Colaboración: Chernobyl, amor mío

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"La jungla de asfalto"
Por Sergio Berrocal     

Una tarde, que no era ni sábado ni domingo, los dos momentos de la semana a los que más temía, se despeñó. Había mirado sin querer, casi inocentemente, aunque no hay ninguna inocencia en el quehacer cotidiano, y descubrió unas fotos, con gente risueña o cabreada, pero viva. Cuando las miró más de cerca entendió que ya no le quedaba nadie. Todos habían tomado otros caminos. Incluso el supremo, el de la última copa y el del cigarrillo que sabe probablemente a demonios.

Comprendió que le habían desahuciado de la vida. Se quería acordar de algunas películas en las que los personajes pasan por ese lío pero no recordaba ninguna. Lástima, hubiese sido una apaciguadora manera de pasar el rato.

Desde que descubrió que sentarse en una butaca de un cinema no era un acto gratuito se sintió mejor. Con el tiempo seleccionaba las películas según le iba a él en la realidad.

Fue Rick, el de “Casablanca”, aunque hubiese cambiado el final porque le gustaba un montón Ingrid Bergman y le jodía que el aduanero gordo le tirara los tejos aunque fuese cosa de los guionistas.

En “La jungla de asfalto / The Asphalt Jungle” se enamoró de la debutante Marilyn Monroe, que apenas si decía cuatro palabras, pero no llegó a definirse si prefería estar en el pellejo del amante fofo y supuestamente rico, porque en el fondo estaba arruinado como una rata y por eso se juntaba con todos aquellos bandidos. Ya se sabía que Marilyn estaba con aquel desagradable tipo solo por dinero.

No le habría importado meterse en el pellejo de Sterling Hayden, que siempre daba ganas de consolarlo. Pero ya antes de que acabase el filme decidió que se buscaría otra cosa, que ahí todos eran tristemente malos y los otros simplemente débiles mentales.

Y así sucesivamente. Como decía un profesor de Matemáticas que apoyaba sus razonamientos tamborileando en las cabezas de sus alumnos, sin maldad, únicamente para ayudarles con sus pensamientos.

Quieres pero no puedes. Querrías apartarte de tanta memoria negativa que con tanto cariño alberga tu subconsciente. Querrías dejar de pensar en lo que no pudo ser. El pasado debe de servir para impulsar el presente, dice un pensador de autoayuda a domicilio por unos euros el ejemplar.

Hay un libro, supongo que perdido entre las montañas infinitas de las librerías, que cuenta esa extraña atracción que solemos sentir por lo peor de nosotros mismos, por lo más dramático de nuestras existencias. La reseña lo presenta en Francia con el título de “La zone”, escrito por un ucraniano llamado Markiyan Kamysh.

Cuenta, por lo que me cuentan, que su padre fue uno de los héroes que dieron su vida por tratar de parar el desastre nuclear que se producía un risueño sábado, el 26 de abril de 1986, en la central nuclear de Chernobyl, al lado de la localidad ucraniana de Pripyat, donde aquel día estalló, explotó, se derrengó, algo que tenía 500 veces más potencia destructora que la bomba de Hiroshima (Japón), ciudad donde los norteamericanos probaron su bravura atómica por primera vez en 1945 y acabó por un buen rato, pese a que los japoneses presuman de estoicismo, con la civilización que allí existía.

En Chernobyl, de resultas de la explosión murieron así de entrada 31 personas y la ciudad fue declarada alegremente zona prohibida. Se supone que los irradiados seguirán muriendo pacíficamente en el anonimato de los cementerios sin que nadie se acuerde ya de nada.

Entre los que recuerdan aquella catástrofe que hizo temblar a toda Europa está ese Kamysh, hijo del bombero. Cuenta en 164 páginas cómo esa zona prohibida, que debería horrorizar todavía, se ha convertido en cierto modo en un lugar de peregrinación para extraños personajes que merodean por allí, sobre todo en la zona de 2000 kilómetros prohibida por si acaso aunque se supone que en Moscú a nadie le importe un penique de los tiempos de Charles Dickens este penoso “contratiempo” político-técnico. Cuenta el hombre –su padre el bombero ya murió, y supongo que nadie ha preguntado si fue de la gripe asiática— que cuando va por allí, un lugar que se imagina desolado pero que a él le fascina, se tropieza con gente que incluso llega a vivir en las casas abandonadas y se supone que atomizadas del pueblo, donde en tiempos la gente bailaba, se amaba y se odiaba. El reventón atómico lo solucionó todo, un poco brutalmente tal vez.

Incluso hay gente –escribe— que caza, va a buscar al bosque madera para calentarse. Como si nunca nada hubiese pasado. Salvo que hoy el silencio lo invade todo. Hasta han aparecido los drogadictos de la zona prohibida.

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Esa culpable atracción fatal la sentimos nosotros cuando nos chutamos con dosis de nostalgia en 35 milímetros, que a la larga podrían ser tan mortíferas como la atómica.

Pero no hay nada que hacer. Volvemos, una y otra vez, como los drogatas que han encontrado en Chernobyl la paz, un lugar donde ningún policía del mundo, ni siguiera la CIA, les molestará mientras se autodestruyen, como una queja por haber sobrevivido a la catástrofe del átomo.

Chernobyl, mon amour.