Colaboración: El vuelo del zángano

por © NOTICINE.com
"Blue Bloods"
Por Sergio Berrocal    

En las películas negras de antaño siempre se sabía por dónde andaban los buenos y dónde se escondían los malos. Pero como todas las cosas que en la vida son, con el siglo glorioso que llevamos a nuestras espaldas, han cambiado las tornas y las apariencias. No sabes nunca o casi nunca donde están los polis buenos y los canallas a los que les toca combatir por uniforme y convicción. “Blue Bloods” es una magnífica serie de TV que protagoniza Tom Selleck y que muy bien podría estar en la pantalla más grande.

Y ellos, esos detectives y uniformados de Nueva York, tampoco saben exactamente por dónde andan los buenos y dónde tienen su madriguera los malos.

La familia del director de la policía (Tom Selleck), los Reagan, casual casualidad, forman una familia dominante en la colmena de la vida y llega un momento en que no sabes quién se parece más a los energúmenos del Padrino. Ambigüedad, divina mezcla de situaciones y personajes, que deja perplejo al espectador, que querría saber si los que vienen pertenecen al Séptimo de Caballería que les sacará de sus angustias o son comancheros malos sin fe ni ley.

Zumban los zánganos en alegre ballet del que, con un cachito de agua, Ester Williams podría ser la dueña y señora.

Los machos de las abejas reinas se multiplican al infinito, hasta hartarse de zumbar para ser “holgazanes que se sustentan de lo ajeno” según dice el diccionario de la Real Academia, ese que se consulta pasando hojas con saliva o a pelo.

Todos en chanclas y a lo loco.

Nos acostumbramos a los ditirambos que se cruzan, se entrecruzan y se tejen como bufanda navideña de otros tiempos entre comentaristas que ya sea en el fútbol o en el cine no se ahorran los superlativos gratuitos, regalados. Casi nadie pone una nota coherente de crítica necesaria. Todo es bello, todo el mundo es bueno. Felicidad a gogo o con gogos que luego salpican la actualidad de las violaciones de los más estrictos derechos humanos.

Leer reseñas de libros o reseñas de películas es exponerse a un alud de parabienes que te aturrulla como si la Santa Inquisición se hubiese perdido en una aduana australiana. Y no solo en un país. En todos o casi todos. Como si la consigna venida de los testigos de los 66 fuese elogiar por elogiar que siempre algo quedará.

Los zánganos se regodean en medio de tanto parabién para nada. Los informativos televisados te dejan ver un mundo absurdo.

Regresas a la Edad Media cuando en un torneo de tenis una criatura, que seguramente sirve para algo más noble y útil, mantiene imperturbable un parasol sobre las cabezas de dos tenistas ataviadas como para el cóctel de las siete que departen gozosas bajo palio antes de volver a la pista de tierra para seguir ganándose unos cuantos de miles de dólares más. Aunque la mañana haya estado flojita.

Quizá esos 300.000 euros que una funesta publicidad aconseja a los jubilados que tengan a mano si quieren asegurarse un fin de vida agradable, invirtiendo en fondos de no sé qué Julio Verne. De la Tierra a la Luna. Sin viaje de regreso.

Ya, pero quizá sean jubilados del tenis profesional.

Otros cuantos miles es por lo visto lo que paga un astro de fútbol por un tiempecito solazándose en la cubierta de un yate blanco. Y se supone, lo supone uno, que las viandas y la tripulación en biquini no están incluidas en el precio. Como seguramente tampoco los zumos de piña.

Un telediario nacional abre su edición reseñando, acalorado el presentador o la presentadora, que Fulanito, el rey del tenis, el que más dinero le saca al minuto de raquetazo, no podrá jugar en no sé qué torneo con hierba o así me ha parecido. Hay consternación en la voz anunciadora. Voz de desastre de huracán sobre el Caine.

Esa noche, o esa mañana, no se hablará de emigrantes o inmigrantes ahogados en el mar, que la terminología apabulla un rato, Los miserables negros de las pateras, pagadas como si fuera el yate blanco del futbolista, tienen modales y saben cuándo hay que callar para no molestar a los amitos blancos. Y salirse de foco con dignidad.

Es que las universidades africanas son de una exquisitez que ni la Madame de Montespan cuando servía el té en Versalles.   

Pero los zánganos siguen volando, libres y satisfechos. C’est la vie, mon cher. Claro, la puta vida, que dice el castizo de Benamejí.

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