Colaboración: El libro y la palangana
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Por Sergio Berrocal
La idea gozosa y achampanada me vino en la biblioteca municipal de mi barrio. Sí, ya sé que es raro que alguien frecuente semejantes sitios donde ni siquiera te dan la taza de café que mi peluquero británico, hoy extracomunitario, me ofrece con gallardía antes de cortarme el pelo. Se me ocurrió que sería divertido presentar un libro en uno de esos lugares a los que los hombres van aunque nunca hablan de ello con sus mujeres, esposas, madres o amigas con derecho a roce.
Estoy convencido de que vendería una docena de ejemplares por lo menos. Mi record de ventas lo conseguí en un mercadillo del pueblo, a euro el ejemplar. Me quitaron de las manos por lo menos cuarenta libros. Luego dije muy ufano que la edición se había agotado.
Creo que la idea es buena porque las señoras que ejercen en esos lugares tienen en general una visión muy amplia de la vida y algunas incluso son capaces de entender un texto, cosa que no siempre saben los universitarios.
Algunas de esas señoritas, era como se les llamaba en mis tiempos, se han forjado una cultura nada desdeñable, que muchas licenciadas y doctoradas querrían tener. Y las jineteras cubanas tenían fama en mis tiempos de reclutarse en las facultades. Algunas entendían más de ciencias políticas que de sexo.
Lo que me preocupa es que no he encontrado referencias de semejante presentación en un puticlub que antes recibía el sonoro nombre de burdel. Muchos de ellos, sobre todo en algunos pueblos, se señalaban con un delicioso farolillo rojo, y nada más verlo empezaba la emoción a correrte por el intestino delgado, que como ustedes no saben es el lugar más emotivo de nuestra geografía íntima.
Ese rojo de la audacia amorosa del que a tantos de sus personajes revistió Alejandro Dumas y que luego saltaron a películas llenas de alegría y compasión por la tristeza con prelados rellenos de rojo carmín, aunque dicen que los pederastas eclesiásticos prefieren el anonimato oscuro de los confesionarios.
No hace tantos años, en medio de algunos campos andaluces se veía algún que otro puticlub rural como puesto médico de urgencia en cualquier película norteamericana de guerra justa. ¿Se acuerdan de "Mash"?
Me contaron -por supuesto que yo nunca acudí a esas urgencias primarias de la campiña de Andalucía- que la práctica era bastante primitiva. Añadían los enterados que las practicantes no disponían de la más elemental agua corriente y se apañaban con una palangana de plástico comprada en el chino del pueblo de al lado. Un chino que por entonces no era chino. Esa palangana, decían los tramoyistas de la juerga, servía para todo...
El cine, ese cine que hasta en esos sitios te persigue con sus imágenes aleccionadoras, acusadoras y hasta complacientes, está lleno de señoras de vida alegre; así se las designaba en algún momento. Pero casi siempre con un bidet.
Me extraña que escritores como Guy de Maupassant, que tanto amó a esas "petites femmes" que en el París del siglo XIX eran legión y por las que él dio la vida -literalmente, porque pescó una enfermedad que le llevó a la tumba en medio de una absoluta locura- no hayan celebrado nunca un acto literario en una alcoba bullanguera, antes de que la Madame pronunciase aquel "¡Niñas al salón!" que disparaba toda la bilirrubina.
En París, sobre todo durante la ocupación de Francia por los alemanes (años de 1940), hubo algunos burdeles muy famosos. El One Two Two estaba situado en uno de los barrios más nobles de la capital y allí no entraba cualquiera. Las señoritas que atendían solían ser el no va más.
Luego, mucho luego, ya con la prohibición, llegarían las damiselas de Madame Claude que por su fama de cultas fueron las primeras jineteras francesas.
Con la prohibición de estos lugares de ocio, que tantas violaciones de inocentes señoritas evitaron, sólo llegué a conocer uno en París hacia los años sesenta-setenta.
Por supuesto, nada que ver con la elegancia del One Two Two, ni por el barrio ni por la clientela y menos aún por las practicantes.
El que yo conocí estaba situado en un barrio que entonces era bastante cutre, Barbès, cerca de la Goutte d’Or, donde ahora los pisos tienen precios de vértigo.
Un día, desde el Metro aéreo observé que alrededor de una casona de dos plantas bastante miserable se congregaba los fines de semana una cuasi multitud de hombres jóvenes y morenos hasta Senegal. Estábamos acostumbrados a la Place Pigalle, donde día y noche, aunque más bien cuando caía el día y se marchaba a casa, circulaban mujeres que Billy Wilder habría podido contratar o que tal vez contrató para acompañar a Shirley MacLaine y a Jack Lemmon en "Irma la douce" (1963).
Aquel edificio, hoy desaparecido, no era ninguna de las tiendas baratas que solían encontrarse en el distrito dieciocho. Allí lo único que se vendía era carne humana y los consumidores eran obreros africanos que los fines de semana acudían allí buscando un poco del amor que tanto les faltaba lejos de sus tierras.
La cola era perpetua los fines de semana delante de la puerta grande donde en una garita oficiaba una señora salida de cualquier película de Federico Fellini a la que los clientes tendían unos francos con lo que ella les entregaba una minúscula y casi transparente toallita.
Entonces, una de las empleadas, en general de calibre respetable y apetecible, aparecía con sus pechos lechosos de cabra moruna y saltarina y precedía al cliente por una ancha escalera que era como un escenario iniciático. (Ahora que lo pienso, tenía algo de la de "Lo que el viento se llevó" cuando Clark Gable y Vivien Leigh se tiraban los trastos a la cabeza).
La subida, todo estaba probablemente estudiado en una escuela de teatro neoyorquina, se convertía en un calvario para el inmigrante carente, que veía, olía y se aguantaba las manos en los bolsillos para no agarrar las carnes desbordantes de bragas negras y cuajadas de encaje antiguo que bailaban con precisión morbosa una original danza del vientre mientras duraba la escalada hasta la habitación. De pronto se acentuaba el movimiento y el cliente con su toallita para el permanganato en la mano se mordía la lengua para no desfallecer de placer.
Uno de aquellos fines de semana observé una extraña agitación entre los parroquianos. Uno de ellos gritaba sin parar.
Al lado de la casona, había olvidado referirlo, se había montado una especie de caseta que en realidad era una modesta comisaría muy exclusiva. El jefe de aquel lugar encargado de mantener el orden social era un francés oriundo de África del Norte, con apellido típicamente español. Cuando entré estaba que se subía por las paredes.
Y me explicó que no sabía cómo resolver una denuncia que acababa de poner uno de los clientes de la casa de al lado. El hombre explicaba en un francés cantarín que habiendo acudido para consumir el día anterior le habían estafado.
- ¿Cómo que le estafaron?...
- Sí, Comisario. Porque cuando llegué a lo alto de la escalera siguiendo a la señorita no había podido aguantarme y terminé antes de haber empezado… Lo peor es que cuando le pedí a la Madame que me devolviese el dinero se negó…
Todavía no he encontrado el lugar para la presentación de mi libro.
Creo que, finalmente, me contentaré con la aburrida sala de siempre, sin toallita ni permanganato de potasio en palangana escorada por la vida.
Me parece que es más seguro.
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La idea gozosa y achampanada me vino en la biblioteca municipal de mi barrio. Sí, ya sé que es raro que alguien frecuente semejantes sitios donde ni siquiera te dan la taza de café que mi peluquero británico, hoy extracomunitario, me ofrece con gallardía antes de cortarme el pelo. Se me ocurrió que sería divertido presentar un libro en uno de esos lugares a los que los hombres van aunque nunca hablan de ello con sus mujeres, esposas, madres o amigas con derecho a roce.
Estoy convencido de que vendería una docena de ejemplares por lo menos. Mi record de ventas lo conseguí en un mercadillo del pueblo, a euro el ejemplar. Me quitaron de las manos por lo menos cuarenta libros. Luego dije muy ufano que la edición se había agotado.
Creo que la idea es buena porque las señoras que ejercen en esos lugares tienen en general una visión muy amplia de la vida y algunas incluso son capaces de entender un texto, cosa que no siempre saben los universitarios.
Algunas de esas señoritas, era como se les llamaba en mis tiempos, se han forjado una cultura nada desdeñable, que muchas licenciadas y doctoradas querrían tener. Y las jineteras cubanas tenían fama en mis tiempos de reclutarse en las facultades. Algunas entendían más de ciencias políticas que de sexo.
Lo que me preocupa es que no he encontrado referencias de semejante presentación en un puticlub que antes recibía el sonoro nombre de burdel. Muchos de ellos, sobre todo en algunos pueblos, se señalaban con un delicioso farolillo rojo, y nada más verlo empezaba la emoción a correrte por el intestino delgado, que como ustedes no saben es el lugar más emotivo de nuestra geografía íntima.
Ese rojo de la audacia amorosa del que a tantos de sus personajes revistió Alejandro Dumas y que luego saltaron a películas llenas de alegría y compasión por la tristeza con prelados rellenos de rojo carmín, aunque dicen que los pederastas eclesiásticos prefieren el anonimato oscuro de los confesionarios.
No hace tantos años, en medio de algunos campos andaluces se veía algún que otro puticlub rural como puesto médico de urgencia en cualquier película norteamericana de guerra justa. ¿Se acuerdan de "Mash"?
Me contaron -por supuesto que yo nunca acudí a esas urgencias primarias de la campiña de Andalucía- que la práctica era bastante primitiva. Añadían los enterados que las practicantes no disponían de la más elemental agua corriente y se apañaban con una palangana de plástico comprada en el chino del pueblo de al lado. Un chino que por entonces no era chino. Esa palangana, decían los tramoyistas de la juerga, servía para todo...
El cine, ese cine que hasta en esos sitios te persigue con sus imágenes aleccionadoras, acusadoras y hasta complacientes, está lleno de señoras de vida alegre; así se las designaba en algún momento. Pero casi siempre con un bidet.
Me extraña que escritores como Guy de Maupassant, que tanto amó a esas "petites femmes" que en el París del siglo XIX eran legión y por las que él dio la vida -literalmente, porque pescó una enfermedad que le llevó a la tumba en medio de una absoluta locura- no hayan celebrado nunca un acto literario en una alcoba bullanguera, antes de que la Madame pronunciase aquel "¡Niñas al salón!" que disparaba toda la bilirrubina.
En París, sobre todo durante la ocupación de Francia por los alemanes (años de 1940), hubo algunos burdeles muy famosos. El One Two Two estaba situado en uno de los barrios más nobles de la capital y allí no entraba cualquiera. Las señoritas que atendían solían ser el no va más.
Luego, mucho luego, ya con la prohibición, llegarían las damiselas de Madame Claude que por su fama de cultas fueron las primeras jineteras francesas.
Con la prohibición de estos lugares de ocio, que tantas violaciones de inocentes señoritas evitaron, sólo llegué a conocer uno en París hacia los años sesenta-setenta.
Por supuesto, nada que ver con la elegancia del One Two Two, ni por el barrio ni por la clientela y menos aún por las practicantes.
El que yo conocí estaba situado en un barrio que entonces era bastante cutre, Barbès, cerca de la Goutte d’Or, donde ahora los pisos tienen precios de vértigo.
Un día, desde el Metro aéreo observé que alrededor de una casona de dos plantas bastante miserable se congregaba los fines de semana una cuasi multitud de hombres jóvenes y morenos hasta Senegal. Estábamos acostumbrados a la Place Pigalle, donde día y noche, aunque más bien cuando caía el día y se marchaba a casa, circulaban mujeres que Billy Wilder habría podido contratar o que tal vez contrató para acompañar a Shirley MacLaine y a Jack Lemmon en "Irma la douce" (1963).
Aquel edificio, hoy desaparecido, no era ninguna de las tiendas baratas que solían encontrarse en el distrito dieciocho. Allí lo único que se vendía era carne humana y los consumidores eran obreros africanos que los fines de semana acudían allí buscando un poco del amor que tanto les faltaba lejos de sus tierras.
La cola era perpetua los fines de semana delante de la puerta grande donde en una garita oficiaba una señora salida de cualquier película de Federico Fellini a la que los clientes tendían unos francos con lo que ella les entregaba una minúscula y casi transparente toallita.
Entonces, una de las empleadas, en general de calibre respetable y apetecible, aparecía con sus pechos lechosos de cabra moruna y saltarina y precedía al cliente por una ancha escalera que era como un escenario iniciático. (Ahora que lo pienso, tenía algo de la de "Lo que el viento se llevó" cuando Clark Gable y Vivien Leigh se tiraban los trastos a la cabeza).
La subida, todo estaba probablemente estudiado en una escuela de teatro neoyorquina, se convertía en un calvario para el inmigrante carente, que veía, olía y se aguantaba las manos en los bolsillos para no agarrar las carnes desbordantes de bragas negras y cuajadas de encaje antiguo que bailaban con precisión morbosa una original danza del vientre mientras duraba la escalada hasta la habitación. De pronto se acentuaba el movimiento y el cliente con su toallita para el permanganato en la mano se mordía la lengua para no desfallecer de placer.
Uno de aquellos fines de semana observé una extraña agitación entre los parroquianos. Uno de ellos gritaba sin parar.
Al lado de la casona, había olvidado referirlo, se había montado una especie de caseta que en realidad era una modesta comisaría muy exclusiva. El jefe de aquel lugar encargado de mantener el orden social era un francés oriundo de África del Norte, con apellido típicamente español. Cuando entré estaba que se subía por las paredes.
Y me explicó que no sabía cómo resolver una denuncia que acababa de poner uno de los clientes de la casa de al lado. El hombre explicaba en un francés cantarín que habiendo acudido para consumir el día anterior le habían estafado.
- ¿Cómo que le estafaron?...
- Sí, Comisario. Porque cuando llegué a lo alto de la escalera siguiendo a la señorita no había podido aguantarme y terminé antes de haber empezado… Lo peor es que cuando le pedí a la Madame que me devolviese el dinero se negó…
Todavía no he encontrado el lugar para la presentación de mi libro.
Creo que, finalmente, me contentaré con la aburrida sala de siempre, sin toallita ni permanganato de potasio en palangana escorada por la vida.
Me parece que es más seguro.
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