Colaboración: Nana, mártir y Reina de París
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Por Sergio Berrocal
Se acabaron las mujeres fatales deformadas y desfloradas en la violencia de la miseria, bellezas malditas que sólo podrían meterse para que las cantasen con propiedad en un tango o a lo sumo en un bolero. En estos años de un nuevo siglo, todas las mujeres de la pantalla que dominan a la imaginación de los hombres son igualitas, salidas de un molde de clase media alta con pretensiones a más, ocultando muchas veces sus encantos naturales como si fuese pecado y el cura de la parroquia les hubiese leído una homilía aburrida y aleccionadora.
Aburren estas bellezas enlatadas que nos impone el cine norteamericano, tan lejos de aquellas mujeres que en otros tiempos brindó el cine europeo: las Sofia Loren, las Gina Lollobrígidas, las Silvana Mangano, todas salidas del pecado menos apetecible.
Mediterráneas puras y duras que no ocultaban su condición de seductoras come hombres aunque fuese con las reservas mimosas y descaradas de Brigitte Bardot. Y eso que no dejaba la decencia de lado, Al contrario.
Otras mujeres por las que hubieses dado la vida era Rita Hayworth y para ser moderno la siempre belleza provocativa Sharon Stone que, pese a sus años, los que cumplimos todos, los que celebramos u odiamos todos. Ni más ni menos. Pero ella, Sharon Stone, seguirá siendo un mito de la femineidad que no tiene por qué travestirse de otra cosa. Es mujer y usa sus armas.
En realidad, Marilyn Monroe fue el auténtico prototipo moderno de la mujer fatal, la femme fatale de la leyenda, llegada a la cumbre de la nada que es el físico después de una vida sufrida en sus carnes.
No estaba estudiada y anduvo tanteando y dándose trompazos en una vida donde hubo más carencias que facilidades. Al final de su vida, se pensó que quizá apuntaba a intelectual.
Marilyn hubiese podido encarnar a Nana, el símbolo sexual de la Europa del siglo diecinueve que el escritor francés Emile Zola inventó en un libro que llevaba el nombre de su heroína.
En su novela, adaptada al cine hasta la saciedad, cuenta Zola cómo aquella Nana nacida de un vientre borracho de todo tipo de alcoholes y quizá tal vez, y seguramente, de la desesperación del hambre, entró en sus dieciocho años convirtiéndose en el símbolo sexual del París del desajuste amoroso. Como los conquistó a todos y arrastró a los más rentables hasta sus sábanas blancas donde una vez tuvo hasta tres amantes, aunque eso sí, la decencia es la decencia, por turnos.
Era en el Théâtre des Varietés de París, en pleno 1897, con los elegantes de pajarita que acudían a la platea para ver las siete maravillas del sexo. Nana, dijeron los estudiados, reunía todas las maravillas desde sus pechos suntuosos a sus piernas que hacían sollozar de deseo a príncipes.
Les habían anunciado una desconocida “actriz”, una tal Nana, salida del arroyo, parida por una familia de obreros miserables. Una muchacha sin más clase que la belleza del diablo que le había dado su madre entre dos delirium tremens con ratas piojosas y elefantes rosas en cualquier barrio bajo de la capital, donde las guapas de la familia emergían de la mierda buscándose la vida en las aceras de los bulevares, en los que se hacía y deshacía la vida amorosa, la de todos los días.
Y describe Emile Zola su primera aparición en el escenario en una pobre opereta titulada “Venus”: “Estaba (Nana) desnuda con una tranquila audacia, segura de su carne todopoderosa. Un velo de gaza era todo cuanto la cubría; sus hombros redondos, su pecho de amazona cuyas puntas rosas se mantenían rígidas como lanzas, sus suntuosas caderas que se movían en un balanceo voluptuoso, sus muslos de rubia rellenita… Era Venus que nacía de las olas, y su único velo era su cabellera…”
Poderosa, femenina hasta la última uña de los pies, hoy sería presidenta de un club feminista, Nana era consciente de que el único valor de su vida, la única herencia que le habían legado era su cuerpo y su saber amoroso probablemente aprendido en el vientre de su madre, mientras los amantes la maltrataban hasta en el lecho del desplacer. Y ella se vengaba del hombre, aunque pudiese enamorarse de un muchachito de 17 años por capricho y quizá por venganza.
“Era la victoria –justifica Zola-- de una joven nacida de cuatro o cinco generaciones de borrachos, de sangre podrida por una larga herencia de miseria y alcohol, que en ella se transformaba en un trastorno nervioso de su sexo de mujer”.
Y así es como Nana, la voluptuosa, la que ataba con sus suspiros, su único talento, a los hombres más poderosos de París y del resto de la Europa.
Antes de echarlos a patadas de su lecho de reina por un día, los arruinaba con el arte loco de su cuerpo.
Y así se convierte en “un fermento de destrucción, corrompiendo y desorganizando París entre sus piernas de nieve”.
Ella era la amante cuyos favores se pagaban por lo menos con el regalo de una mansión en pleno París, locuras del siglo XIX, y su mantenimiento mientras durara el enamoramiento.
Eran aquellas “petites femmes” de París de una cierta leyenda negra o tal vez sencillamente rosa, muchas de las cuales eran celebradas por el pintor Auguste Renoir en cuadros donde estallan los colores de la felicidad del placer.
Las mismas que en algunos de sus libros, llenos de sensibilidad voluptuosa, amaba el escritor Guy de Maupassant, al que tanto placer vivido le costó la eternidad con la locura.
Eran aquellas chiquillas que corrían por los bulevares de París donde tantas leyendas amorosas se tejieron al filo del siglo de las luces deslumbrantes, antes de que mayo del 68 y después de que el prohibido prohibir se convirtiese en una broma de colegio de pago.
Y las muchachas, las que reían con los ojos en los cuadros de Renoir o en las páginas de Maupassant o Zola, son hoy decentes dependientas con dos diplomas que no les sirven, o sencillamente ejecutivas.
Y no tienen tiempo ni probablemente ganas de parecerse a aquella Nana que Emile Zola describía sin piedad como “rentista de la imbecilidad y de la porquería de los machos, marquesa de las aceras”.
Qué bonita tarjeta de visita.
Pero la verdad literaria fue inmensamente más cruel. Nana se apagó en una habitación de hotel, abandonada por todo el mundo. Tenía “la petite vérole”, viruela que destruía en aquellos tiempos las bellezas más reputadas y que tenían la mala fama de ser propias de las mujeres de “mala vida”.
“Venus se estaba descomponiendo…”, es el canto desesperado de su inventor. A Zola le hubiesen bastado unas líneas para salvarla de tan horrenda muerte. Pero, las burguesas de París, las marquesas, duquesas y otras damas de la alta sociedad cuyos maridos habían caído un día u otro bajo, debajo si se quiere, de los encantos de la hechicera, clamaban venganza.
Mártir al nacer, mártir al morir. Y un reinado de años gloriosos, también es verdad.
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Se acabaron las mujeres fatales deformadas y desfloradas en la violencia de la miseria, bellezas malditas que sólo podrían meterse para que las cantasen con propiedad en un tango o a lo sumo en un bolero. En estos años de un nuevo siglo, todas las mujeres de la pantalla que dominan a la imaginación de los hombres son igualitas, salidas de un molde de clase media alta con pretensiones a más, ocultando muchas veces sus encantos naturales como si fuese pecado y el cura de la parroquia les hubiese leído una homilía aburrida y aleccionadora.
Aburren estas bellezas enlatadas que nos impone el cine norteamericano, tan lejos de aquellas mujeres que en otros tiempos brindó el cine europeo: las Sofia Loren, las Gina Lollobrígidas, las Silvana Mangano, todas salidas del pecado menos apetecible.
Mediterráneas puras y duras que no ocultaban su condición de seductoras come hombres aunque fuese con las reservas mimosas y descaradas de Brigitte Bardot. Y eso que no dejaba la decencia de lado, Al contrario.
Otras mujeres por las que hubieses dado la vida era Rita Hayworth y para ser moderno la siempre belleza provocativa Sharon Stone que, pese a sus años, los que cumplimos todos, los que celebramos u odiamos todos. Ni más ni menos. Pero ella, Sharon Stone, seguirá siendo un mito de la femineidad que no tiene por qué travestirse de otra cosa. Es mujer y usa sus armas.
En realidad, Marilyn Monroe fue el auténtico prototipo moderno de la mujer fatal, la femme fatale de la leyenda, llegada a la cumbre de la nada que es el físico después de una vida sufrida en sus carnes.
No estaba estudiada y anduvo tanteando y dándose trompazos en una vida donde hubo más carencias que facilidades. Al final de su vida, se pensó que quizá apuntaba a intelectual.
Marilyn hubiese podido encarnar a Nana, el símbolo sexual de la Europa del siglo diecinueve que el escritor francés Emile Zola inventó en un libro que llevaba el nombre de su heroína.
En su novela, adaptada al cine hasta la saciedad, cuenta Zola cómo aquella Nana nacida de un vientre borracho de todo tipo de alcoholes y quizá tal vez, y seguramente, de la desesperación del hambre, entró en sus dieciocho años convirtiéndose en el símbolo sexual del París del desajuste amoroso. Como los conquistó a todos y arrastró a los más rentables hasta sus sábanas blancas donde una vez tuvo hasta tres amantes, aunque eso sí, la decencia es la decencia, por turnos.
Era en el Théâtre des Varietés de París, en pleno 1897, con los elegantes de pajarita que acudían a la platea para ver las siete maravillas del sexo. Nana, dijeron los estudiados, reunía todas las maravillas desde sus pechos suntuosos a sus piernas que hacían sollozar de deseo a príncipes.
Les habían anunciado una desconocida “actriz”, una tal Nana, salida del arroyo, parida por una familia de obreros miserables. Una muchacha sin más clase que la belleza del diablo que le había dado su madre entre dos delirium tremens con ratas piojosas y elefantes rosas en cualquier barrio bajo de la capital, donde las guapas de la familia emergían de la mierda buscándose la vida en las aceras de los bulevares, en los que se hacía y deshacía la vida amorosa, la de todos los días.
Y describe Emile Zola su primera aparición en el escenario en una pobre opereta titulada “Venus”: “Estaba (Nana) desnuda con una tranquila audacia, segura de su carne todopoderosa. Un velo de gaza era todo cuanto la cubría; sus hombros redondos, su pecho de amazona cuyas puntas rosas se mantenían rígidas como lanzas, sus suntuosas caderas que se movían en un balanceo voluptuoso, sus muslos de rubia rellenita… Era Venus que nacía de las olas, y su único velo era su cabellera…”
Poderosa, femenina hasta la última uña de los pies, hoy sería presidenta de un club feminista, Nana era consciente de que el único valor de su vida, la única herencia que le habían legado era su cuerpo y su saber amoroso probablemente aprendido en el vientre de su madre, mientras los amantes la maltrataban hasta en el lecho del desplacer. Y ella se vengaba del hombre, aunque pudiese enamorarse de un muchachito de 17 años por capricho y quizá por venganza.
“Era la victoria –justifica Zola-- de una joven nacida de cuatro o cinco generaciones de borrachos, de sangre podrida por una larga herencia de miseria y alcohol, que en ella se transformaba en un trastorno nervioso de su sexo de mujer”.
Y así es como Nana, la voluptuosa, la que ataba con sus suspiros, su único talento, a los hombres más poderosos de París y del resto de la Europa.
Antes de echarlos a patadas de su lecho de reina por un día, los arruinaba con el arte loco de su cuerpo.
Y así se convierte en “un fermento de destrucción, corrompiendo y desorganizando París entre sus piernas de nieve”.
Ella era la amante cuyos favores se pagaban por lo menos con el regalo de una mansión en pleno París, locuras del siglo XIX, y su mantenimiento mientras durara el enamoramiento.
Eran aquellas “petites femmes” de París de una cierta leyenda negra o tal vez sencillamente rosa, muchas de las cuales eran celebradas por el pintor Auguste Renoir en cuadros donde estallan los colores de la felicidad del placer.
Las mismas que en algunos de sus libros, llenos de sensibilidad voluptuosa, amaba el escritor Guy de Maupassant, al que tanto placer vivido le costó la eternidad con la locura.
Eran aquellas chiquillas que corrían por los bulevares de París donde tantas leyendas amorosas se tejieron al filo del siglo de las luces deslumbrantes, antes de que mayo del 68 y después de que el prohibido prohibir se convirtiese en una broma de colegio de pago.
Y las muchachas, las que reían con los ojos en los cuadros de Renoir o en las páginas de Maupassant o Zola, son hoy decentes dependientas con dos diplomas que no les sirven, o sencillamente ejecutivas.
Y no tienen tiempo ni probablemente ganas de parecerse a aquella Nana que Emile Zola describía sin piedad como “rentista de la imbecilidad y de la porquería de los machos, marquesa de las aceras”.
Qué bonita tarjeta de visita.
Pero la verdad literaria fue inmensamente más cruel. Nana se apagó en una habitación de hotel, abandonada por todo el mundo. Tenía “la petite vérole”, viruela que destruía en aquellos tiempos las bellezas más reputadas y que tenían la mala fama de ser propias de las mujeres de “mala vida”.
“Venus se estaba descomponiendo…”, es el canto desesperado de su inventor. A Zola le hubiesen bastado unas líneas para salvarla de tan horrenda muerte. Pero, las burguesas de París, las marquesas, duquesas y otras damas de la alta sociedad cuyos maridos habían caído un día u otro bajo, debajo si se quiere, de los encantos de la hechicera, clamaban venganza.
Mártir al nacer, mártir al morir. Y un reinado de años gloriosos, también es verdad.
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