Colaboración: El peliculón de la Casa Blanca

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La Casa Blanca
Por Sergio Berrocal   

Odio profundamente el mundo que me quieren pergeñar unos cuantos listos y listas de una supuesta estética macarra. Todo tiene que ser feo, proclaman, atronador y horripilante para que creamos que vivimos con Orwell y después de Kafka. Por mucho que aplastes la cucaracha de Franz Kafka te salen otras en revista de moda que proclaman con delicia que para la moda nueva y futura "se buscan chicas duras".

Nada de agradar por el semblante Nestlé perdido en montañas tirolesas donde la piel de las señoras recuerde a la leche de las altivas vacas que campan como modelos de pasarela.

Ahora lo que se lleva, asegura la pitonisa de esa revista, son "vampiresas, damas peligrosas o heroínas de cómic futurista…"

Dios mío, si ya no va a poderse refugiar uno en las publicaciones femeninas, que siempre fueron dulces, cariñosas, acogedoras, embriagadoras de belleza, no nos quedará más que el suicidio asistido por monjas arrepentidas del Tibet de mentirijilla dibujados por arquitectos de cuando el cine era todo una sinfonía de cartón piedra e ilusión.

Lo peor es que esa moda de lo feo es bello ha saltado a la política.

Estados Unidos, el país que domina al mundo desde que existe, la nación que se cree designada por Dios para deshacer todos los entuertos que ellos creen ver fuera de casa y que invaden países, matan en nombre del Altísimo con la bandera estrellada como visado para todo.

Guantánamo sigue abierto. Y es probable que ya nadie vuelva a cerrarlo porque el presidente actual, Don Barack Obama, se marcha en noviembre y lo que puede llegar da más susto que la nueva moda fea.

Miras y no te lo crees. Un personaje como el llamado Donald Trump, acérrimo partidario de que el mejor indio es el indio muerto, bueno, ya sabe, es un decir. Él sólo piensa que hay que echar a todos los extranjeros, a los pobres, a los feos, que estropean el paisaje. Imaginen lo que haría con Guantánamo…

Del otro lado, en caso de que Trump no sea elegido en el bando republicano, la deliciosa Hillary Clinton, demócrata de toda la vida, que cuando se cabrea parece salía de una película de terror.

Y su esposo, aquel que…, bueno ya saben, que tuvo una debilidad con una muchachita becaria, graciosa y bonita la condenada, que le incitó probablemente, porque el diablo se viste de Prada, a cometer el pecado de la carne que la muchacha, pobrecita mía, llevó clavado en su casto vestido hasta que alguien lo recuperó para armar el lío, sacar el ADN, y dejar que Clinton tuviese que lloriquear antes de huir de la Presidencia.

Trump es probablemente el actor menos indicado para protagonizar la nueva película de Estados Unidos, pero a veces se le va la boquita y suelta alguna verdad: "Cómo va a ocuparse esta señora (la Clinton) de todos los norteamericanos cuando fue incapaz de satisfacer a su propio marido". No garantizo el quote and quote pero el espíritu malvado está.

Pensar, imaginar, que Donald Trump, sí, ese del tupé imposible, puede ser dentro de unos meses, para después de las vacaciones veraniegas europeas, el hombre que mande en el mundo desde su despacho oval de la Casa Blanca, en la Avenida Pensilvania de Washington, da sarpullido de mosquito con crisis de paludismo invertebrado.

Pero anda que agarrarse a la otra hipótesis, la de la Hillary mandando a los cinco continentes y a cualquier otro que se ponga a tiro con esa rabia que se le refleja en cada gesto que hace, en cada gritito histérico que da sobre todo cuando ve que las cosas no van a ser tan sencillas con un adversario como el republicano.

Pero, por Dios del amor hermoso, ni Corea del Norte hubiese podido imaginar probablemente tener un candidato a la presidencia con los andares, sonrisas estropeadas por las caries multimillonariamente cubiertas de oro y las intenciones de Donald Trump. Imaginen la película si algún día llegase a la presidencia y comprenderán que la nueva tendencia de las chicas duras para vendernos un vestido que puede costar tres vidas del más multimillonario de los tenistas que va a competir en los Juegos Olímpicos como si fuera uno de aquellos huesudos amateurs que el Barón de Coubertin llamaba para jugar como caballeros no como jefes de empresas con dividendos gigantescos.

Por eso y tantas cosas, por la desesperación que se cae a pedazos mientras los grandes de este mundo, y seguramente del otro, no piensan más que en ser más poderosos, más ricos, y más guapos.

Por eso y por tantas cosas, que decía la canción, déjenme que contemple con arrobo la histórica foto tomada en la Casa Blanca y en la que aparece un satisfecho y juvenil presidente Bill Clinton, a lado de una casi virginal y sonriente hasta la pasta dentífrica más cara Monica Lewinski.

Era el 17 de noviembre de 1995 y en la instantánea en blanco y negro que contemplo en el semanario francés "L’Express", se ve detrás de la muchacha –ya había empezado el idilio, afirma el pie de foto—a un señor con bigote y sonrisa más que satisfecha. Seguramente el celestino de tan bonita unión. Qué niños más guapos hubiese tenido tan delicada pareja, me refiero a la Monica y a Bill, no al bigotudo.

El señor de tan amable bigote parece decirle al fotógrafo: "¡No sabes lo que estás fotografiando, chaval!". Porque seguro que él sí sabía, para eso tenía allí una mesa al lado del despacho presidencial, donde Monica, la becaria, lo que viene a ser según el diccionario "estudiante en prácticas", no estudiaba precisamente con Clinton la trigonometría del poder.

He encargado una reproducción de esta foto y la he puesto en un marco en mi mesa de trabajo.

Y todas las mañanas sonreiré como ellos sonreían. Felices y satisfechos.

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