Colaboración: Huevos duros con caviar
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Nos pasábamos soñando todos los momentos de nuestras jóvenes vidas, sin objetivo ni ambición, sólo por soñar, porque descubrimos que era sano y de lo más barato a lo que podíamos aspirar, que era en realidad lo más caro que podíamos permitirnos. Tenían mi edad, la de la juventud cuando no pretendes brillar en una sociedad que en París de los años 1960 se diluía en el aire, en la puñetera lluvia y en la ventisca que en invierno te sorprendía sin gabardina.
Eramos gente del sur profundo, del que está al otro lado del mar Mediterráneo, donde entonces empezaban los misterios mil veces descubiertos y que probablemente nunca existieron más que en nuestros deseos de que estuviesen allí para nosotros.
Vivíamos con la cabeza paseando entre las nubes que tan abundantes corrían por el cielo de la ciudad a la que estábamos tratando de convencer de que la merecíamos.
Antes de que nos acostumbrásemos a buscar refugio en alguna sala de cine baratita, tratábamos de formular sueños que ni conocíamos. Nos dejábamos llevar por el río de vida que corría constantemente por las calles de París, por los escaparates de París, por las muchachas de París.
En un cine de Montmarte, cerca de la Chapelle, podías entretenerte en los descansos contando los traqueteos del Metro aéreo que pasaba cargado de todas las ilusiones del mundo.
En la enorme pantalla desfilaban en sesión continua las películas del Oeste, porque entonces creíamos que se llamaban westerns. Nuestros vaqueros, casi siempre muy limpitos y convencidos de que la felicidad era estar siempre al lado del débil y ferozmente frente al abusón, circulaban a toda pastilla y casi siempre eran finales felices.
Cuántas veces nos enamoramos de aquellas estrellas con faldas largas y blusas hasta el cogote que dejaba toda posibilidad a la imaginación. Ni sabíamos que vivían en un lugar lejano llamado Hollywood y casi nadie se pasaba las horas muertas delante de la televisión engullendo las enormes barbaridades de los profesionales de la política, que al menos tenían la ventaja de saber llevarte por el camino que ellos querían.
Estaban las clásicas, Jane Russell, incomparable presencia, la dulce Olivia de Havilland, Marilyn Monroe y Jenifer Jones. De todas te enamorabas y la ilusión te duraba hasta la próxima sesión doble.
El televisor de la portera era el escaparate de París desde que amanecía hasta que la noche de frío inclemente te llevaba a un apretujado bar donde por unos francos, pocos, muy pocos, podías vivir en el meollo de una ciudad donde entonces había sonrisas. Hoy casi todo son lágrimas de rabia contra malnacidos terroristas castrados por la imbecilidad de la frustración.
Los escaparates de la rue Royale y sus aledaños te enseñaban que había un mundo refinado que tú solo conocías por los reportajes a cien francos que te mandaban hacer cuando ya era de noche y la gente con corbata y perfume caro tomaba champán en un lugar luminoso y acogedor, con mil canapés que en tu sur natal, cerca de las primeras selvas sin Cinemascope, nunca habías soñado.
Nadie envidiaba nada. Mirabas, tomabas alguna nota, hacías alguna foto, y esperabas que la bandeja se pusiera a tiro para tratar de empezar a cenar yendo de un camarero a otro que todavía no te había fichado.
Un día te escandalizaste porque una señora con la corona del pelo blanco y del velillo por la cara llenaba a hurtadillas su bolso negro y grande con las vituallas que se amontonaban en largas mesas. Los camareros sonreían y dejaban que se sirviera. Conocían perfectamente a la señorita solterona y con pocos recursos que se las ingeniaba para colarse en los cócteles que entonces eran miles en una misma noche de París. No robaban. Se aprovisionaba únicamente para la cena y el almuerzo del día que luciría tras la noche. A la siguiente noche estarían en otro cóctel pero con el mismo bolso tragón dispuesto a llenar la fresquera que todos improvisábamos en la única ventana que daba a la calle.
A mediodía no frecuentábamos ni los restaurantes más modestos. Ni aquel maravilloso que un día que estabas en fondos descubriste a la entrada del Faubourg Montmartre y que te recomendó un mendigo que tenía su base bajo un puente del Sena con vistas a la catedral Notre Dame de París.
Era el Chartier, instalado en una casona de película de Marcel Carné, que tuvo una época de gloria y de restaurante cinco estrellas.
A mediodía, nos encontrábamos en un bar modesto de los alrededores de la rue Royale para tomarnos unos huevos duros cocidos a punto.
En todos los cafés de París estaban día y noche encima del mostrador de cinc, en espera del hambriento de turno.
Era una exquisitez que casi nadie conoce. Huevos duros cocidos justo lo que necesita esa mezcla amarilla y blanca para tomar una consistencia que dejaba el paladar contento.
Algunos decían que eran los huevos duros de la necesidad.
Pero éramos ricos y poderosos. De noche, una suntuosa cena con los canapés más abracadabrantes y a mediodía tres huevos duros con un café con leche y algo de nata. Ah, no olvidar nunca una mijita de sal para coronar los huevos una vez decapsulados, sin permitir que ningún resto de cáscara pueda aguar el festín.
Nos creíamos felices. Eramos felices.
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Nos pasábamos soñando todos los momentos de nuestras jóvenes vidas, sin objetivo ni ambición, sólo por soñar, porque descubrimos que era sano y de lo más barato a lo que podíamos aspirar, que era en realidad lo más caro que podíamos permitirnos. Tenían mi edad, la de la juventud cuando no pretendes brillar en una sociedad que en París de los años 1960 se diluía en el aire, en la puñetera lluvia y en la ventisca que en invierno te sorprendía sin gabardina.
Eramos gente del sur profundo, del que está al otro lado del mar Mediterráneo, donde entonces empezaban los misterios mil veces descubiertos y que probablemente nunca existieron más que en nuestros deseos de que estuviesen allí para nosotros.
Vivíamos con la cabeza paseando entre las nubes que tan abundantes corrían por el cielo de la ciudad a la que estábamos tratando de convencer de que la merecíamos.
Antes de que nos acostumbrásemos a buscar refugio en alguna sala de cine baratita, tratábamos de formular sueños que ni conocíamos. Nos dejábamos llevar por el río de vida que corría constantemente por las calles de París, por los escaparates de París, por las muchachas de París.
En un cine de Montmarte, cerca de la Chapelle, podías entretenerte en los descansos contando los traqueteos del Metro aéreo que pasaba cargado de todas las ilusiones del mundo.
En la enorme pantalla desfilaban en sesión continua las películas del Oeste, porque entonces creíamos que se llamaban westerns. Nuestros vaqueros, casi siempre muy limpitos y convencidos de que la felicidad era estar siempre al lado del débil y ferozmente frente al abusón, circulaban a toda pastilla y casi siempre eran finales felices.
Cuántas veces nos enamoramos de aquellas estrellas con faldas largas y blusas hasta el cogote que dejaba toda posibilidad a la imaginación. Ni sabíamos que vivían en un lugar lejano llamado Hollywood y casi nadie se pasaba las horas muertas delante de la televisión engullendo las enormes barbaridades de los profesionales de la política, que al menos tenían la ventaja de saber llevarte por el camino que ellos querían.
Estaban las clásicas, Jane Russell, incomparable presencia, la dulce Olivia de Havilland, Marilyn Monroe y Jenifer Jones. De todas te enamorabas y la ilusión te duraba hasta la próxima sesión doble.
El televisor de la portera era el escaparate de París desde que amanecía hasta que la noche de frío inclemente te llevaba a un apretujado bar donde por unos francos, pocos, muy pocos, podías vivir en el meollo de una ciudad donde entonces había sonrisas. Hoy casi todo son lágrimas de rabia contra malnacidos terroristas castrados por la imbecilidad de la frustración.
Los escaparates de la rue Royale y sus aledaños te enseñaban que había un mundo refinado que tú solo conocías por los reportajes a cien francos que te mandaban hacer cuando ya era de noche y la gente con corbata y perfume caro tomaba champán en un lugar luminoso y acogedor, con mil canapés que en tu sur natal, cerca de las primeras selvas sin Cinemascope, nunca habías soñado.
Nadie envidiaba nada. Mirabas, tomabas alguna nota, hacías alguna foto, y esperabas que la bandeja se pusiera a tiro para tratar de empezar a cenar yendo de un camarero a otro que todavía no te había fichado.
Un día te escandalizaste porque una señora con la corona del pelo blanco y del velillo por la cara llenaba a hurtadillas su bolso negro y grande con las vituallas que se amontonaban en largas mesas. Los camareros sonreían y dejaban que se sirviera. Conocían perfectamente a la señorita solterona y con pocos recursos que se las ingeniaba para colarse en los cócteles que entonces eran miles en una misma noche de París. No robaban. Se aprovisionaba únicamente para la cena y el almuerzo del día que luciría tras la noche. A la siguiente noche estarían en otro cóctel pero con el mismo bolso tragón dispuesto a llenar la fresquera que todos improvisábamos en la única ventana que daba a la calle.
A mediodía no frecuentábamos ni los restaurantes más modestos. Ni aquel maravilloso que un día que estabas en fondos descubriste a la entrada del Faubourg Montmartre y que te recomendó un mendigo que tenía su base bajo un puente del Sena con vistas a la catedral Notre Dame de París.
Era el Chartier, instalado en una casona de película de Marcel Carné, que tuvo una época de gloria y de restaurante cinco estrellas.
A mediodía, nos encontrábamos en un bar modesto de los alrededores de la rue Royale para tomarnos unos huevos duros cocidos a punto.
En todos los cafés de París estaban día y noche encima del mostrador de cinc, en espera del hambriento de turno.
Era una exquisitez que casi nadie conoce. Huevos duros cocidos justo lo que necesita esa mezcla amarilla y blanca para tomar una consistencia que dejaba el paladar contento.
Algunos decían que eran los huevos duros de la necesidad.
Pero éramos ricos y poderosos. De noche, una suntuosa cena con los canapés más abracadabrantes y a mediodía tres huevos duros con un café con leche y algo de nata. Ah, no olvidar nunca una mijita de sal para coronar los huevos una vez decapsulados, sin permitir que ningún resto de cáscara pueda aguar el festín.
Nos creíamos felices. Eramos felices.
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