Colaboración: La cándida Mademoiselle Bovary

por © NOTICINE.com
"American Beauty"
Por Sergio Berrocal    

Todos, cada uno de nosotros, pudo ser en alguna otra vida aquel norteamericano inquieto que lleva a Kevin Spacey en "American Beauty" (Sam Mendes, 1999), a un amor loco de lolita falsa y de hartazgo auténtico. Todos hemos imaginado a una lolita como lo fue en esa atronadora película Mena Suvari, que sin ser tan lolita como la de Vladimir Nobokov hubiese podido salvar a un hombre aplastado por la imbecilidad de la vida y de una esposa (Annette Benning), mona y loca de remate que antepone todo a su éxito profesional.

Una tragedia norteamericana, casi griega, dirán ustedes, en un barrio como hay cientos de miles en los Estados Unidos, con sus casas impecables de vida feliz según la propaganda oficial.

Esposa odiosa, esposo que de pronto, porque tiene un respingo de dignidad, se percata de que lleva veinte años vendiendo la misma basura en una gran agencia de publicidad, intoxicando poco menos que con mentira sin compasión, y decide cambiar de vida como de la noche a la mañana.

El detonante es la lolita que se cree lolita pero que no tiene un ápice del erotismo que hubiese sido necesario para conseguir que él, el condenado, el hombre sin más piedad que esperar que la suya propia, pueda conseguir salvarse.

Esta lolita es una falsa lolita, de cuerpo pequeño y enloquecedor que hace cundir entre sus amigas el bulo de varios amantes, todos mayores, que la empachan de placer, y que ella comparte con sus amigas envidiosas en dementes cuentos.

La falsa lolita que, en realidad, nunca ha ido más allá que intentar quitarse las bragas una noche de baile de fin de curso o en el asiento trasero de un automóvil.

Lolita nunca ha visto "Los tramposos", la película de Marcel Carné, donde una manada de chiquillas parisienses tan ansiosas de probar que existen como las de esta urbanización norteamericana juegan con el amor y se encuentran con el desengaño embarazado.

De haberla visto, de haber visto a Pascale Petit jugar con el fuego del amor que entonces se decía en las "caves" de Saint-Germain de Près, en París, la Lolita de las casas de muñecas hubiese comprendido que el juego era demasiado duro y que no valía la pena.

A través del sueño de la posesión de Lolita, a la que le gustaría hacer el amor, amarla, ser amado, poseerla para probarse que existe, el ejecutivo, demasiado norteamericano medio, nada despegado de la doctrina oficial sobre vírgenes, se apoya en el trampolín imaginario del deseo que la niña-mujer tiene al jugar con el miedo del macho frente a la hembra de piernas cerradas, y quiere saltar a un mundo menos artificial que el suyo, abandonar por fin el trabajo alienante y la esposa atragantada.

Quiere huir, aunque para ello necesite hacer un pequeño chantaje a sus jefes, ese fangal de mentiras vías radios y televisión que con diabólico talento ha estructurado lo que es su vida. Ha llegado a la cumbre de su carrera y más que un alto ejecutivo de una empresa publicitaria es casi un doctor honoris causa en el arte de embaucar mediante la combinación imagen-palabra.

Son las dos de la mañana y hace 34 grados Celsius, con viento del desierto africano que arrastra todo el delirio del infierno.

El amante en ciernes, el pretendiente que podría haberse metido más fácilmente en la cama de una Mrs. Robinson de la vecindad, prosigue con su sueño de seducir a la muchachita dura con apariencias de frágil Barbie que cada vez más se le acerca con aires de conquistadora. Rita Haywort de bolsillo que conoce la música pero apenas se sabe la letra de la conquista.

Spacey quiere, sobre todo, más que poseer a la chiquilla que se le ofrece con labios empapados de deseo, liberarse a través de la penetración de las barreras de las convenciones morales en vigor, escapar, muy lejos, con un viejo coche Packard, sueño hasta entonces nunca realizado, que tal vez le permita correr de todo y llegar más cerca de la libertad.

La rebelión contra el fracaso de su matrimonio la encarna con rabia suicida una esposa a la que solo interesa su carrera (Annette Benning).

Es una trepa de manual argentino que se abre como la flor que algún día fue para su competidor más feroz, que puede dejarle vender la casa de su vida, y le permite que la disfrute bestialmente.

Ella, abstemia de sexo con su marido por convencimiento razonado, rompe con sus mil doscientos mandamientos de no cederás y en una cama de motel anónimo como la muerte se convierte por un rato en una ninfómana desenfrenada capaz de hacer creer a su compañero de cama que le puede llevar a un tsunami de placer.

Ese oscuro objeto del deseo de ella es la rebelión contra el esposo que quiere encontrar la felicidad muy lejos de sus acogedores y mercenarios muslos cortos, blancos y sudorosos.

Para él, que se quiere huir de su personal infierno de la mediocridad, Lolita es la transgresión necesaria, imprescindible, la posibilidad real de volver a existir por su propio talento de persona humana. Y busca el beso, la caricia, la caricia y el beso que sean solo para él. Y que no tenga más premio que el de la liberación, sin prima millonaria por Nochebuena.

Es cuando el aburrimiento rompe las compuertas de las apariencias, cuando ella, la jovencita, ya asustada, porque no sabía que ser mujer era tan difícil, sobre todo con un hombre que se conoce todos los desvaríos, se percata de que van a quedarse a medias en la consecución de sus sueños.

Pero también, se dicen los dos, es la realización de nuestros más íntimos anhelos, eso que casi nunca se dice en voz alta, a menos que se haga en un suspiro, a borde de un orgasmo largo y distendido, cuando la pareja cree que está alcanzando el paraíso donde esperaron Adan y Eva.

"Hoy es el primer día del resto de tu vida".

Con el sueño de esa penetración que ella consiente y acoge con una sonrisa feliz mientras él la desnuda, nadie se da cuenta de que este cuento transcurre en una sociedad cerrada, apática a los Romeos y Julietas y a los Otelos de Nevada.

"Nuestro matrimonio es una falsa, propaganda de lo normales que somos".

Una advertencia más.

Y Lolita, ya rendida en el canapé, con las piernas tímidamente entreabiertas, espera con los ojos gozosos y algo apurados.

En aquel momento, en aquel instante decisivo, su primero y definitivo tal vez, el momento de dejar de llamarse señorita según los viejos cánones sexistas, pudo haberse acordado de Enma Bovary.

Pudo haberse rememorado aquella escena de "Madame Bovary" cuando Enma va a sucumbir en un campo ante los embates de un noble macho de los alrededores del pueblo.

La virginidad que su marido, el doctor Bovary, famoso en la región por algunas chapuzas médicas, le había arrancado la noche de bodas probablemente desconsideradamente, ella la ha reservado siempre para un momento como aquel, cuando cree que por fin va a conocer el amor que ha leído en algún folletín siendo todavía mocita normanda.

Pero la lolita de nuestro cuento no sabe quién es Gustave Flaubert y, por supuesto, que escribió un libro titulado "Madame Bovary". Entonces no puede tener esos sentimientos.

Porque lo que no se aprende en los libros no existe del todo.

 "¿Cómo estás tú?", le pregunta Lolita.

"Hace mucho tiempo que nadie me pregunta eso", contesta él.

Los dos saben entonces que son felices y que pueden serlos aún más.

Pero la moral tan apelmazada en el cerebro obrado por siglos de moralidad templaria sale al paso.

Y aunque sabe que ya le queda un segundo apenas para dejar de ser un desgraciado, para demostrarse que puede ser feliz, pero feliz para siempre, se pega un tiro mientras la ninfa corre al baño antes del asalto final que ya, hélas, nunca tendrá lugar.

Y entonces, lolita se da cuenta de que no hay bidet.

Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.