Colaboración: Mujeres
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Por Sergio Berrocal
Mujeres que aman, mujeres que odian. Mujeres indiferentes. Mujeres, las peores, que ni te ven. Mujeres indispensables, necesarias, irrompibles. Mujeres cerebrales, amantes. Cinematográficas. De película en Technicolor. Salidas de cualquier vestuario de cuando Hollywood era sueño e ilusión. Ellas no piensan como ellos, las lombrices del sexo, siempre ocupados, obsesionados, obcecados por el sexo. Ellas tienen la ventaja de ser racionales, de tener menos necesidades. Y pueden pensar. Y elegir, aunque se equivoquen.
Cuando te tropiezas en la pantalla con Madame Elisabeth Vigée Le Brun, se te cae el sombrero de Panamá que nunca te pusiste pero que en ese momento querrías llevar para poder quitártelo en su honor.
Elisabeth podía haber sido una virgencita de Murillo. Fue mejor que eso. Una mujer del siglo XVIII que tan lejos les queda a los imbéciles, porque para ellos la vida empezó cuando tuvieron en sus manos el teléfono portátil. La vida. Cretinos de todos los santos, mentecatos por la desgracia de Dios.
Elisabeth esa mujer que tú, personajillo insignificante del siglo XXI, querrías haber podido tener cerca, a tu lado, entre tus brazos y meterte, fundirte en su inteligencia. Haber podido olerla. Haberla visto pasar. Haber sentido el frufrú de su vestido largo de linos salvaje. Haberle hablado. Haberla visto, gozado y amado, porque lo uno nada tiene que ver con lo otro.
Retratista de la reina María Antonieta, la de la guillotina, oh amados niños que no veis más que por la pantallita del telefonillo siniestro. ¡Cuántas cosas os perdéis!
Pintora salida de la nobleza francesa, cuando la monarquía extendía sus fastos y sus sombras de hambre del pueblo y opulencia abracadabrante de los ricos, era un personaje aparte que hoy se reconoce como la retratista genial que los machitos pintores quisieron ignorar.
Casada, el marido siempre era el pasaporte para la libertad de estas nobles francesas a veces libertinas y siempre adorables. La literatura está llena de ellas, pero siempre presentadas como objetos más delicados que la porcelana, deslizándose con zapatos de tacón de seda por los permisibles salones del castillo de Versalles, que dio esplendor a la función monárquica y culminó con aquel inteligente y delicado Luis XIV, que pese a su pinta de invertido de Chueca tenía cada noche en su lecho a las más bellas mujeres del reino, a las más jóvenes. Se acostaba con la virginidad y amanecía con la mujer recién hecha según los santos cánones de no sé qué iglesia.
A Elisabeth, sin comerlo ni beberlo, sin formación académica, se le reconoce hoy un talento en fotografiar a sus modelos con una finura que ningún otro pintor o pintura tenía. Sus pinturas, que ella misma fabricaba con recetas propias, corrían por los lienzos para dar una visión que envidiaría cualquier fotógrafo exquisito de estos tiempos de confusión y supuesto talento.
Más que pintar fotografiaba en sus lienzos, tarareando una personalidad, un vicio, una virtud, con pasmosa precisión que apabulla por su sutileza en este siglo nuestro del candil de las cavernas; la Ilustración, la Iluminación quedaron atrás como recuerdos inconfesables.
660 retratos dicen que llegó a hacer en una vida que le permitió cumplir 87 años, en tiempos en lo que las gentes se morían sin traspasar la mitad de esas edades.
De esos cientos de retratos suntuosos y precisos, a veces hasta fisgones de la intimidad de la retratada, una gran parte fueron de la reina María Antonieta que, con el tiempo, se descubre que fue una mujer lanzada que incluso marcó tendencias en su época.
Cuando los revolucionarios que nunca tomaron la Bastilla, siniestra cárcel para los ricos, también se les metía en la cárcel, decidieron asesinar a los reyes, Elisabeth tuvo que huir a Italia, a Austria, a Rusia. Por donde pasaba dejaba muestras de su talento pictórico. Mujeres de todos los países fueron sus modelos. Ella amaba a las mujeres, como debe de ser. Aunque hombres hubo en su vida, como debe de ser, para el confort y para tapar algunos pufos.
Era lo que hoy se llamaría una currante. Mujer enamorada de la belleza, capaz de darla y de tomarla para chorrearla en sus cuadros deliciosos que hoy siguen siendo un descubrimiento de infinita gracia, precisión y belleza dulce.
Nada que ver con el personaje que la actriz francesa Ariane Labed encarna en "La odisea de Alicia / Fidelio, l'odyssée d'Alice" de Lucie Borleteau, aunque las dos vivan o resuciten, que nunca se sabe dónde está la frontera, gracias al cine.
Es una de esas películas que no hay por qué considerar buena, mala, excelente o regular. Es sencillamente una joyita intimista que toma la forma de fotogramas que se siguen y se persiguen. Quizá podría haber sido una novelita o un tebeo.
Es sencillamente la vida de una muchacha joven y sin demasiados atractivos que trabaja como jefa mecánica o algo parecido, qué más da, en un barco carguero. Atraviesa mares y mares, a veces hace un alto en algún puerto de ciudades que nunca visitará, que nunca conocerá y que probablemente le importan un bledo.
Lo principal es que vive en ella misma. Sus vivencias están en el sexo, que ella adapta a los hombres que elige para pasar un rato, una noche. O vivir una pasión. Con frialdad, como un tío o a menos eso es lo que dicen.
Alice es una mujer tan libre como Elisabeth aunque ni pinta ni tiene ninguna finalidad cortesana.
Alice vive porque quiere vivir una vida sexual plena y sin complejos, como si la Bastilla ya hubiese sido tomada y la libertad fuese lo único que contase.
Ni se ruboriza ni considera que su actitud sea un pecado, una falta, una actitud inmoral.
Vive sus orgasmos con la plenitud y la gracia de su propia concepción de la libertad de su cuerpo. Y de lo más que se arrepiente es que hayan oído sus gemidos de placer, qué cerca estaba Gainsbourg…, en el resto del barco a causa de un transmisor indiscreto y accidental.
Mujer libre de sus pasiones íntimas, secretas y calladas. Sin faldas ni a lo loco. Con un mono ajeno a las formas del cuerpo, a las curvas del deseo.
Ni Alice ni Elisabeth fueron machos perdidos en faldas. Al contrario, eran mujeres auténticas que no tenían que llevar el carné de identidad entre los dientes.
Mujeres, ay mujeres.
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Mujeres que aman, mujeres que odian. Mujeres indiferentes. Mujeres, las peores, que ni te ven. Mujeres indispensables, necesarias, irrompibles. Mujeres cerebrales, amantes. Cinematográficas. De película en Technicolor. Salidas de cualquier vestuario de cuando Hollywood era sueño e ilusión. Ellas no piensan como ellos, las lombrices del sexo, siempre ocupados, obsesionados, obcecados por el sexo. Ellas tienen la ventaja de ser racionales, de tener menos necesidades. Y pueden pensar. Y elegir, aunque se equivoquen.
Cuando te tropiezas en la pantalla con Madame Elisabeth Vigée Le Brun, se te cae el sombrero de Panamá que nunca te pusiste pero que en ese momento querrías llevar para poder quitártelo en su honor.
Elisabeth podía haber sido una virgencita de Murillo. Fue mejor que eso. Una mujer del siglo XVIII que tan lejos les queda a los imbéciles, porque para ellos la vida empezó cuando tuvieron en sus manos el teléfono portátil. La vida. Cretinos de todos los santos, mentecatos por la desgracia de Dios.
Elisabeth esa mujer que tú, personajillo insignificante del siglo XXI, querrías haber podido tener cerca, a tu lado, entre tus brazos y meterte, fundirte en su inteligencia. Haber podido olerla. Haberla visto pasar. Haber sentido el frufrú de su vestido largo de linos salvaje. Haberle hablado. Haberla visto, gozado y amado, porque lo uno nada tiene que ver con lo otro.
Retratista de la reina María Antonieta, la de la guillotina, oh amados niños que no veis más que por la pantallita del telefonillo siniestro. ¡Cuántas cosas os perdéis!
Pintora salida de la nobleza francesa, cuando la monarquía extendía sus fastos y sus sombras de hambre del pueblo y opulencia abracadabrante de los ricos, era un personaje aparte que hoy se reconoce como la retratista genial que los machitos pintores quisieron ignorar.
Casada, el marido siempre era el pasaporte para la libertad de estas nobles francesas a veces libertinas y siempre adorables. La literatura está llena de ellas, pero siempre presentadas como objetos más delicados que la porcelana, deslizándose con zapatos de tacón de seda por los permisibles salones del castillo de Versalles, que dio esplendor a la función monárquica y culminó con aquel inteligente y delicado Luis XIV, que pese a su pinta de invertido de Chueca tenía cada noche en su lecho a las más bellas mujeres del reino, a las más jóvenes. Se acostaba con la virginidad y amanecía con la mujer recién hecha según los santos cánones de no sé qué iglesia.
A Elisabeth, sin comerlo ni beberlo, sin formación académica, se le reconoce hoy un talento en fotografiar a sus modelos con una finura que ningún otro pintor o pintura tenía. Sus pinturas, que ella misma fabricaba con recetas propias, corrían por los lienzos para dar una visión que envidiaría cualquier fotógrafo exquisito de estos tiempos de confusión y supuesto talento.
Más que pintar fotografiaba en sus lienzos, tarareando una personalidad, un vicio, una virtud, con pasmosa precisión que apabulla por su sutileza en este siglo nuestro del candil de las cavernas; la Ilustración, la Iluminación quedaron atrás como recuerdos inconfesables.
660 retratos dicen que llegó a hacer en una vida que le permitió cumplir 87 años, en tiempos en lo que las gentes se morían sin traspasar la mitad de esas edades.
De esos cientos de retratos suntuosos y precisos, a veces hasta fisgones de la intimidad de la retratada, una gran parte fueron de la reina María Antonieta que, con el tiempo, se descubre que fue una mujer lanzada que incluso marcó tendencias en su época.
Cuando los revolucionarios que nunca tomaron la Bastilla, siniestra cárcel para los ricos, también se les metía en la cárcel, decidieron asesinar a los reyes, Elisabeth tuvo que huir a Italia, a Austria, a Rusia. Por donde pasaba dejaba muestras de su talento pictórico. Mujeres de todos los países fueron sus modelos. Ella amaba a las mujeres, como debe de ser. Aunque hombres hubo en su vida, como debe de ser, para el confort y para tapar algunos pufos.
Era lo que hoy se llamaría una currante. Mujer enamorada de la belleza, capaz de darla y de tomarla para chorrearla en sus cuadros deliciosos que hoy siguen siendo un descubrimiento de infinita gracia, precisión y belleza dulce.
Nada que ver con el personaje que la actriz francesa Ariane Labed encarna en "La odisea de Alicia / Fidelio, l'odyssée d'Alice" de Lucie Borleteau, aunque las dos vivan o resuciten, que nunca se sabe dónde está la frontera, gracias al cine.
Es una de esas películas que no hay por qué considerar buena, mala, excelente o regular. Es sencillamente una joyita intimista que toma la forma de fotogramas que se siguen y se persiguen. Quizá podría haber sido una novelita o un tebeo.
Es sencillamente la vida de una muchacha joven y sin demasiados atractivos que trabaja como jefa mecánica o algo parecido, qué más da, en un barco carguero. Atraviesa mares y mares, a veces hace un alto en algún puerto de ciudades que nunca visitará, que nunca conocerá y que probablemente le importan un bledo.
Lo principal es que vive en ella misma. Sus vivencias están en el sexo, que ella adapta a los hombres que elige para pasar un rato, una noche. O vivir una pasión. Con frialdad, como un tío o a menos eso es lo que dicen.
Alice es una mujer tan libre como Elisabeth aunque ni pinta ni tiene ninguna finalidad cortesana.
Alice vive porque quiere vivir una vida sexual plena y sin complejos, como si la Bastilla ya hubiese sido tomada y la libertad fuese lo único que contase.
Ni se ruboriza ni considera que su actitud sea un pecado, una falta, una actitud inmoral.
Vive sus orgasmos con la plenitud y la gracia de su propia concepción de la libertad de su cuerpo. Y de lo más que se arrepiente es que hayan oído sus gemidos de placer, qué cerca estaba Gainsbourg…, en el resto del barco a causa de un transmisor indiscreto y accidental.
Mujer libre de sus pasiones íntimas, secretas y calladas. Sin faldas ni a lo loco. Con un mono ajeno a las formas del cuerpo, a las curvas del deseo.
Ni Alice ni Elisabeth fueron machos perdidos en faldas. Al contrario, eran mujeres auténticas que no tenían que llevar el carné de identidad entre los dientes.
Mujeres, ay mujeres.
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