Colaboración: Amanecer en la Place Pigalle

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"Murieron con las botas puestas"
Por Sergio Berrocal    

Hay amaneceres de puro delirium tremens que ya no puedes más con tanta morralla salida de las entrañas vomitadas de políticos que se venden como una furcia descarada en la Place Pigalle cuando París era una fiesta, cuando las notas marciales y populares de La Marsellesa sonaban al paso del General de Gaulle, el único militar del mundo que no estaba dispuesto a soportar la perennidad del Imperio Americano, capital Washington.

Aquel militar, que cuando se ponía el uniforme y el kepí hacía temblar a los más guapos. Aquel que un día se plantó en Montreal para incitar a los canadienses franceses a ser independientes del poder made in inglés con relentes de imperialismo norteamericano y británico.

Hay amaneceres de verano asquerosamente bochornosos en que te pones por fin bravo y odias todas esas películas que en otros tiempos, en otros amaneceres, en otros amaneceres de toda una vida, desde la infancia a la madurez del pensamiento, te dieron alegría, esperanza, razones de creer que Dios existe y que los humanos son más inteligentes que el mono. Cuando el "amigo americano" aparecía galopando, en coche o en avión y atravesaba la pantalla de Cinemascope para salvarte, de la vida, de ti mismo, de la estupidez humana. Te redimía. El cine te hacía mejor.

Eran medianoches de inocencia pura, de fe, porque entonces tu dios ya pasaba por la pantalla mágica, en que te creías todas aquellas heroicidades a medias llegadas de la factoría de Hollywood. Talento engañoso.

Creías, serás un hombre hijo mío, que decía Rudyard Kipling. Creías en esa buena gente que te vendía tus héroes favoritos, siempre dispuestos a mandarte el Séptimo de Caballería para sacarte de situaciones embarazosas.

Hasta que otro amanecer, la vida está hecha de amaneceres fallidos, de amaneceres en los que se fundió el amor, otros en los que te dejaron un cachito de esperanza, no mucho, no vayas a acostumbrarte mal o peor de la muerte. Hasta ese maldito amanecer en que te contaron que los malos perversos eran los indios aquellos fieros y guapos.

Y otro amanecer odiaste a los indios, a los perseguidos, a los que un chulo general Custer pasaba por el filo de su puñetera espada, mientras el sargento de guardia violaba a la guapísima india que tanto te gustaba.

Otro amanecer aparecieron los chicanos, perseguidos a trompadas. Otro fueron los perdidos de la tierra de siempre, las pateras, los africanos, los subsaharianos, que eso está donde tú no irías ni de vacaciones. Y la injusticia crecía. Y tú ni lo olías porque te habían dicho a quién había que creer y te habían enseñado quiénes eran los buenos y donde estaban los malos.

Otro amanecer llegaste incluso a tener fe en la valía amorosamente moral de Eliot Ness y sus muchachos, que destruían cargamentos de güisqui porque era La Ley Seca y el amo había dicho que no se podía beber más que cuando él lo dijese. Más tarde, cuando ya estabas medio despierto te enseñaron a vencer al comunismo a través de heroicos soldados yanquis, de simpáticos agentes secretos (yanquis, por supuesto) que se lo jugaban todo por dejarte un mundo mejor. Llegó aquello que tú no entendías muy bien, porque tampoco tenías edad para entenderlo, que los poderosos llamaban la guerra fría. Y diste tu bendición in petto a aquellos agentes secretos, a veces con piernas muy bonitas que te preparaban un lugar en el sol. Cuando les faltaron tropas llamaron a un tal Ian Fleming, primo británico, y él contribuyó a esa bonanza con James Bond.

Aquel otro amanecer, primera mañana temprana de tu resurrección, cuando Cristo dio las veintitrés voces en el desierto del Sinaí estrechamente vigilado por el amigo israelí, sin que Lawrence de Arabia se mosqueara, aquella maldita mañana de tantos días de engañifa cinematográfica por fin empezaste a comprender, bastardo del cinemascope, que tus amigos de aquella sábana blanca te habían engañado y que no habría suficiente bourbon en todas los "Living en Las Vegas" de Nicolas Cage para ahogar tu llanto de desconsuelo.

Primero aparecieron aquellos Bush maravillosos que decidieron defendernos de todos los terrorismos, sin que nosotros le pidiésemos nada, destruyendo sin el menor empacho países de las mil y una noches como Irak y Afganistán. Y por fin llegó el mejor de todos, Obama, con su voz de crooner, a quien de entrada la gente del Nobel le concedió el premio de todas las paces, el supremo de la Paz, aderezado con un poquito de foie gras de todas las credulidades y regado con un vino blanco con burbujas que los catetos llaman champán.

Otro amanecer, un editorialista del semanario francés Le Nouvel Observateur, Laurent Joffrin, que probablemente adora el cine norteamericano como toda o casi toda la gente de mi generación, escupía: "La guerra contra el terrorismo ha ido acompañada de una guerra fría desencadenada por el Estado norteamericano contra sus aliados y contra sus propios ciudadanos". Y hablaba de la monstruosa operación para que todos, norteamericanos y ciudadanos residuales del resto del mundo, sean espiados sin contemplaciones. Por su propio bien, que conste en acta, señor juez de la Inquisición.

Ese amanecer de jueves feo y con sol despiadado te levantas y tienes ganas de gritar que ya con los Kennedy, el FBI, primo hermano de la CIA y de la NSA, se encargaba de que nadie estuviese a salvo, que ni uno quedase sin escuchar. Ni Marilyn Monroe pudo escaparse.

Ya está decidido. No más amaneceres enfundados en el sudor del desasosiego. Y llamaremos a King Kong para que nos sirva de estandarte.

Seguro que le encantará ajustarle las cuentas a todos los mal nacidos que le quitaron a sus novias. La primera de todas, en 1933, fue la bonita Fay Wray. Desde entonces, y hasta llegar a Jessica Lange, en 1976, King Kong ha sido sometido a toda clase de persecuciones y vejámenes en un estilo muy racista por hombres que sólo querían convertirlo en una atracción y en un negocio de circo.

Eran, en definitiva, los mismos que a nosotros también nos hacen la vida imposible. Y que también nos impiden tener a nuestro lado a la Lange o a su prima hermana, la del lunar que asoma por el vaquero roto.

King Kong nos vengará.

Y que no vuelva a amanecer.

Que donde hay noche hay esperanza.

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