Colaboración: Mohamed Chukri, la rabia de escribir
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Por Sergio Berrocal
Mohamed Chukri no nació donde hubiese debido nacer. Pero como tenía una voluntad rabiosa de pura cabezonería se empeñó en no conformarse con lo que le había tocado en la región marroquí del Rif, miseria y un poco más de miseria y, como horizonte, la desesperación de la miseria. En esas tierras dejadas de la mano de cualquier dios, pastaban bichos sin futuro ni pretensiones, se arrancaba un poco de hierba y se esperaba a que la vida pasase o a que la vida te pasase por encima. Pero eso no era para él. Decidió volar sin que nadie se lo permitiese. Sin saber leer ni escribir (¿para qué podría servir tanta sabiduría en un medio rural sin más horizonte que la caída del sol?). Se marchó, huyó quizá sería más justo, a Tetuán. No era más que un chiquillo pero lleno de tantas vida y de tantos sueños, de tantas aspiraciones, aunque no sabía de qué ni para qué.
Allí, en la que llamaron en algún momento la ciudad de los mil ladrones, se metió en la droga, en la prostitución sin saber muy bien por qué y para qué. Luego huyó a Larache y cuenta su editor, que algún interés tiene en todo esto, que, con veinte años ya, estudió algo, probablemente aprendiese a deletrear y a coger un lápiz entre los dedos crucificados de arrancar chumberas.
Ni lo sabía ni lo quería saber, pero lo suyo era la literatura. Vio un libro, empezó a desentrañarlo, probablemente con ayuda de alguien y comprendió que esas hojas llenas de letras regulares permitían irse muy lejos del mundo de mierda que a él le arrastraba sin miramiento.
Pero no sabía todavía que en realidad era un malnacido, marcado para sufrir; nacido con el único objetivo de ser un desgraciado y que los libros no eran lo suyo ni cuando iba a la letrina si es que encontraba una. Las chumberas no creen en Dios y sirven.
Había nacido en el Marruecos de la total y absoluta miseria –era en 1935— con un sultán encima de su cabeza y muchos pachás a su alrededor que decían a los otros lo que había que hacer. La edad media en chilaba, con el colonialismo al lado para recordar a cada cual dónde debía estar. Los moros arando la tierra y el blanco mordiendo la manzana del paraíso. Ni imágenes de Epinal ni leches. Verdades monstruosas que el colonialismo tapaba con sus capas de satén y sus vergajos que enseñaban a los nativos que nacer no es un derecho sino un privilegio que sólo los pudientes deberían tener. Y si no, ya sabes cómo se ahogan a los gatos indeseables y gastosos que pretenden mamar.
La vida es para el que la merece. Y los miserables, desde Víctor Hugo, nunca la han merecido; se les ha otorgado como una desorbitada caridad que no conviene practicar todos los días.
Lo peor de este cuento, escuchen pacientes lectores, es que este Mohamed Chukri, en vez de besar las manos benefactoras de los amos, en lugar de pedir a Alá mil bendiciones para ellos y para todas sus familias hasta la quinta generación, que Dios los tenga en su santa, santísima gloria, se metió en la cabeza que él tenía derecho a lo que los demás podían hacer, disfrutar chilabas de hilo fino o trajes de Cardin.
El muy maldito quería ser diferente hasta el paroxismo. Nadie habría oído hablar de Chukri si el muy malnacido no hubiese sido picado por el virus del cuento; el virus de la escritura.
Descubrió que escribiendo, contando lo que le pasaba por la vida y por la cabeza, envolviendo sus relatos en palabras que él trataba de que sonaran bien, de que gustaran, era menos desgraciado. Todavía estaba muy lejos de pensar y menos de saber que una palabra puede ser más terrible que un fusil, por muy metafórico que sea este empecinamiento de que el espíritu es capaz de dejar fuera de juego a la golfería del poder, a la sinrazón del más fuerte, que aúlla en tus orejas hasta volverte tonto de locura y que te reduce a patadas, puñetazos, en una playa perdida de chinos gordos, donde los gendarmes no te encontrarán hasta el día siguiente. Y que probablemente, si todavía respiras, te volverán a apalear para que aprendas que las lombrices se arrastran y no intentan andar de pie.
Pero, ¿qué se han creído ustedes que la vida es como la cuentan las películas tirando a rosa donde hasta los negros van a cenar con los patrones blancos que, además saben, hay que ser imbécil para consentirlo, que el muchachito de color quiere abrirle las piernas a la señorita blanquita y virgen para a través de su vientre violar a esta sociedad tan amable y facinerosa que él desconoce.
El caso es que el muchacho creció y se hizo un hombre, como en la mejor película norteamericana rodada por la RKO. No un hombre de provecho, no exageremos nada, porque la miseria no predispone a los esmoquin a medida ni a besar la mano a las señoras sin que luego apesten todo el día.
Mohamed Chukri fue un fenómeno de feria que los blancos dejaron crecer aunque sin sacarlo nunca de su medio natural. Luego, cuando fue mayor y hasta su muerte, hablaba con admiración de los escritores que conoció, como el excelente Paul Bowles, que escribía para blancos, los blanquitos que soñábamos con tomar un té verde en el desierto del Sáhara.
El rifeño no escribía de esas exquisiteces únicamente para blancos. Él prefería hablar de lo que conocía, el hambre, las mujeres, la puñetera vida que a menudo se encierra en una botella de vino. Porque para enajenarse el cerebelo, para olvidar, no se necesita un Johnny Walker etiqueta negra. Basta y sobra con el tinto perruno que siendo yo un jovencito aprendiz reportero observaba cómo los moros tomaban cara al público en una taberna sin nombre de un barrio mixto de Tánger.
Parecían un anuncio de Coca-Cola, porque todas las botellas eran de esta bebida. Sólo ellos sabían que lo que había dentro eran segundos sagrado de paraíso, de evasión, de sueño,
Mohamed Chukri sabía dónde mamar hasta caerse muerto y resucitar tres días después.
“El pan desnudo” fue su primer libro (y llevado al cine), seguido de “Tiempo de errores”. Y ¿para qué voy a contarles más, si a este moro exquisito no le conocen ni en las bibliotecas españolas de este pueblo donde yo me entierro a orillas del mar que conduce a Marruecos?
Hay páginas de “Rostros, amores, maldiciones” que te retuercen las tripas como en una noche de borrachera mal digerida.
Mohamed está enamorado del amor, como todos los pobres con ambiciones. Y no consigue vivirlo porque las mujeres que podrían dárselo se le escurren:
“No hubo mucha pasión, pero fue un acoplamiento en el que no faltaron los intentos de complacer; de mí hacia ella y de ella hacia mí con una entrega confusa… Quizá se entregó porque necesitaba el dinero. A los dos nos bastaba con unas copas de coñac y unos cigarrillos rubios para apaciguarnos. Fue la última noche en la que nos unimos; con una leve tristeza que le hizo llorar, luego alegrarse y hacernos reír”.
No sé, si este Mustaki de la escritura murió pensando lo mismo que escribe al final de este libro hecho de retazos de vida, de ilusiones perdidas, como todas las ilusiones, y de algún que otro trago más:
“De mis tristezas retengo lo más frágil de su aspereza y lo más grato para el recuerdo. El ser humano no siempre es como ha empezado ni como acaba. Somos nuestro propio destino”.
Y somos muchos Mohamed Chukri, aunque hayamos llevado corbata y conozcamos el gusto del caviar.
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Mohamed Chukri no nació donde hubiese debido nacer. Pero como tenía una voluntad rabiosa de pura cabezonería se empeñó en no conformarse con lo que le había tocado en la región marroquí del Rif, miseria y un poco más de miseria y, como horizonte, la desesperación de la miseria. En esas tierras dejadas de la mano de cualquier dios, pastaban bichos sin futuro ni pretensiones, se arrancaba un poco de hierba y se esperaba a que la vida pasase o a que la vida te pasase por encima. Pero eso no era para él. Decidió volar sin que nadie se lo permitiese. Sin saber leer ni escribir (¿para qué podría servir tanta sabiduría en un medio rural sin más horizonte que la caída del sol?). Se marchó, huyó quizá sería más justo, a Tetuán. No era más que un chiquillo pero lleno de tantas vida y de tantos sueños, de tantas aspiraciones, aunque no sabía de qué ni para qué.
Allí, en la que llamaron en algún momento la ciudad de los mil ladrones, se metió en la droga, en la prostitución sin saber muy bien por qué y para qué. Luego huyó a Larache y cuenta su editor, que algún interés tiene en todo esto, que, con veinte años ya, estudió algo, probablemente aprendiese a deletrear y a coger un lápiz entre los dedos crucificados de arrancar chumberas.
Ni lo sabía ni lo quería saber, pero lo suyo era la literatura. Vio un libro, empezó a desentrañarlo, probablemente con ayuda de alguien y comprendió que esas hojas llenas de letras regulares permitían irse muy lejos del mundo de mierda que a él le arrastraba sin miramiento.
Pero no sabía todavía que en realidad era un malnacido, marcado para sufrir; nacido con el único objetivo de ser un desgraciado y que los libros no eran lo suyo ni cuando iba a la letrina si es que encontraba una. Las chumberas no creen en Dios y sirven.
Había nacido en el Marruecos de la total y absoluta miseria –era en 1935— con un sultán encima de su cabeza y muchos pachás a su alrededor que decían a los otros lo que había que hacer. La edad media en chilaba, con el colonialismo al lado para recordar a cada cual dónde debía estar. Los moros arando la tierra y el blanco mordiendo la manzana del paraíso. Ni imágenes de Epinal ni leches. Verdades monstruosas que el colonialismo tapaba con sus capas de satén y sus vergajos que enseñaban a los nativos que nacer no es un derecho sino un privilegio que sólo los pudientes deberían tener. Y si no, ya sabes cómo se ahogan a los gatos indeseables y gastosos que pretenden mamar.
La vida es para el que la merece. Y los miserables, desde Víctor Hugo, nunca la han merecido; se les ha otorgado como una desorbitada caridad que no conviene practicar todos los días.
Lo peor de este cuento, escuchen pacientes lectores, es que este Mohamed Chukri, en vez de besar las manos benefactoras de los amos, en lugar de pedir a Alá mil bendiciones para ellos y para todas sus familias hasta la quinta generación, que Dios los tenga en su santa, santísima gloria, se metió en la cabeza que él tenía derecho a lo que los demás podían hacer, disfrutar chilabas de hilo fino o trajes de Cardin.
El muy maldito quería ser diferente hasta el paroxismo. Nadie habría oído hablar de Chukri si el muy malnacido no hubiese sido picado por el virus del cuento; el virus de la escritura.
Descubrió que escribiendo, contando lo que le pasaba por la vida y por la cabeza, envolviendo sus relatos en palabras que él trataba de que sonaran bien, de que gustaran, era menos desgraciado. Todavía estaba muy lejos de pensar y menos de saber que una palabra puede ser más terrible que un fusil, por muy metafórico que sea este empecinamiento de que el espíritu es capaz de dejar fuera de juego a la golfería del poder, a la sinrazón del más fuerte, que aúlla en tus orejas hasta volverte tonto de locura y que te reduce a patadas, puñetazos, en una playa perdida de chinos gordos, donde los gendarmes no te encontrarán hasta el día siguiente. Y que probablemente, si todavía respiras, te volverán a apalear para que aprendas que las lombrices se arrastran y no intentan andar de pie.
Pero, ¿qué se han creído ustedes que la vida es como la cuentan las películas tirando a rosa donde hasta los negros van a cenar con los patrones blancos que, además saben, hay que ser imbécil para consentirlo, que el muchachito de color quiere abrirle las piernas a la señorita blanquita y virgen para a través de su vientre violar a esta sociedad tan amable y facinerosa que él desconoce.
El caso es que el muchacho creció y se hizo un hombre, como en la mejor película norteamericana rodada por la RKO. No un hombre de provecho, no exageremos nada, porque la miseria no predispone a los esmoquin a medida ni a besar la mano a las señoras sin que luego apesten todo el día.
Mohamed Chukri fue un fenómeno de feria que los blancos dejaron crecer aunque sin sacarlo nunca de su medio natural. Luego, cuando fue mayor y hasta su muerte, hablaba con admiración de los escritores que conoció, como el excelente Paul Bowles, que escribía para blancos, los blanquitos que soñábamos con tomar un té verde en el desierto del Sáhara.
El rifeño no escribía de esas exquisiteces únicamente para blancos. Él prefería hablar de lo que conocía, el hambre, las mujeres, la puñetera vida que a menudo se encierra en una botella de vino. Porque para enajenarse el cerebelo, para olvidar, no se necesita un Johnny Walker etiqueta negra. Basta y sobra con el tinto perruno que siendo yo un jovencito aprendiz reportero observaba cómo los moros tomaban cara al público en una taberna sin nombre de un barrio mixto de Tánger.
Parecían un anuncio de Coca-Cola, porque todas las botellas eran de esta bebida. Sólo ellos sabían que lo que había dentro eran segundos sagrado de paraíso, de evasión, de sueño,
Mohamed Chukri sabía dónde mamar hasta caerse muerto y resucitar tres días después.
“El pan desnudo” fue su primer libro (y llevado al cine), seguido de “Tiempo de errores”. Y ¿para qué voy a contarles más, si a este moro exquisito no le conocen ni en las bibliotecas españolas de este pueblo donde yo me entierro a orillas del mar que conduce a Marruecos?
Hay páginas de “Rostros, amores, maldiciones” que te retuercen las tripas como en una noche de borrachera mal digerida.
Mohamed está enamorado del amor, como todos los pobres con ambiciones. Y no consigue vivirlo porque las mujeres que podrían dárselo se le escurren:
“No hubo mucha pasión, pero fue un acoplamiento en el que no faltaron los intentos de complacer; de mí hacia ella y de ella hacia mí con una entrega confusa… Quizá se entregó porque necesitaba el dinero. A los dos nos bastaba con unas copas de coñac y unos cigarrillos rubios para apaciguarnos. Fue la última noche en la que nos unimos; con una leve tristeza que le hizo llorar, luego alegrarse y hacernos reír”.
No sé, si este Mustaki de la escritura murió pensando lo mismo que escribe al final de este libro hecho de retazos de vida, de ilusiones perdidas, como todas las ilusiones, y de algún que otro trago más:
“De mis tristezas retengo lo más frágil de su aspereza y lo más grato para el recuerdo. El ser humano no siempre es como ha empezado ni como acaba. Somos nuestro propio destino”.
Y somos muchos Mohamed Chukri, aunque hayamos llevado corbata y conozcamos el gusto del caviar.
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