Colaboración: Té verde en la duna esperanza
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Por Sergio Berrocal
Un día, tres muchachas tangerinas, hermosas como la primavera en un gulag de Siberia de cuando Stalin era el padre de todos los pueblos, y por eso castigada a sus cientos de miles de hijos, decidieron que tenían que tomar un té verde en lo alto de una duna en el Sáhara. Es un cuento que relata el escritor norteamericano Paul Bowles, que estuvo entre los dichosos que descubrieron Tánger cuando era un paraíso de bondad, de maldad medida por el kifi y de alegría de vivir.
“El cielo protector”, título de su libro, es también una película de Bernardo Bertolucci pero si ustedes no son muy rácanos lean en lugar de mirar, que leer nunca ha dejado ciego pese a lo que algunos cuentan.
Tres muchachas que ni siquiera fueron nunca sus heroínas, porque las heroínas son blancas, a menos que sea Sherazade, y no hablan árabe ni practican la mendicidad de la prostitución para llegar a sus fines.
Pero, ¿para qué voy a contarles si cuanto menos queda más derecho tienes al sufrimiento y al desencanto?
Las muchachas se parecían por su tesón al pescador de Ernesto Hemingway en “El viejo y el mar”, esas 127 páginas de voluntad y pasión por las cosas bien hechas que termina peor que la bala que mató al autor saliendo derechita de un Remington de cazar elefantes.
Una de las tres muchachas que anhelaba beberse un té en medio del Sáhara, como las hadas de sus sueños, era probablemente o al menos ella quiso ser Marhnia, la que se tumbó en el diván improvisado de una jaima:
“Era muy hermosa, muy dócil, muy comprensiva, aunque Port (el francés que le va a comprar un poco de pasión) seguía sin fiarse. Declinó desvestirse completamente… Marhnia se inclinó a un lado y apagó la vela con los dedos… Después sintió los suaves brazos de la muchacha rodearle lentamente el cuello y posar los labios sobre su frente”.
Mientras se dejaba llevar por el momento, por sus poquísimos años que necesitaban un poco de pasión, no importa quién se la diera ni cómo se la diera, Marhnia se acordó de que todo estaba consumado.
A sus amigas Outka, Mimouna y Aïcha ya hacía unos días que las habían encontrado en lo alto de aquella inmensa duna de El Goléa adonde habían trepado con su tetera, la bandeja y los tres vasos de fiesta. No se supo nunca cuál de ellas se había encargado de llevar el oloroso té verde que debían tomarse allá arriba.
Y cuando muchos días más tarde, una caravana pasó cerca, “…subieron a ver y encontraron a Outka, a Mimouna y a Aïcha; seguían tumbadas allí en la misma posición en que se habían quedado dormidas. Y los tres vasos –Smaïl levantó su vasito de té—estaban llenos de arena. Así fue como bebieron su té en el Sáhara”.
En la tele, que está lejos de Tánger, aunque solo sea a unos kilómetros de mar Mediterráneo, aparece Elvis Presley, peor que nunca. Agoniza con su típico traje de faena con la cara abotargada y la voz embargada por el fisco. Canta “A mi manera”. Te dan ganas de llorar porque lo hace fatal.
Él tampoco pudo tomarse el té enamorado de olores con el que se las prometía felices.
Todos, todas, hemos querido alguna vez tomar un té verde y oloroso en el Sáhara. No, no es ninguna tontería, vaquero. Ocurre que nunca lo hemos sabido. Pero en algún momento, haz memoria y verás, te han entrado unas ganas infinitas de algo que no encontrabas en el bar ni en la iglesia. Y a veces ocurre también que cuando tienes la tetera más cerca de lo que te crees la rechazas, porque no sabes. Nos oponemos a todo lo que nos asusta, y son tantas cosas las que nos meten miedo en el cuerpo, y muchas veces, casi nunca, sabemos cuándo ha llegado el momento de hacer algo que nunca habíamos hecho pero que en el fondo de nosotros mismos sabemos que deberíamos hacer.
Estuve a punto de tomarme un té en aquel Sáhara que era aquella tarde cuajada de calor tropical un cacho de La Habana de las cuatro de la tarde sin Rod Steiger ni sus gafas negras de sheriff que ya no quiere ver más atrocidades.
También había una especie de duna, la parte alta de la Rampa habanera. Y sólo hubiésemos sido dos para aquel té. Me invitaba un muchacho de tez afeitada como en “El último tango en París”, cuando Marlon Brando enseñaba a la casi virgen, porque nunca se es virgen del todo, Maria Schneider, que la mantequilla de Normandía no sólo puede y debe untarse en una baguete recién horneada.
Aquel té en la duna urbana nunca llegué a beberlo. Preferí un buchito de café que con todo el cariño del mundo me regalaron unas chiquillas dependientas de una tienda perdida.
Pero tú, que lees con el fastidio del desamor después de aquel rayo de pasión que vivió Marhnia en aquella jaima de las afueras de Tánger, tú no estás preparado para tomarte ese té en lo alto de la duna. No te apenes porque tampoco estaba Judas en el mejor momento para beber de la copa que le tendía Jesús aquella noche de la última cena.
Estarás listo para emprender la aventura de la duna, y quizá quedarte allí para siempre como las tres bellas moritas, cuando comprendas que es el té de la paz y del amor eterno que nunca terminará porque es tuyo y tú lo has inventado, creado, tejido; tuyo y para ti solo.
Y un día, o una tarde o incluso una noche, te sorprenderás a ti mismo cuando le pidas al camarero de tu bistró de París, de Madrid o de Tamanraset que te traiga un té, pero no un té inglés, sino un té verde muy caliente y con mucha menta.
Y entonces, cuando hayas tomado el primer buchito, comprenderás que lo has logrado, que has conseguido subir a esa duna para la que muchos son los llamados y muy pocos, muy poquitos, los elegidos.
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Un día, tres muchachas tangerinas, hermosas como la primavera en un gulag de Siberia de cuando Stalin era el padre de todos los pueblos, y por eso castigada a sus cientos de miles de hijos, decidieron que tenían que tomar un té verde en lo alto de una duna en el Sáhara. Es un cuento que relata el escritor norteamericano Paul Bowles, que estuvo entre los dichosos que descubrieron Tánger cuando era un paraíso de bondad, de maldad medida por el kifi y de alegría de vivir.
“El cielo protector”, título de su libro, es también una película de Bernardo Bertolucci pero si ustedes no son muy rácanos lean en lugar de mirar, que leer nunca ha dejado ciego pese a lo que algunos cuentan.
Tres muchachas que ni siquiera fueron nunca sus heroínas, porque las heroínas son blancas, a menos que sea Sherazade, y no hablan árabe ni practican la mendicidad de la prostitución para llegar a sus fines.
Pero, ¿para qué voy a contarles si cuanto menos queda más derecho tienes al sufrimiento y al desencanto?
Las muchachas se parecían por su tesón al pescador de Ernesto Hemingway en “El viejo y el mar”, esas 127 páginas de voluntad y pasión por las cosas bien hechas que termina peor que la bala que mató al autor saliendo derechita de un Remington de cazar elefantes.
Una de las tres muchachas que anhelaba beberse un té en medio del Sáhara, como las hadas de sus sueños, era probablemente o al menos ella quiso ser Marhnia, la que se tumbó en el diván improvisado de una jaima:
“Era muy hermosa, muy dócil, muy comprensiva, aunque Port (el francés que le va a comprar un poco de pasión) seguía sin fiarse. Declinó desvestirse completamente… Marhnia se inclinó a un lado y apagó la vela con los dedos… Después sintió los suaves brazos de la muchacha rodearle lentamente el cuello y posar los labios sobre su frente”.
Mientras se dejaba llevar por el momento, por sus poquísimos años que necesitaban un poco de pasión, no importa quién se la diera ni cómo se la diera, Marhnia se acordó de que todo estaba consumado.
A sus amigas Outka, Mimouna y Aïcha ya hacía unos días que las habían encontrado en lo alto de aquella inmensa duna de El Goléa adonde habían trepado con su tetera, la bandeja y los tres vasos de fiesta. No se supo nunca cuál de ellas se había encargado de llevar el oloroso té verde que debían tomarse allá arriba.
Y cuando muchos días más tarde, una caravana pasó cerca, “…subieron a ver y encontraron a Outka, a Mimouna y a Aïcha; seguían tumbadas allí en la misma posición en que se habían quedado dormidas. Y los tres vasos –Smaïl levantó su vasito de té—estaban llenos de arena. Así fue como bebieron su té en el Sáhara”.
En la tele, que está lejos de Tánger, aunque solo sea a unos kilómetros de mar Mediterráneo, aparece Elvis Presley, peor que nunca. Agoniza con su típico traje de faena con la cara abotargada y la voz embargada por el fisco. Canta “A mi manera”. Te dan ganas de llorar porque lo hace fatal.
Él tampoco pudo tomarse el té enamorado de olores con el que se las prometía felices.
Todos, todas, hemos querido alguna vez tomar un té verde y oloroso en el Sáhara. No, no es ninguna tontería, vaquero. Ocurre que nunca lo hemos sabido. Pero en algún momento, haz memoria y verás, te han entrado unas ganas infinitas de algo que no encontrabas en el bar ni en la iglesia. Y a veces ocurre también que cuando tienes la tetera más cerca de lo que te crees la rechazas, porque no sabes. Nos oponemos a todo lo que nos asusta, y son tantas cosas las que nos meten miedo en el cuerpo, y muchas veces, casi nunca, sabemos cuándo ha llegado el momento de hacer algo que nunca habíamos hecho pero que en el fondo de nosotros mismos sabemos que deberíamos hacer.
Estuve a punto de tomarme un té en aquel Sáhara que era aquella tarde cuajada de calor tropical un cacho de La Habana de las cuatro de la tarde sin Rod Steiger ni sus gafas negras de sheriff que ya no quiere ver más atrocidades.
También había una especie de duna, la parte alta de la Rampa habanera. Y sólo hubiésemos sido dos para aquel té. Me invitaba un muchacho de tez afeitada como en “El último tango en París”, cuando Marlon Brando enseñaba a la casi virgen, porque nunca se es virgen del todo, Maria Schneider, que la mantequilla de Normandía no sólo puede y debe untarse en una baguete recién horneada.
Aquel té en la duna urbana nunca llegué a beberlo. Preferí un buchito de café que con todo el cariño del mundo me regalaron unas chiquillas dependientas de una tienda perdida.
Pero tú, que lees con el fastidio del desamor después de aquel rayo de pasión que vivió Marhnia en aquella jaima de las afueras de Tánger, tú no estás preparado para tomarte ese té en lo alto de la duna. No te apenes porque tampoco estaba Judas en el mejor momento para beber de la copa que le tendía Jesús aquella noche de la última cena.
Estarás listo para emprender la aventura de la duna, y quizá quedarte allí para siempre como las tres bellas moritas, cuando comprendas que es el té de la paz y del amor eterno que nunca terminará porque es tuyo y tú lo has inventado, creado, tejido; tuyo y para ti solo.
Y un día, o una tarde o incluso una noche, te sorprenderás a ti mismo cuando le pidas al camarero de tu bistró de París, de Madrid o de Tamanraset que te traiga un té, pero no un té inglés, sino un té verde muy caliente y con mucha menta.
Y entonces, cuando hayas tomado el primer buchito, comprenderás que lo has logrado, que has conseguido subir a esa duna para la que muchos son los llamados y muy pocos, muy poquitos, los elegidos.
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