Colaboración: Eva, la mujer

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Jeanne Moreau, en "Eva"
Por Sergio Berrocal    

Cuando el cine se porta como aquella novia rubia que tuviste en los años de quitaipón en el reino de Siam, no hay nada como echarle mano a un libro que, fatalmente, un día u otro, acabará siendo adaptado a la pantalla, a la chica o a la grande. Gracias a realizadores como Rainer Werner Fassbinder pudimos entender algo de los años treinta en Alemania, cuando este país educado en el racionalismo corría a marchas forzadas hacia una de las más terribles catástrofes surrealistas, la del nacional-socialismo encarnado por Adolfo Hitler.

Una experiencia humana tan espantosa como la que en la entonces Unión Soviética protagonizó otro personaje siniestro, Josef Stalin, con sus gulags destruidores de voluntades.

Un celebrado cómico pretendía que todo está en los libros, porque la gente leía antes de que tomase dosis locas de televisión y cine.

Y la historia de la caída de Alemania en el infierno de los nazis se ve, se palpa en una descomunal novela, yo diría un documental, “Der Gang Vor Die Hunde” (traducido en español con el dulce nombre de “Fabian”). El autor, Erich Kastner, cuenta cómo Berlin se sume en la locura en los años treinta. Se bebe, mucho, se baila, más, y se ama, se fornica y se prohíbe prohibir. Es como si los berlineses estuviesen oliendo ya la llegada del racismo delirante de los nazis que convertirían a Alemania en una caricatura de muerte sin haber vivido.

“Fabian” fue quemado en 1933 por los uniformados del régimen impuesto por Adolf Hitler y su autor considerado como un degenerado. Por supuesto, los alemanes tardaron mucho, después del ocaso nazi, en poder leer este documento sobre ellos mismos, vivido y escrito día a día.

Un libro que da escalofríos y ganas de leer, como se recurre a la lavativa en caso de obstrucción mental posterior. Es un inmenso “Cabaret” sin tan dulces canciones que aunque fuesen de guerra inundaron nuestros corazones cuando el cine lo contó.

“Y tú, ¿para qué puñetas escribes?” “Para procurar ser menos bestia que tú”.

Este corto diálogo no está sacado del libro “Fabian”. Es auténtico como la vida misma.

Si justicia divina e ilustrada hubiese,  dejarían de existir todas esas mulas sin tronío que con pantalones, camisa y tarjeta del Corte Inglés recién estrenadas, te miran desde su metro sesenta y cinco de suficiencia analfabética.

Son esas aves de rapiña que apenas saben balbucear en un lenguaje que entre ellos se reconocen, las que extienden todos los virus por el mundo. Y el peor de ellos, la ignorancia, que arrastra guerras despiadadas, en nombre de Dios (Bush) o en nombre de Alá (un islamista cualquiera).

James Hadley Chase era un británico de los buenos, es decir que nunca residíó en Gran Bretaña. Desde que sus antepasados descubrieron la Costa de Azul Francesa, comprendió el inmenso bigotudo con ojos de gato que acaba de zamparse una liebre rellena de cianuro.

He releído cuarenta años después, su “Eva”, uno de los hitos de la novela negra y se me han caído las gafas al retrete.

Por mucha película que la tortuosa Jeanne Moreau le echara al personaje principal en la adaptación que permitió a los bestias que de cine en cine van para ver si entienden un libro, me acordé de aquellos ilustres caballeros japoneses.

Era cuando Japón no había sido todavía humillada hasta las cenizas por las bombas atómicas norteamericanas.

Aquellos caballeros de otro tiempo, de otra vida, se abrían el vientre con una destreza endiablada cuando suponían que su honor había sido mancillado.

No veo a las reatas de iletrados que sólo abren un libro al año, aunque sin leerlo, para hacer tiempo intelectual en las playas aburridas de las vacaciones, pensar que deberían entrenarse para practicarse un saludable hara kiri, como aquellos japoneses para los que el honor no era leyenda.

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A James Hadley Chase le conocí una noche de calzas largas en una de esas discotecas que en París se conocían con el enigmático apelativo de boite.

Estaba acompañado por la bella y la bestia, una señora de podía tener diez años más que la edad reglamentada para vivir y, a su lado, como si mi anjo hubiese bajado de pronto del paraíso brasileño, una actriz muy joven y tan bella que ni siquiera le doy nacionalidad.

Aquella criatura propias de las novelas del autor inglés acababa de salir de la nada para interpretar en la pantalla uno de los personajes de Chase.

El, con aire mefistofélico, sonreía ladinamente.

La mujer mayor, que parecía peor que eso, escondía tal vez en los pliegues de su traje de noche, oscuro y aburrido, todos los secretos de aquel escritor que hablaba en sus libros de unos Estados Unidos que se jactaba de no haber pisado jamás.

La muchacha bonita, ya era suficiente con que fuese guapa, no ocultaba nada y sus dientes indicaban que quería comerse el mundo, por lo menos mordisquearlo hasta donde la dejasen.

Eva se parecía a ella. La Eva prostituta de la que un escritor se enamora alocadamente en una de esas ciudades-pueblos de California con nombre español. La Eva cinematográfica de Jeanne Moreau.

Pero él, el héroe maldito de Chase, está prometido a la criatura más deliciosa que un guionista avezado hubiese podido inventar. Bella y pura como Cenicienta antes de que el Príncipe le pusiese el maldito zapato perdido, que ni era de cristal ni mucho menos. Puro plexiglás de residuos petroleros.

Pura trampa para engañar y violentar la inocencia.

Lo mismo que le ocurre al fofo protagonista de Eva.

Ella le revienta sus convicciones puritanas horizontales. Le baja a media asta la bandera de la inocencia de cualquier norteamericano bien tranquilo.

Le hace olvidar los principios morales más elementales que llevarían hasta La Habana a miles de norteamericanos pudientes que encontraron allí el paraíso de los sentidos envueltos en una dictadura de un sonriente Fulgencio Batista.

Eva no es mala y menos perversa. Es una mujer llena de amor, apabullada por las hormonas cuyo bailoteo no consiguen apaciguar varios hombres.

El escritor es el más aburrido varón que pisa California. Pero suficientemente inteligente para comprender que Eva es la Mujer, que tiene tufo a mujer, que habla y manda como una mujer, que se emborrasca como el tiempo, sin avisar.

Entonces prestas atención y compruebas que Chase escribió esta maldita historia en 1945, cuando Francia acababa de liberarse del yugo de los nazis y las francesas que durante varios años se habían negado a permanecer estériles, vírgenes de deseos y secas de flujos sagrados son arrastradas por París como malhechoras del sexo.

Les cortan el pelo, las aniquilan con todas las humillaciones que un hombre borracho de poder, y más si tiene uniforme, puede infligir a una mujer.

Chase reproduce este maldito episodio de venganza machista y de castrado en Eva.

Cuando comprende que él no es para Eva más que una parte ínfima del placer, de las atenciones que ella necesita, estalla en el coro de los castrati.

Eva, su adorada Eva, la mujer de sus sueños, el hada de sus desilusiones, el primor de sus noches sin luna, es una puta.

La aparta del mundo de las hembras porque no puede con ella. Comprende el imbécil mentecato que una Mujer necesita amar, ser amada, y no sólo una vez por semana, a hora fija, en un hotel con sábanas de otros usos.

Entonces, el escritorzuelo se retira del mundo.

Y al final del libro-película, cuando ya no se sabe nada más de la maravillosa Eva, que enamoraba a cualquier hombre sin quitarse la falda y sin arrugarse la pelvis.

Muy al final, te encuentras al penoso paladín de todos los falos arrepentidos del mundo en un barco con el hombre que hasta entonces sólo había sido su puñetero criado.

Maldito James Hadley Chase.


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