Colaboración: Amores de cine
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Por Sergio Berrocal
Era bajito pero no chiquitito, delgado como si un escultor majareta le hubiese tallado a cuchillazos y empuñaba su Rolleiflex como un jinete del Séptimo de Caballería su espada. Era un buen fotógrafo, seguro y discreto. Le llamaremos Jean. Aquel mes de mayo su Redactor Jefe le había mandado cubrir el Festival de cine de Cannes. Era por los años 1959. La máxima estrella de aquel año era una jovencísima actriz del cine francés lanzada en una película presentada por uno de los papas de la cinematografía nacional de aquel momento al que le gustaba hurgar depravadamente en el alma de los jóvenes.
Una preciosidad con carácter. Sus ojos enormes y negros te decían rápidamente que por allí no se iba a Sevilla a menos que hubieses tomado previamente un billete de tren con trasbordo en París y Madrid.
Todos los días admirábamos las fotos que salían de los carretes 6x6 que llegaban hasta aquella agencia de prensa situada en la Rue Royale de París, a veces por un vuelo regular y las que más por tren. No existían otros medios y sin embargo se hacía un periodismo de primera.
Al cabo de cuatro días, justo cuando acababa de presentarse la película de la actriz de los ojos negros, nuestro hombre en Cannes enmudeció. Intentaron localizarlo en su hotel pero no estaba nunca.
Al borde de la enajenación, el Redactor Jefe le envió un telegrama poco amable pero indiscutiblemente expresivo: "Completement degouté de votre travail. Rentrez immédiatement" (Estamos asqueados con su trabajo. Regrese inmediatamente).
Dos días después, como si emergiera de las olas del Mediterráneo tan perezoso en esa zona de la Costa Azul, Jean contestó con otro telegrama: "Me quedo de vacaciones".
Poco tardamos en saber que había habido otro desaparecido, desaparecida en realidad, en el Festival de Cannes: la estrella de ojos perdedores sobre la que Jean había estado mandando las más sublimes instantáneas.
Al día siguiente, todos los periódicos de Francia daban cuenta del idilio, apasionante idilio decían los más románticos, surgido en Cannes entre la estrella y su fotógrafo.
En las fotos se veía a un Jean feliz como un recién enamorado que parecía embebido por aquella chiquilla a la que debía fotografiar y que fotografió, tanto y tan bien que la enamoró.
Nunca volvimos a ver a Jean. Ella siguió su carrera, cada día más alta y poderosa.
Muchos años después, él seguía desaparecido y ella no paraba de rodar, cada vez con directores más célebres.
Poco después de esta aventura que nos dejó con el corazón encogido, otro de nuestros reporteros de cine –eran tiempos de farándula y todos vivíamos por encima de nuestras posibilidades sentimentales— se enamoró, con la urgencia de la juventud que cree poderlo todo, de otra actriz, igualmente a la punta de la actualidad. Llamémosla Patricia. Duró aquello lo que la primera rosa de Baccara que le regaló mientras ella se peinaba en la peluquería de Carita, él no va más en belleza parisiense adonde acudía Grace Kelly y otras señoras de postín.
Desde entonces, se lo tomó con más calma. Hubo mujeres que le amaron casi con locura ("a la folie", decía Monique, la primera después de la primeriza que le enseñó algo), otras que le medio quisieron e incluso algunas a las que les gustaba pero que nunca quisieron que las embarazara.
El muchacho, todavía joven, consideraba que aquel era el mayor desprecio que puede sufrir un hombre enamorado. Estuvo a punto de meterse a monje en una orden de sepultureros pero conseguimos rescatarlo para nuestro mundo pecador,
El cuento de Jean, auténtico como todo lo que se me ocurre contar, y mi posterior fracaso me habían predispuesto a la sensiblería absoluta. Esta situación duró unos meses, hasta que Mario Vargas Llosa, hoy Premio Nobel y conquistador del corazón más cotizado en la prensa rosa española a sus 80 ricos añitos, desembarcó en la Agencia France Presse (AFP), medio de prensa que creó una Redacción con periodistas de habla española con la idea de competir a muerte con las otras agencias, menores, que entonces copaban casi la prensa latinoamericana y española.
El muchacho, guapito con bigote conquistador, llegaba con su esposa desde Lima.
Ahora que lo pienso creo que envidié mucho a Mario cuando le ví llegar con sus pocos añitos, aunque era cuatro mayor que yo, a nuestra Redacción donde ya nos preparábamos a triunfar en el periodismo de altura.
La envidia cedió a la admiración cuando unos días después de que Mario se sentara entre nosotros sin apenas decir esta boca es mía, conocimos a su señora, que acababa de ser también contratada pero como secretaria. Aquella regia dama del barrio encopetado de Miraflores de Lima, era una de esas hembras a las que ves y no puedes olvidar por mucho tiempo.
En el segundo piso de la AFP, ella contribuía a ganar las habichuelas del hogar dándole a la máquina con una pericia tan profesional que ni siquiera se daba cuenta de que sus piernas nos traían locos a los jóvenes redactores que aparecíamos por allí.
En medio de aquel enamoramiento furtivo admiré a Mario. No porque hubiese sido capaz de haber conseguido a aquella dama a la que Alejandro Dumas hubiese puesto un piso cerca de los Campos Elíseos, sino porque un par de meses después Mario se nos fue.
Ella siguió tecleando mientras él, tranquilo en su pisito de París, se preparaba para ser un escritor que contó mucho en el "boom" de literatura latinoamericana que entonces se produjo en Europa.
Me di cuenta que aquella señora, mayor que él, se había sacrificado para que su escritor de marido, sobrino o medio sobrino, pudiese dejar de ser periodista para convertirse en escritor.
Ni Julieta hizo tanto por Romeo.
Y cuando ya aprendimos a leer descubrimos que don Mario había dedicado toda una novela, "La tía Julia y el escribidor" (1977), una de sus mejores, a aquella señora que nos enamoraba tecleando.
Consagrar un libro enterito a una dama nos pareció entonces el colmo del amor que un escritor podía ofrecer.
Pero unos años más tarde, se separaron o Mario se separó, que no sé. Y volvió a casarse, siempre en la familia. Hace poco se divorció de nuevo y ahora ya despegó para otro trozo de amor.
Suma y sigue en nombre del padre y del hijo.
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Era bajito pero no chiquitito, delgado como si un escultor majareta le hubiese tallado a cuchillazos y empuñaba su Rolleiflex como un jinete del Séptimo de Caballería su espada. Era un buen fotógrafo, seguro y discreto. Le llamaremos Jean. Aquel mes de mayo su Redactor Jefe le había mandado cubrir el Festival de cine de Cannes. Era por los años 1959. La máxima estrella de aquel año era una jovencísima actriz del cine francés lanzada en una película presentada por uno de los papas de la cinematografía nacional de aquel momento al que le gustaba hurgar depravadamente en el alma de los jóvenes.
Una preciosidad con carácter. Sus ojos enormes y negros te decían rápidamente que por allí no se iba a Sevilla a menos que hubieses tomado previamente un billete de tren con trasbordo en París y Madrid.
Todos los días admirábamos las fotos que salían de los carretes 6x6 que llegaban hasta aquella agencia de prensa situada en la Rue Royale de París, a veces por un vuelo regular y las que más por tren. No existían otros medios y sin embargo se hacía un periodismo de primera.
Al cabo de cuatro días, justo cuando acababa de presentarse la película de la actriz de los ojos negros, nuestro hombre en Cannes enmudeció. Intentaron localizarlo en su hotel pero no estaba nunca.
Al borde de la enajenación, el Redactor Jefe le envió un telegrama poco amable pero indiscutiblemente expresivo: "Completement degouté de votre travail. Rentrez immédiatement" (Estamos asqueados con su trabajo. Regrese inmediatamente).
Dos días después, como si emergiera de las olas del Mediterráneo tan perezoso en esa zona de la Costa Azul, Jean contestó con otro telegrama: "Me quedo de vacaciones".
Poco tardamos en saber que había habido otro desaparecido, desaparecida en realidad, en el Festival de Cannes: la estrella de ojos perdedores sobre la que Jean había estado mandando las más sublimes instantáneas.
Al día siguiente, todos los periódicos de Francia daban cuenta del idilio, apasionante idilio decían los más románticos, surgido en Cannes entre la estrella y su fotógrafo.
En las fotos se veía a un Jean feliz como un recién enamorado que parecía embebido por aquella chiquilla a la que debía fotografiar y que fotografió, tanto y tan bien que la enamoró.
Nunca volvimos a ver a Jean. Ella siguió su carrera, cada día más alta y poderosa.
Muchos años después, él seguía desaparecido y ella no paraba de rodar, cada vez con directores más célebres.
Poco después de esta aventura que nos dejó con el corazón encogido, otro de nuestros reporteros de cine –eran tiempos de farándula y todos vivíamos por encima de nuestras posibilidades sentimentales— se enamoró, con la urgencia de la juventud que cree poderlo todo, de otra actriz, igualmente a la punta de la actualidad. Llamémosla Patricia. Duró aquello lo que la primera rosa de Baccara que le regaló mientras ella se peinaba en la peluquería de Carita, él no va más en belleza parisiense adonde acudía Grace Kelly y otras señoras de postín.
Desde entonces, se lo tomó con más calma. Hubo mujeres que le amaron casi con locura ("a la folie", decía Monique, la primera después de la primeriza que le enseñó algo), otras que le medio quisieron e incluso algunas a las que les gustaba pero que nunca quisieron que las embarazara.
El muchacho, todavía joven, consideraba que aquel era el mayor desprecio que puede sufrir un hombre enamorado. Estuvo a punto de meterse a monje en una orden de sepultureros pero conseguimos rescatarlo para nuestro mundo pecador,
El cuento de Jean, auténtico como todo lo que se me ocurre contar, y mi posterior fracaso me habían predispuesto a la sensiblería absoluta. Esta situación duró unos meses, hasta que Mario Vargas Llosa, hoy Premio Nobel y conquistador del corazón más cotizado en la prensa rosa española a sus 80 ricos añitos, desembarcó en la Agencia France Presse (AFP), medio de prensa que creó una Redacción con periodistas de habla española con la idea de competir a muerte con las otras agencias, menores, que entonces copaban casi la prensa latinoamericana y española.
El muchacho, guapito con bigote conquistador, llegaba con su esposa desde Lima.
Ahora que lo pienso creo que envidié mucho a Mario cuando le ví llegar con sus pocos añitos, aunque era cuatro mayor que yo, a nuestra Redacción donde ya nos preparábamos a triunfar en el periodismo de altura.
La envidia cedió a la admiración cuando unos días después de que Mario se sentara entre nosotros sin apenas decir esta boca es mía, conocimos a su señora, que acababa de ser también contratada pero como secretaria. Aquella regia dama del barrio encopetado de Miraflores de Lima, era una de esas hembras a las que ves y no puedes olvidar por mucho tiempo.
En el segundo piso de la AFP, ella contribuía a ganar las habichuelas del hogar dándole a la máquina con una pericia tan profesional que ni siquiera se daba cuenta de que sus piernas nos traían locos a los jóvenes redactores que aparecíamos por allí.
En medio de aquel enamoramiento furtivo admiré a Mario. No porque hubiese sido capaz de haber conseguido a aquella dama a la que Alejandro Dumas hubiese puesto un piso cerca de los Campos Elíseos, sino porque un par de meses después Mario se nos fue.
Ella siguió tecleando mientras él, tranquilo en su pisito de París, se preparaba para ser un escritor que contó mucho en el "boom" de literatura latinoamericana que entonces se produjo en Europa.
Me di cuenta que aquella señora, mayor que él, se había sacrificado para que su escritor de marido, sobrino o medio sobrino, pudiese dejar de ser periodista para convertirse en escritor.
Ni Julieta hizo tanto por Romeo.
Y cuando ya aprendimos a leer descubrimos que don Mario había dedicado toda una novela, "La tía Julia y el escribidor" (1977), una de sus mejores, a aquella señora que nos enamoraba tecleando.
Consagrar un libro enterito a una dama nos pareció entonces el colmo del amor que un escritor podía ofrecer.
Pero unos años más tarde, se separaron o Mario se separó, que no sé. Y volvió a casarse, siempre en la familia. Hace poco se divorció de nuevo y ahora ya despegó para otro trozo de amor.
Suma y sigue en nombre del padre y del hijo.
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