Colaboración: Kosas

por © Redacción-NOTICINE.com
La ciudad de Tánger, hace más de medio siglo
Por Sergio Berrocal    

Le habían dicho que tenía que adaptarse a los nuevos tiempos; tiempos de redención, de humildad y sacrificios. Que apenas se le vea cuando atraviesa usted la calle, le propuso un improvisado profesor de estética moral para una vida mejor. Viejo profesor de alemán que había enseñado en un liceo francés el tiempo que Hitler ocupó Francia en aquel siglo pasado de las grandes guerras, de los montones de muertos y de las cabezas rapadas para estigmatizar a aquellas que no podían haber aguantado a sus hormonas y que, lo peor de lo peor, se decían enamoradas de nazis detestables.

Tiempos extraños aquellos que empezaron en el año 2016, cuando los loquito de Alá perdieron del todo la cabeza y en lugar de rezar y rezar mataban y mataban por matar, que alá, ya hasta con minúscula, me perdone pero esto no hay quien lo aguante. Porque, mire usted caballero del antifaz, en tiempos del Tánger internacional, cuando Paul Bowles te llevaba al cielo del desierto del Sahara donde nunca tomarías el té verde que Aicha y sus amiguitas te habían prometido en el palacio del bachir que Dios tenga en su gloria.

Las muchachas respetaban a los hombres con chilaba y las chilabas nunca llegaban a ellas. Habían jurado prometido, que vaya al infierno si no lo cumplo, que irían vírgenes al matrimonio aunque luego al desposado le gustase más la entrada posterior, con lo cual la virgen de Tánger tenía que buscar un cristiano castizo que la embarazaba en un santiamén como si Anaïs Nin estuviese esperando el semen del padre que luego guardaba entre sábanas de romero y percal. Hasta que un médico que la había toqueteado todo lo que quiso y más, hasta hacerle sentir un repentino y violentísimo orgasmo que le rompió la enagua de seda, le dijera que era estéril. Que por mucho semen que se echara encima nunca sería madre.

Nunca las aguas de la vida habían tenido la placidez engañosa de una laguna de película donde se ahogaba aquella actriz gordita, no, tonto, que no era Betsy Blair, ni han ofrecido el reto de aquel mítico y tremebundo rio amarillo, el Yantseng que le llamaban, sí, que yo lo vi en un NODO de cuando Franco, porque a Franco le gustaba mucho el agua y no permitía que nadie bebiese güisqui.

En ese río sucio, que millones de chinitos habían limpiado durante doscientos veinticuatro días y noches con lejía exportada de Kansas City para que se bañara aquel señor que se llamaba Mao Tsetung, aunque luego le cambiaron el nombre porque desde el punto de vista gráfico era una pena.

Toda su vida fue un carterista de la ilusión.

Nunca llegaste a bailar el tango en París ni el primero ni el último y menos untado con mantequilla bretona con sal.

Nada peor que un sinvergüenza triste.

Aquellas trompetas que rastreaban nuestras almas cuando Henri James la tocaba que parecía su último suspiro.

Dejaste una tarjeta de visita en aquel libro tuyo que le regalaste a la oftalmóloga de hermosos ojos, creyendo que un día te llamaría. Perdió la tarjeta en un supermercado infame porque había anotado unas comprillas de urgencia. Luego quiso llamarte pero ya no pudo aunque se había enamorado locamente de ti y quería ponerte un piso. El libro lo encontraste en el mercadillo de tu barrio con aquella dedicatoria tuya tan cursi y que tú creías tan sentida.

Ya nadie se enamora. Se acopla, se acomoda, se resigna, deja que le hagan padre.

Soportas las mil y una imbecilidades que te cuenta la radio. Hasta oír hablar de fútbol resulta como más coherente y Paquito dice que hasta más intelectual. Me voy a sacar el carné del Betis.

Hay tantas canciones que olvidaste pero que te ayudan a arrastrarte hasta la salida. Mister John, ¿remember you, carajo?

Le recetaron infinito escepticismo como aspirina contra las decepciones y sin contraindicaciones.

Llegó a ser una lombriz lúbrica descerebrada.

Descubrió entre los pañuelos de batista que no hay futuro sin un pasado aceptado, sufrido y a veces asimilado.

El pasado, le dijo el doctor Knock, le mantendrá en la realidad de las cosas del presente.

Escribir es realizar por fin el psicoanálisis que nunca te atreviste a hacer.

Escribo por necesidad de contar, de justificar y de justificarme.

Nunca he pretendido contar mentiras, esencia de la escritura.

Soy cuentista como Paquito el chocolatero, cronista al máximo, testigo de lo visto o de lo imaginado y de lo que yo mismo me he contado.

Hay que contar las cosas con la misma naturalidad con la que se toma un güisqui con agua Perrier.

No hay que forzar nada de la escritura porque entonces hasta puedes encontrarte con un premio literario.

Ya lo dijo todo James Joyce: "La famélica gaviota sobre el agua turbia flota".

El Ego es el único amigo que nunca te traicionará.


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