, probablemente, se sacaron del deseo que todo lo puede los poetas Venicius de Moraes y Tom Jobim. Hasta me aprendí la primera estrofa: “Olha que cosa más linda / Mäs cheia de graça…”.
A ella, a la niña que los dos compadres crearon con sus guitarras, la esperé varios días, pero no varias noches, porque me esperaba para dormir una gata muy negra y muy celosa, en el bar de la bossa nova, cuando los malandros cruzaban la acera y a mí me importaba un carajo. Mi única ilusión era tropezarme con ella, con la que tanto me habían hecho soñar. Porque todo no es más que sueño. Y si te apartas de la fantasía de querer haber sido lo que nunca lograrás ser estás muerto, forastero.
Por supuesto que cuando llegabas a bailar en lo que todavía no se llamaba discoteca, Frank Sinatra te acogía en la puerta con la sonrisa de gran granuja de la Mafia y actividades paralelas. Y que te soltaba rápidamente, sin dejarte colgarte el primer cubalibre, el preludio de “Strangers On the Nigt”, que levantaba las faldas, nada a lo loco, de todas las muchachas que el catalejo podía localizar en dos millas a la redonda.
Y entonces corrías por la pista, ella te sonreía, con la sonrisa de la promesa siempre cumplida, siempre envuelta en la sorpresa, como un regalo de Navidad, cuando se regalaban corbatas y libros sin que nadie te mandara a sus padrinos. Y bailabas y bailabas hasta que se encendían las luces de otro amanecer brumoso.
En el boulevard Voltaire, al ladito de la Place de la République, andabais muy juntitos, como recién detenidos por el sherif que fue Gary Cooper cuando ya había quedado lejos el toque de queda. En la puerta enorme en la que había que pedir paso a una portera que frecuentemente era española, hacíais un alto. Ella se retrepaba contra las primeras estribaciones de la pared y tú la mirabas. Ella te diría…
Tenías la cabeza emborrachada de ilusión porque no necesitabas ni drogas ni apenas alcohol para ilusionarte y para pensar que la vida que ya clareaba en aquel rincón de París sería mejor cuando ella amaneciese contigo, aunque no supieses de donde ibas a sacar los pocos francos para acompañar un monumental café con leche con un croisant con mantequilla.
Eran tiempos en que las mujeres no pensaban en la carrera de doce horas frente al ordenador sino en vivir. Era la prioridad absoluta. Y nunca te parecían como ahora, desenchufadas de la vida aunque apenas si han tenido tiempo de empezar a vivir.
Recostados contra el edificio que un día mandó construir el barón Haussman para modernizar París, ella te tarareaba de aquel bolero que había sucedido a Frank Sinatra y entonces llegaba el silencio del primer viento mañanero. Más de un suspiro profundo de ella se esparcía por el aire de la mañana hasta que por fin…
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