Colaboración: El último manatí
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Llegó a creer que, a su manera, era el último manatí, gordo y sereno hasta el aburrimiento, en aquel pueblo donde Ulises no se habría embarrancado porque no había ni sirenas, ni brujas que merecieran echar el ancla ni Penélope que te esperara. Era un pueblo sin alma. Los manatíes que había visto en el fondo del agua en la Amazonía no le parecieron nunca especialmente simpáticos. Aunque tampoco antipáticos. Comían tranquilamente hierba y poco más. No se metían con nadie y es cierto que tampoco daban saltos acrobáticos como los delfines amaestrados ni emitían chillidos para hacer gracia a los inhumanos que se arremolinaban alrededor de su hábitat, una inmensa piscina que impedía cualquier fuga hacia alta mar.
Casi no existían. Y a nadie le importaba. La gente que acudía a verlos los miraba con aburrimiento indiferente y ni siquiera intentaban acariciarle la cabeza. La verdad es que tampoco parecían tener cabeza que acariciar y tampoco, pero que tampoco, daban la impresión de mendigar una caricia indigente.
Cada día creía, ¿o quizá lo deseaba?, que acabaría como uno de esos bichos, comiendo hierba en el fondo de un mar o de un río y nada más. Indiferente a todo. En medio de la indiferencia de los demás.
Desde que había llegado con el propósito de olvidarse de olvidar no sabía cómo tomárselo.
El pueblo, oficialmente ciudad según bando íntimo y silencioso del monarca, no le daba ganas de nada. El pueblo era un inmenso solárium que todas las mañanas acogía a cientos y miles de turistas llegados del norte de Europa para emborracharse de sol por unos céntimos de euro o por nada.
Algunos se habían equivocado de puerto y en la inmensidad de su desconcierto humano y geográfico creían seguramente que estaban en Bahamas. Nadie les había dicho nada pero ellos estaban a gusto con el engaño y fotografiaban las ocurrencias de un artista local sin talento y se paseaban en coche de caballo hastiado como si las maravillas escondidas les fuesen a ser reveladas.
Quizá los más cultos soñaban con darse de bruces con Jack Lemmon que diría "Avanti!" con acento neoyorquino.
Los más viejos podían pensar que Vittorio de Sica aparecería en cualquier momento en uniforme de gala de carabinero y que Gina Lollobrigida surgiría del lado de la playa arreando a un burrito.
Pero Marcelo, que después de aquella dolce vita romana había querido encontrar la paz de los escándalos vencidos y enterrados en el desván de los no recuerdos, había elegido este puerto que casi no estaba en el mapa de la gente viajera.
Era como un castigo. Su playa de Ostia, donde había encontrado a aquella niña que le había enseñado con un charco en la arena la diferencia entre el mal y el bien, que por supuesto no había, porque todo era confusión, el Santo Padre que en Roma paseaba a Cristo en los brazos de un helicóptero.
La playa en la que ahora estaba, dispuesto a quedarse, como un castigo, estaba llena de todo.
Pero en realidad no había más cine que el que uno quería inventarse lanzando el anzuelo entre las rocas desahuciadas por los peces.
Pero a él no le gustaba pescar, ni desde las rocas ni encima de un barco porque no conocía los puntos cardinales, o cardenales que todo vale, y embarcarse hubiese supuesto quizá entrar en las aguas territoriales de Corea del Norte y acabar armando un suculento lío internacional.
Nadar le aburría y temía que con su pasado y su piel morena le pescasen los guardacostas convencidos de que estaban salvando a un refugiado atravesador de Saharas imposibles. Y le daba pereza pensar que tendría que explicar su vida en Dakar.
Claro que luego es posible que le declararan refugiado político y a partir de ahí le nombrasen presidente de la asociación de refugiados musulmanes. Pero eso no. Ni hablar. No hablaba una palabra de árabe y los agentes de tráfico de refugiados eran muy susceptibles y podrían haber creído que les tomaba el pelo.
Amigos tampoco tenía porque en esa ciudad no había más que el solario y una serie de indígenas que con bares y restaurantes cubrían las necesidades de los millones de nórdicos que reclamaban todos los años su ración de avena de sol.
Y él temía que un día no tuviesen sol para todo el mundo, pero el ministro encargado de Energías baratas decía que no había problema. Tenían contratos con Túnez, Turquía, Marruecos, Senegal y Malí que le cedían a buen precio el sol que no podían gastar ya que los turistas habían desertado esos países por mor de los yihadistas.
Entonces pensó en seguir haciendo lo que siempre había hecho, pensar, escribir. Lo hizo pero al cabo de tres años, después de editarse tres novelas, dos ensayos y un libro de fotos se dio cuenta de que nadie los compraba porque en aquel pueblo y sus alrededores estaba prohibido leer y, sobre todo comprar libros. El alcalde, de tendencia social-cultural, consideraba que ya bastaba con la biblioteca municipal para la que adquiría todos los años 300 libros, doscientos setenta y ocho de autoayuda y el resto de sopa de letras.
Fue entonces cuando viajó a Brasil y se entendió con un guardián de zoológico para que le facilitase su ingreso como aprendiz de manatí.
Y, como era de esperar, en el tercer intento de comer hierba verde en el fondo del bidón donde hacía sus ejercicios, se ahogó definitivamente.
Aquello no era la fontana de Trevi y Federico Fellini no daba voces. En cuanto a Anita Ekberg, hacía tiempo que Marcelo se había olvidado de ella.
Le quedaba el manatí del paraíso. O el paraíso del manatí, que ya ni lo sabía.
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Llegó a creer que, a su manera, era el último manatí, gordo y sereno hasta el aburrimiento, en aquel pueblo donde Ulises no se habría embarrancado porque no había ni sirenas, ni brujas que merecieran echar el ancla ni Penélope que te esperara. Era un pueblo sin alma. Los manatíes que había visto en el fondo del agua en la Amazonía no le parecieron nunca especialmente simpáticos. Aunque tampoco antipáticos. Comían tranquilamente hierba y poco más. No se metían con nadie y es cierto que tampoco daban saltos acrobáticos como los delfines amaestrados ni emitían chillidos para hacer gracia a los inhumanos que se arremolinaban alrededor de su hábitat, una inmensa piscina que impedía cualquier fuga hacia alta mar.
Casi no existían. Y a nadie le importaba. La gente que acudía a verlos los miraba con aburrimiento indiferente y ni siquiera intentaban acariciarle la cabeza. La verdad es que tampoco parecían tener cabeza que acariciar y tampoco, pero que tampoco, daban la impresión de mendigar una caricia indigente.
Cada día creía, ¿o quizá lo deseaba?, que acabaría como uno de esos bichos, comiendo hierba en el fondo de un mar o de un río y nada más. Indiferente a todo. En medio de la indiferencia de los demás.
Desde que había llegado con el propósito de olvidarse de olvidar no sabía cómo tomárselo.
El pueblo, oficialmente ciudad según bando íntimo y silencioso del monarca, no le daba ganas de nada. El pueblo era un inmenso solárium que todas las mañanas acogía a cientos y miles de turistas llegados del norte de Europa para emborracharse de sol por unos céntimos de euro o por nada.
Algunos se habían equivocado de puerto y en la inmensidad de su desconcierto humano y geográfico creían seguramente que estaban en Bahamas. Nadie les había dicho nada pero ellos estaban a gusto con el engaño y fotografiaban las ocurrencias de un artista local sin talento y se paseaban en coche de caballo hastiado como si las maravillas escondidas les fuesen a ser reveladas.
Quizá los más cultos soñaban con darse de bruces con Jack Lemmon que diría "Avanti!" con acento neoyorquino.
Los más viejos podían pensar que Vittorio de Sica aparecería en cualquier momento en uniforme de gala de carabinero y que Gina Lollobrigida surgiría del lado de la playa arreando a un burrito.
Pero Marcelo, que después de aquella dolce vita romana había querido encontrar la paz de los escándalos vencidos y enterrados en el desván de los no recuerdos, había elegido este puerto que casi no estaba en el mapa de la gente viajera.
Era como un castigo. Su playa de Ostia, donde había encontrado a aquella niña que le había enseñado con un charco en la arena la diferencia entre el mal y el bien, que por supuesto no había, porque todo era confusión, el Santo Padre que en Roma paseaba a Cristo en los brazos de un helicóptero.
La playa en la que ahora estaba, dispuesto a quedarse, como un castigo, estaba llena de todo.
Pero en realidad no había más cine que el que uno quería inventarse lanzando el anzuelo entre las rocas desahuciadas por los peces.
Pero a él no le gustaba pescar, ni desde las rocas ni encima de un barco porque no conocía los puntos cardinales, o cardenales que todo vale, y embarcarse hubiese supuesto quizá entrar en las aguas territoriales de Corea del Norte y acabar armando un suculento lío internacional.
Nadar le aburría y temía que con su pasado y su piel morena le pescasen los guardacostas convencidos de que estaban salvando a un refugiado atravesador de Saharas imposibles. Y le daba pereza pensar que tendría que explicar su vida en Dakar.
Claro que luego es posible que le declararan refugiado político y a partir de ahí le nombrasen presidente de la asociación de refugiados musulmanes. Pero eso no. Ni hablar. No hablaba una palabra de árabe y los agentes de tráfico de refugiados eran muy susceptibles y podrían haber creído que les tomaba el pelo.
Amigos tampoco tenía porque en esa ciudad no había más que el solario y una serie de indígenas que con bares y restaurantes cubrían las necesidades de los millones de nórdicos que reclamaban todos los años su ración de avena de sol.
Y él temía que un día no tuviesen sol para todo el mundo, pero el ministro encargado de Energías baratas decía que no había problema. Tenían contratos con Túnez, Turquía, Marruecos, Senegal y Malí que le cedían a buen precio el sol que no podían gastar ya que los turistas habían desertado esos países por mor de los yihadistas.
Entonces pensó en seguir haciendo lo que siempre había hecho, pensar, escribir. Lo hizo pero al cabo de tres años, después de editarse tres novelas, dos ensayos y un libro de fotos se dio cuenta de que nadie los compraba porque en aquel pueblo y sus alrededores estaba prohibido leer y, sobre todo comprar libros. El alcalde, de tendencia social-cultural, consideraba que ya bastaba con la biblioteca municipal para la que adquiría todos los años 300 libros, doscientos setenta y ocho de autoayuda y el resto de sopa de letras.
Fue entonces cuando viajó a Brasil y se entendió con un guardián de zoológico para que le facilitase su ingreso como aprendiz de manatí.
Y, como era de esperar, en el tercer intento de comer hierba verde en el fondo del bidón donde hacía sus ejercicios, se ahogó definitivamente.
Aquello no era la fontana de Trevi y Federico Fellini no daba voces. En cuanto a Anita Ekberg, hacía tiempo que Marcelo se había olvidado de ella.
Le quedaba el manatí del paraíso. O el paraíso del manatí, que ya ni lo sabía.
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