Colaboración: La pasión de Jean Seberg
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Había pasado toda mi vida sin leer a Roman Gary, uno de los escritores más profundos y divertidos de la literatura francesa, a la que arrancó por dos veces el Goncourt, premio máximo de las letras en Francia. Gary era una especie de aventurero de todas las aventuras del mundo y un cuentista como pocos tan brillantes ha parido ese país. Nunca nos conocimos -él tenía veinticinco años más que yo- pero siempre le culpé de haberme hecho perder mi amor de juventud.
Todo lo que tocaba lo convertía en éxito. Uno de sus libros, "Les racines du ciel", fue llevado al cine por John Huston, con Errol Flynn, Orson Welles y Juliette Greco, en 1958. Y en 1970 volvió a conseguir otro éxito en la pantalla con "La promesse de l’aube", donde Jules Dassin dirigió a Melina Mercouri.
Cuando era un niño llegado a Francia desde Rusia o sus alrededores, las versiones pueden ser contradictorias, su madre, una rusa, o lituana, impresionante de voluntad y talento, decretó que el niño llegaría muy lejos. "Tú serás embajador de Francia", hijo mío, le decía la señora como un encantamiento a la vida.
Se equivocó la bella señora aunque Roman Gary, después de luchar en la guerra como un jabato, fue nombrado primer secretario en una embajada francesa y llegó al no va más de su carrera como Cónsul General en Los Angeles (EEUU).
Al mismo tiempo se iba convirtiendo en escritor prestigioso, tanto que después de conseguir lo más clásicamente del mundo el premio Goncourt se descubrió que en realidad lo había ganado dos veces, porque un tal Emile Ajar al que el jurado atribuyó años después el Goncourt era en realidad el mismísimo Roman Gary.
La pataleta que se organizó cuando los miembros del jurado se percataron de que Gary les había tomado el pelo con un pseudónimo fue monumental.
Pero él estaba acostumbrado a provocar asombro y críticas. Toda su vida fue un redomado cuentista que se confiesa en el mejor de sus libros, "La promesse de l’aube", donde cuenta su vida desde la niñez hasta casi la muerte. No tuvo humor para avisar que contaba suicidarse.
Era un formidable cuentista y esta última obra es una maravilla de despropósitos alegres y de una inquebrantable fe en su futuro.
Cuenta su vida con su madre en Niza, sudeste de Francia, como Alejandro Dumas relataba las truculencias de sus cuatro mosqueteros.
La madre, personaje fuera de serie, le había convencido de que el suyo sería un destino como sólo un novelista podía inventarlo y su vida rápidamente empezó a estar regida por la audacia de un D’Artangan y la diplomacia un tanto enrevesada de un Rastignac.
Usando de mil argucias, que relata con un talento de cuentista de Hamelin, consiguió que lo aceptasen en las Fuerzas Aéreas cuando en 1939 Francia se disponía a entrar en guerra contra los alemanes con la firme convicción de que aquello sería una catástrofe. Y así sucedió.
Ya en el campo del general rebelde Charles de Gaulle, que desde Londres formó un ejército para combatir a los invasores alemanes y a los conformistas franceses que se habían quedado a su lado en una pantomima de poder. Roman Gary se cubrió de gloria, subiendo en el escalafón hasta llegar a capitán, que en aquellos tiempos no estaba al alcance de cualquiera, y coleccionando las más prestigiosas condecoraciones entre las cuales la Legión de Honor no era la más representativa.
Bueno, esto es al menos lo que él cuenta en esas memorias que son como leer un libro de caballería que tuviese capítulos sacados de las aventuras del Lazarillo de Tormes y otros buscavidas.
Me ha llegado a las manos, de forma misteriosa, como mandan los cánones de la aventura, un ejemplar de "La promesse de l’aube" en una magnífica edición de la NRF impresa en 1960.
Y sin acordarme del rencor, me lo he bebido, porque este libro no puede leerse cachito a cachito; hay que tragárselo de un sorbido, como las buenas ostras de Bretaña.
De haber sido editado unos años antes, habría tenido que cortar las páginas que entonces estaban habitualmente agrupadas.
Qué lindas sorpresas nos esperaban cuando descubrías las páginas ocultas…
Me he reído sin parar, tanto que lo he olvidado todo y he decidido perdonarle.
En 1957, yo acababa de llegar a París como reportero de la Keystone Press Agency. Pocos meses después, se anunciaba la llegada de una actriz norteamericana entonces totalmente desconocida, Jean Seberg, una muchacha de 19 años de edad a la que el director Otto Preminger había elegido para una nueva versión de la pasión de Juana de Arco.
Como uno era joven (18 años), inexperto y con ganas de comer, aunque fueran huevos cocidos, me designaron para ocuparme de la actriz durante su estancia en París, que culminaría con el estreno de la película, bastante azaroso en el campo de la crítica, en la Opera de París.
Pasé algunos días haciendo reportajes con ella. Un mediodía que se peinaba en la peluquería de las hermanas catalanas Carita, la más famosa de París, uno de sus agentes me sugirió que le regalase una rosa, lo cual, decía el hombre, daría lugar a fotos muy románticas.
Lo que aquel avispado yanqui no podía prever es que yo me volvería tarumba por Jean Seberg, quien solía dedicarme una bonita sonrisa las veces que tomamos una Coca-Cola juntos. La misma sonrisa que probablemente sacaba de sus bellos labios para el perro del vecino.
Terminó la presentación operística y yo seguía pirrado por sus huesos aunque estoy convencido de que ella ni se enteraba. Quizá las barreras de la lengua que unas veces son más impenetrables que otras. La verdad, y dejémonos de consuelos miserables, ella vivía en su mundo, allá arriba en las estrellas. Y las estrellas nunca miran hacia abajo.
Un día, mientras yo todavía estaba pagando los créditos de la rosa de Baccara que le había regalado en la peluquería, me enteré de que se acababa de casar incógnito con un guapísimo abogado parisiense.
Displicentemente me dije que se había dejado llevar por el encanto de la noche del sábado en París y seguí sufriendo aunque ya convaleciente.
Mis heridas volvieron a abrirse cuando volvió a casarse pero esta vez no con un abogado de tres al cuarto sino con Roman Gary, una leyenda de las letras cuajado de mil aventuras que ni Simbad el marino, una especie de André Malraux en más apuesto.
Entonces entendí que el combate sería desigual y decidí olvidarla.
El 30 de agosto de 1979, Jean Seberg fue hallada muerta en el interior de su coche, un R5, en París. Se dijo que podía haber sido asesinada por la CIA ya que la acusaban de haber mantenido relaciones con un líder extremista del Poder Negro norteamericano. Antes, había dejado para las cinematecas su interpretación en "A bout de souffle" (Al final de la escapada, 1966) de Jean-Luc Godard.
El 2 de diciembre de 1980, Roman Gary apareció muerto en su piso de París, donde al parecer se había suicidado.
Pero antes, tuvo tiempo de contar en "La promesse de l’aube" anécdotas tan sabrosas –y que más da que haya sido inventada o no—como ésta: "Sentí que tenía que darme prisa, que debía escribir a toda velocidad la obra maestra inmortal, que me convertiría en el más joven Tolstoi de todos los tiempos…"
Entonces manda, con unos veinte años de edad, un manuscrito a la más importante editorial parisiense, en momentos en que, dice, "me moría de hambre en París". Y recibe esta espantosa respuesta: "Échese una querida y vuelva usted dentro de diez años".
"Cuando volví, diez años más tarde –escribe sin la menor piedad-- era en 1945 (fin de la guerra contra Alemania y comienzo de los ajustes de cuentas en Francia) y el tipo que me había contestado ya no se encontraba desgraciadamente en su despacho: lo habían fusilado".
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Había pasado toda mi vida sin leer a Roman Gary, uno de los escritores más profundos y divertidos de la literatura francesa, a la que arrancó por dos veces el Goncourt, premio máximo de las letras en Francia. Gary era una especie de aventurero de todas las aventuras del mundo y un cuentista como pocos tan brillantes ha parido ese país. Nunca nos conocimos -él tenía veinticinco años más que yo- pero siempre le culpé de haberme hecho perder mi amor de juventud.
Todo lo que tocaba lo convertía en éxito. Uno de sus libros, "Les racines du ciel", fue llevado al cine por John Huston, con Errol Flynn, Orson Welles y Juliette Greco, en 1958. Y en 1970 volvió a conseguir otro éxito en la pantalla con "La promesse de l’aube", donde Jules Dassin dirigió a Melina Mercouri.
Cuando era un niño llegado a Francia desde Rusia o sus alrededores, las versiones pueden ser contradictorias, su madre, una rusa, o lituana, impresionante de voluntad y talento, decretó que el niño llegaría muy lejos. "Tú serás embajador de Francia", hijo mío, le decía la señora como un encantamiento a la vida.
Se equivocó la bella señora aunque Roman Gary, después de luchar en la guerra como un jabato, fue nombrado primer secretario en una embajada francesa y llegó al no va más de su carrera como Cónsul General en Los Angeles (EEUU).
Al mismo tiempo se iba convirtiendo en escritor prestigioso, tanto que después de conseguir lo más clásicamente del mundo el premio Goncourt se descubrió que en realidad lo había ganado dos veces, porque un tal Emile Ajar al que el jurado atribuyó años después el Goncourt era en realidad el mismísimo Roman Gary.
La pataleta que se organizó cuando los miembros del jurado se percataron de que Gary les había tomado el pelo con un pseudónimo fue monumental.
Pero él estaba acostumbrado a provocar asombro y críticas. Toda su vida fue un redomado cuentista que se confiesa en el mejor de sus libros, "La promesse de l’aube", donde cuenta su vida desde la niñez hasta casi la muerte. No tuvo humor para avisar que contaba suicidarse.
Era un formidable cuentista y esta última obra es una maravilla de despropósitos alegres y de una inquebrantable fe en su futuro.
Cuenta su vida con su madre en Niza, sudeste de Francia, como Alejandro Dumas relataba las truculencias de sus cuatro mosqueteros.
La madre, personaje fuera de serie, le había convencido de que el suyo sería un destino como sólo un novelista podía inventarlo y su vida rápidamente empezó a estar regida por la audacia de un D’Artangan y la diplomacia un tanto enrevesada de un Rastignac.
Usando de mil argucias, que relata con un talento de cuentista de Hamelin, consiguió que lo aceptasen en las Fuerzas Aéreas cuando en 1939 Francia se disponía a entrar en guerra contra los alemanes con la firme convicción de que aquello sería una catástrofe. Y así sucedió.
Ya en el campo del general rebelde Charles de Gaulle, que desde Londres formó un ejército para combatir a los invasores alemanes y a los conformistas franceses que se habían quedado a su lado en una pantomima de poder. Roman Gary se cubrió de gloria, subiendo en el escalafón hasta llegar a capitán, que en aquellos tiempos no estaba al alcance de cualquiera, y coleccionando las más prestigiosas condecoraciones entre las cuales la Legión de Honor no era la más representativa.
Bueno, esto es al menos lo que él cuenta en esas memorias que son como leer un libro de caballería que tuviese capítulos sacados de las aventuras del Lazarillo de Tormes y otros buscavidas.
Me ha llegado a las manos, de forma misteriosa, como mandan los cánones de la aventura, un ejemplar de "La promesse de l’aube" en una magnífica edición de la NRF impresa en 1960.
Y sin acordarme del rencor, me lo he bebido, porque este libro no puede leerse cachito a cachito; hay que tragárselo de un sorbido, como las buenas ostras de Bretaña.
De haber sido editado unos años antes, habría tenido que cortar las páginas que entonces estaban habitualmente agrupadas.
Qué lindas sorpresas nos esperaban cuando descubrías las páginas ocultas…
Me he reído sin parar, tanto que lo he olvidado todo y he decidido perdonarle.
En 1957, yo acababa de llegar a París como reportero de la Keystone Press Agency. Pocos meses después, se anunciaba la llegada de una actriz norteamericana entonces totalmente desconocida, Jean Seberg, una muchacha de 19 años de edad a la que el director Otto Preminger había elegido para una nueva versión de la pasión de Juana de Arco.
Como uno era joven (18 años), inexperto y con ganas de comer, aunque fueran huevos cocidos, me designaron para ocuparme de la actriz durante su estancia en París, que culminaría con el estreno de la película, bastante azaroso en el campo de la crítica, en la Opera de París.
Pasé algunos días haciendo reportajes con ella. Un mediodía que se peinaba en la peluquería de las hermanas catalanas Carita, la más famosa de París, uno de sus agentes me sugirió que le regalase una rosa, lo cual, decía el hombre, daría lugar a fotos muy románticas.
Lo que aquel avispado yanqui no podía prever es que yo me volvería tarumba por Jean Seberg, quien solía dedicarme una bonita sonrisa las veces que tomamos una Coca-Cola juntos. La misma sonrisa que probablemente sacaba de sus bellos labios para el perro del vecino.
Terminó la presentación operística y yo seguía pirrado por sus huesos aunque estoy convencido de que ella ni se enteraba. Quizá las barreras de la lengua que unas veces son más impenetrables que otras. La verdad, y dejémonos de consuelos miserables, ella vivía en su mundo, allá arriba en las estrellas. Y las estrellas nunca miran hacia abajo.
Un día, mientras yo todavía estaba pagando los créditos de la rosa de Baccara que le había regalado en la peluquería, me enteré de que se acababa de casar incógnito con un guapísimo abogado parisiense.
Displicentemente me dije que se había dejado llevar por el encanto de la noche del sábado en París y seguí sufriendo aunque ya convaleciente.
Mis heridas volvieron a abrirse cuando volvió a casarse pero esta vez no con un abogado de tres al cuarto sino con Roman Gary, una leyenda de las letras cuajado de mil aventuras que ni Simbad el marino, una especie de André Malraux en más apuesto.
Entonces entendí que el combate sería desigual y decidí olvidarla.
El 30 de agosto de 1979, Jean Seberg fue hallada muerta en el interior de su coche, un R5, en París. Se dijo que podía haber sido asesinada por la CIA ya que la acusaban de haber mantenido relaciones con un líder extremista del Poder Negro norteamericano. Antes, había dejado para las cinematecas su interpretación en "A bout de souffle" (Al final de la escapada, 1966) de Jean-Luc Godard.
El 2 de diciembre de 1980, Roman Gary apareció muerto en su piso de París, donde al parecer se había suicidado.
Pero antes, tuvo tiempo de contar en "La promesse de l’aube" anécdotas tan sabrosas –y que más da que haya sido inventada o no—como ésta: "Sentí que tenía que darme prisa, que debía escribir a toda velocidad la obra maestra inmortal, que me convertiría en el más joven Tolstoi de todos los tiempos…"
Entonces manda, con unos veinte años de edad, un manuscrito a la más importante editorial parisiense, en momentos en que, dice, "me moría de hambre en París". Y recibe esta espantosa respuesta: "Échese una querida y vuelva usted dentro de diez años".
"Cuando volví, diez años más tarde –escribe sin la menor piedad-- era en 1945 (fin de la guerra contra Alemania y comienzo de los ajustes de cuentas en Francia) y el tipo que me había contestado ya no se encontraba desgraciadamente en su despacho: lo habían fusilado".
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