Colaboración: Busco a Patricia desesperadamente
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Por Sergio Berrocal
Prefiero la ficción aunque sea medio falsa a la realidad de tercera categoría que es la que se maneja en la vida de todos los días y que se supone cuentan los periodistas. Quizá es por ello por lo que me siento un trilero, eso sí experimentado, capaz de esconder la bolita para que nadie gane casi nunca. La ficción de los relatos, de las películas e incluso los cuentos que cada cual maneja para hacer más llevadera la existencia debería ser recetada por los médicos.
Hasta que, de pronto, te encuentras en la carretera de la mano del director brasileño Walter Salles y te cuenta la versión cine de “On the road” (2012), la loca novela de Jack Kerouac, en los años cuarenta con olor a incienso y mirra que muchas veces se parecía a la fumata de la marihuana. O al gusto de la cocaína.
No tengo la menor idea de por qué les hablo hoy de una de las aventuras literarias más descoyuntadas, tal vez sea porque, hace un par de pocos, por las calles de las ciudades españolas Jesús, el único héroe que no tiene peros, volvió a dejar crucificarse para que la gente disfrutara del dolor ajeno, el más barato y el más beneficioso para las mentes enfermas del siglo XXI.
Tampoco sé si Kerouac era creyente como cristiano, aunque él celebraba su pasión, la celebró, corriendo por las carreteras de Estados Unidos en busca de la única gente que decía le interesaba, la que está loca, loca por vivir o por comunicarse.
Se comunicaba con todos los excesos de que era capaz antes de derrumbarse y volver a empezar, con borracheras de palabras, de ideas, de anhelos que Jesús, el de la crucifixión anual para que el turismo funcione, lo hubiese comprendido. Y también borracheras clásicas, las clásicas de la desesperación que implican alcohol a porrillo.
Leer su libro que lleva el mismo título que la película, es un acto de fe, porque tienes que abandonar las ganas de vomitar para aferrarte a las ideas que el muchacho expone a lo largo de un montón de páginas que por momentos se hacen insostenibles.
Kerouac era guapetón, podía haber dado el pego jugando al James Dean, pero le faltaba el Porsche que llevarse a la carretera. Ni cuenta corriente made in Hollywood.
Decía que quería vivir, comerse la vida a dentelladas. Creo que Jesús, el de Nazaret, el que también recorría carreteras, pero de tierras y sin vehículo con motor, pero llevando la buena nueva habría adorado verse con el muchachito norteamericano inconformista que murió de no haber conseguido que el amor, de las mujeres, de los hombres, de las musas, tal vez del infinito más allá de la cruz cristiana del Monte de los Olivos, llegara a él como Jesús quería que los niños fueran a su encuentro.
La Iglesia que Jesucristo había fundado sin pederastas podía acercarse a la inocencia. Hoy, habría desenfundado el látigo que inventó antes de que Indiana Jones lo utilizara.
A los dos, a Kerouac y a Jesús, les habría encantado llegar al Vaticano y sus apéndices en el mundo para azotar sin la menor piedad, a todos esos asquerosos pederastas que en nombre de sus sotanas atropellan la virtud y la inocencia. Y sin que les pase nada.
En la literatura norteamericana los locos por la vida no faltan. El más cercano a Jack Kerouac fue sin duda Charles Bukowski.
Los dos adoraban el vino como manera de descubrir paraísos perdidos o nunca encontrados. A ambos se les ata a la pata el sambenito de haber pertenecido a la generación beat, aquella que no estaba de acuerdo con nada de lo que pudiese estarse de acuerdo.
No fue la única rebelión que vio Estados Unidos contra la imbecilidad de los medios que mandaban y dictaban la forma de ser, de amar, y hasta de morir.
Kerouac murió a los 49 años, un niño de pecho, completamente alcoholizado. Su compadre Bukowski no se marchó hasta los 74 y seguramente que no fue de melancolía.
Otra diferencia entre ellos es que el rebelde que corría a lomos de un Ford o de lo que se presentase buscaba respuestas a miles de preguntas que le hubiesen dado para vivir una vida mejor, aunque seguramente no más interesante.
Charles Bukowski bebía no en busca de la metafísica de un dios sino con la única y divina intención de arrancarle las bragas al mayor número de mujeres, jóvenes o menos jóvenes. El coito era su medicina y la tomaba en grandes dosis.
Y nunca, oh milagro de los borrachines, se supo que Bukowski hubiese tenido en algún momento de sus largos asaltos eróticos una lesión de pene, esa maldición puramente masculina pero que a veces provoca el furor de una amante, dicen los médicos más estudiados.
Ahora busco a Patricia desesperadamente. Era periodista cuando yo la conocí en La Habana, ciudad que poco después abandonó para instalarse en otro país.
La última vez que nos vimos fue en una reunión con otros periodistas.
He conservado una foto donde está sentada al lado de mi gran amigo Chango, que entonces, estaba vivo por un tiempo, era decano de los corresponsales extranjeros en Cuba.
En la foto, Patricia está muy concentrada sobre algo que ve o que piensa. Me gustaría tener noticias suyas para que me dijese a qué conclusiones llegamos la noche anterior en casa de Chango sobre Jesús, al que los dos amábamos. Hoy me ayudaría mucho.
Aunque el güisqui, con o sin Perrier, es mal consejero para la memoria una vez que se salta la valla de los tres tragos, tal vez pudiese recordarme cuál fue nuestra conclusión aquella noche en que los gallos cantaban en los patios aledaños.
Quién sabe si fueron dos o tres veces los cantos.
¿Igual que cuando Pedro negó conocer a Jesús para no comprometerse ante la autoridad romana?
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Prefiero la ficción aunque sea medio falsa a la realidad de tercera categoría que es la que se maneja en la vida de todos los días y que se supone cuentan los periodistas. Quizá es por ello por lo que me siento un trilero, eso sí experimentado, capaz de esconder la bolita para que nadie gane casi nunca. La ficción de los relatos, de las películas e incluso los cuentos que cada cual maneja para hacer más llevadera la existencia debería ser recetada por los médicos.
Hasta que, de pronto, te encuentras en la carretera de la mano del director brasileño Walter Salles y te cuenta la versión cine de “On the road” (2012), la loca novela de Jack Kerouac, en los años cuarenta con olor a incienso y mirra que muchas veces se parecía a la fumata de la marihuana. O al gusto de la cocaína.
No tengo la menor idea de por qué les hablo hoy de una de las aventuras literarias más descoyuntadas, tal vez sea porque, hace un par de pocos, por las calles de las ciudades españolas Jesús, el único héroe que no tiene peros, volvió a dejar crucificarse para que la gente disfrutara del dolor ajeno, el más barato y el más beneficioso para las mentes enfermas del siglo XXI.
Tampoco sé si Kerouac era creyente como cristiano, aunque él celebraba su pasión, la celebró, corriendo por las carreteras de Estados Unidos en busca de la única gente que decía le interesaba, la que está loca, loca por vivir o por comunicarse.
Se comunicaba con todos los excesos de que era capaz antes de derrumbarse y volver a empezar, con borracheras de palabras, de ideas, de anhelos que Jesús, el de la crucifixión anual para que el turismo funcione, lo hubiese comprendido. Y también borracheras clásicas, las clásicas de la desesperación que implican alcohol a porrillo.
Leer su libro que lleva el mismo título que la película, es un acto de fe, porque tienes que abandonar las ganas de vomitar para aferrarte a las ideas que el muchacho expone a lo largo de un montón de páginas que por momentos se hacen insostenibles.
Kerouac era guapetón, podía haber dado el pego jugando al James Dean, pero le faltaba el Porsche que llevarse a la carretera. Ni cuenta corriente made in Hollywood.
Decía que quería vivir, comerse la vida a dentelladas. Creo que Jesús, el de Nazaret, el que también recorría carreteras, pero de tierras y sin vehículo con motor, pero llevando la buena nueva habría adorado verse con el muchachito norteamericano inconformista que murió de no haber conseguido que el amor, de las mujeres, de los hombres, de las musas, tal vez del infinito más allá de la cruz cristiana del Monte de los Olivos, llegara a él como Jesús quería que los niños fueran a su encuentro.
La Iglesia que Jesucristo había fundado sin pederastas podía acercarse a la inocencia. Hoy, habría desenfundado el látigo que inventó antes de que Indiana Jones lo utilizara.
A los dos, a Kerouac y a Jesús, les habría encantado llegar al Vaticano y sus apéndices en el mundo para azotar sin la menor piedad, a todos esos asquerosos pederastas que en nombre de sus sotanas atropellan la virtud y la inocencia. Y sin que les pase nada.
En la literatura norteamericana los locos por la vida no faltan. El más cercano a Jack Kerouac fue sin duda Charles Bukowski.
Los dos adoraban el vino como manera de descubrir paraísos perdidos o nunca encontrados. A ambos se les ata a la pata el sambenito de haber pertenecido a la generación beat, aquella que no estaba de acuerdo con nada de lo que pudiese estarse de acuerdo.
No fue la única rebelión que vio Estados Unidos contra la imbecilidad de los medios que mandaban y dictaban la forma de ser, de amar, y hasta de morir.
Kerouac murió a los 49 años, un niño de pecho, completamente alcoholizado. Su compadre Bukowski no se marchó hasta los 74 y seguramente que no fue de melancolía.
Otra diferencia entre ellos es que el rebelde que corría a lomos de un Ford o de lo que se presentase buscaba respuestas a miles de preguntas que le hubiesen dado para vivir una vida mejor, aunque seguramente no más interesante.
Charles Bukowski bebía no en busca de la metafísica de un dios sino con la única y divina intención de arrancarle las bragas al mayor número de mujeres, jóvenes o menos jóvenes. El coito era su medicina y la tomaba en grandes dosis.
Y nunca, oh milagro de los borrachines, se supo que Bukowski hubiese tenido en algún momento de sus largos asaltos eróticos una lesión de pene, esa maldición puramente masculina pero que a veces provoca el furor de una amante, dicen los médicos más estudiados.
Ahora busco a Patricia desesperadamente. Era periodista cuando yo la conocí en La Habana, ciudad que poco después abandonó para instalarse en otro país.
La última vez que nos vimos fue en una reunión con otros periodistas.
He conservado una foto donde está sentada al lado de mi gran amigo Chango, que entonces, estaba vivo por un tiempo, era decano de los corresponsales extranjeros en Cuba.
En la foto, Patricia está muy concentrada sobre algo que ve o que piensa. Me gustaría tener noticias suyas para que me dijese a qué conclusiones llegamos la noche anterior en casa de Chango sobre Jesús, al que los dos amábamos. Hoy me ayudaría mucho.
Aunque el güisqui, con o sin Perrier, es mal consejero para la memoria una vez que se salta la valla de los tres tragos, tal vez pudiese recordarme cuál fue nuestra conclusión aquella noche en que los gallos cantaban en los patios aledaños.
Quién sabe si fueron dos o tres veces los cantos.
¿Igual que cuando Pedro negó conocer a Jesús para no comprometerse ante la autoridad romana?
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