Colaboración: Nos habíamos amado tanto
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Por Sergio Berrocal
Cuando me convertí en amante del cine, cuando descubrí que los personajes que veía en la pantalla, aunque hablasen en una lengua tan desconocida para mí como podía ser el japonés, no sabía ni nadie me lo preguntó si yo sabía cómo se hacía una película, qué tipo de plano era el mejor… Entré en el cine por necesidad fisiológica, por amor a mí mismo y por respeto a mi persona. Tiempos eran en que un psiquiatra nada más que servía para abrirte las puertas del manicomio, hasta que descubrí "Alguien voló sobre el nido del cuco" (Milos Forman, 1975) y comprendí que la locura era un estado mental frecuente.
Y me convencí de que yo también estaba loco para creer en todos aquellos hombres y mujeres que me hablaban desde una sábana blanca y me convencían de que llevar corbata era necesario, o que sonreír más de una vez por día podía ser bello, a condición de tener una dentadura de estrella.
Aquello me ocurrió cuando me quedé sin dientes en una caída. Pero aprendí a reír, porque parecía que a la gente del cine le preparaba para hazañas tales como el enamoramiento.
Primero las películas del Oeste y con sus héroes bien definidos, sin caricatura ni doblez que temer, me empapé de qué era la justicia, qué era ser bueno o enamorarse de una señorita a la que un villano quería ultrajar.
Luego entramos en la época capa y espada y durante mucho tiempo fue Robin de los Bosques nuestro héroe, al que imitábamos con espadas de madera que nos fabricaba un carpintero con habilidad y mil amores.
Llegó la época de mayorcito. La de los quince años y la cosa cambió. El cine Rex de Tánger me educó en todo cuanto había que saber sobre grandes familias del sur de Estados Unidos, con algún Paul Newman y alguna Elizabeth Taylor bebiendo y sufriendo.
Pero como la lectura de libros importantes, el cine importante debe de verse una vez vacunados de muchas enfermedades. Hace falta un fondo de culturita y un océano de pasión para meterse en los grandes clásicos, ya sean en los libros o en el cine, que durante muchos años fue complemento de la lectura.
No les voy a hablar de las delicias de las películas inspiradas en la obra de Alejandro Dumas, desde el indispensable "Los tres mosqueteros" hasta "El Conde de Montecristo", clásicos en la formación del espíritu, sea nacional o no.
¿Quién no habrá querido ser en algún momento de su vida ese muchacho marsellés al que el amor más profundo por la bella Mercedes, la mujer que un notable de la ciudad ama, le llevará manu militari a la espantosa prisión del castillo de If, donde entrará como Edmundo Dantès y saldrá como el vengativo Conde de Montecristo?
¿Quién no habrá querido alguna vez ser D’Artagnan para amar y ser amado por las más bellas damas de la corte de Luis XIII o tal vez Luis XIV?
Para mí el cine es eso y mucho más. Son recuerdos de plenitud de belleza, de felicidad, sin necesidad de conservar detalles de aquella película o de aquella otra, de tal escena o de la otra en la que ella…
Claro que el cine, como contaba Frank Sinatra, cada cual lo vive a su manera. Incluso hay gente que se siente feliz con las guerras del espacio y, sobre todo, con aquel personajillo maravilloso llegado del espacio a una tierra hostil pero donde unos chiquillos le harán comprender que no todo está perdido. Ya imaginan que les hablo de "E.T".
Todo lo ha desencadenado la lectura de una crítica sobre el último filme de André Techiné. 73 años, escrito en colaboración con Céline Sciamma, una muchacha de 37 años. Entre los dos han pergeñado la historia de dos jóvenes que viven difícilmente su homosexualidad ("Quand on a 17 ans").
Hablando de una de sus películas, "Hôtel des Amériques", un crítico francés la describe como "una historia de amor, bella como un cielo cuajado de lágrimas". Ya es decir.
André Techiné me ha dado tantos momentos gozosos, sobre todo con "Los Roseaux sauvages" y "Rendez-vous", que considero tener con él una deuda.
Pero, ¿qué quieren que le cuente de otra película, esta italiana, como "Una mujer y tres hombres / Nos habíamos amado tanto / C'eravamo tanto amati", de Ettore Scola (1974)?
Es un cachito de Dolce Vita en aquel cine italiano que todos habíamos amado y no solo con Fellini o De Sica.
Era un cine cuajado de talento, con películas y actores que se paseaban por las pantallas del mundo como amigos que llegan a tu casa. Durante muchos años iluminaron nuestras vidas. Luego, por esos misterios del cine, el todopoderoso que se come al más débil, esa industria ha entrado en un peligroso sopor. Ese cine italiano que lo contaba todo, mejor que nadie, tan bellamente.
En la película de Scola, auténtica enciclopedia que todos deberíamos leer para aprender que la vida va y viene pero que nunca se queda quieta. Que lo que hoy es una certidumbre inconmensurable, mañana será olvidado y reemplazado por algo que acaba de colarse en nuestras vidas.
Stefania Sandrelli, la heroína de "Una mujer y tres hombres / Nos habíamos amado tanto" es tan perfecta como la perfecta muchacha que todos hemos amado algún día pero que se nos escapó, o tal vez abandonamos, o quizá, como le pasa a Vittorio Gassman, otro amigo, menos brillante pero más aseguro para ella, se la llevará. Y cuando vuelvas a verla, al cabo de los años que le han dado una nueva belleza, más madura, más segura, ella te confesará que ya ni se acuerda de cuando estaba tan locamente enamorada de ti que intentó suicidarse.
C´est la vie, amigo mío. Y es lo que hay.
A veces, ver una película como ésta después de un tiempo puede tener un gusto amargo. Es un revelador que en cualquier momento de tu vida te dice que pudiste ser, que no fuiste por cobardía, por bellaquería o sencillamente por nada. Porque los hombres estamos hechos así.
Los dos actores masculinos de este monumental film, Vittorio Gassman y Nino Manfredi, han muerto ya.
La protagonista femenina, Stefania Sandrelli, vive.
Y con ella sobrevive la esperanza de días mejores. Aunque sea una esperanza peliculera.
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Cuando me convertí en amante del cine, cuando descubrí que los personajes que veía en la pantalla, aunque hablasen en una lengua tan desconocida para mí como podía ser el japonés, no sabía ni nadie me lo preguntó si yo sabía cómo se hacía una película, qué tipo de plano era el mejor… Entré en el cine por necesidad fisiológica, por amor a mí mismo y por respeto a mi persona. Tiempos eran en que un psiquiatra nada más que servía para abrirte las puertas del manicomio, hasta que descubrí "Alguien voló sobre el nido del cuco" (Milos Forman, 1975) y comprendí que la locura era un estado mental frecuente.
Y me convencí de que yo también estaba loco para creer en todos aquellos hombres y mujeres que me hablaban desde una sábana blanca y me convencían de que llevar corbata era necesario, o que sonreír más de una vez por día podía ser bello, a condición de tener una dentadura de estrella.
Aquello me ocurrió cuando me quedé sin dientes en una caída. Pero aprendí a reír, porque parecía que a la gente del cine le preparaba para hazañas tales como el enamoramiento.
Primero las películas del Oeste y con sus héroes bien definidos, sin caricatura ni doblez que temer, me empapé de qué era la justicia, qué era ser bueno o enamorarse de una señorita a la que un villano quería ultrajar.
Luego entramos en la época capa y espada y durante mucho tiempo fue Robin de los Bosques nuestro héroe, al que imitábamos con espadas de madera que nos fabricaba un carpintero con habilidad y mil amores.
Llegó la época de mayorcito. La de los quince años y la cosa cambió. El cine Rex de Tánger me educó en todo cuanto había que saber sobre grandes familias del sur de Estados Unidos, con algún Paul Newman y alguna Elizabeth Taylor bebiendo y sufriendo.
Pero como la lectura de libros importantes, el cine importante debe de verse una vez vacunados de muchas enfermedades. Hace falta un fondo de culturita y un océano de pasión para meterse en los grandes clásicos, ya sean en los libros o en el cine, que durante muchos años fue complemento de la lectura.
No les voy a hablar de las delicias de las películas inspiradas en la obra de Alejandro Dumas, desde el indispensable "Los tres mosqueteros" hasta "El Conde de Montecristo", clásicos en la formación del espíritu, sea nacional o no.
¿Quién no habrá querido ser en algún momento de su vida ese muchacho marsellés al que el amor más profundo por la bella Mercedes, la mujer que un notable de la ciudad ama, le llevará manu militari a la espantosa prisión del castillo de If, donde entrará como Edmundo Dantès y saldrá como el vengativo Conde de Montecristo?
¿Quién no habrá querido alguna vez ser D’Artagnan para amar y ser amado por las más bellas damas de la corte de Luis XIII o tal vez Luis XIV?
Para mí el cine es eso y mucho más. Son recuerdos de plenitud de belleza, de felicidad, sin necesidad de conservar detalles de aquella película o de aquella otra, de tal escena o de la otra en la que ella…
Claro que el cine, como contaba Frank Sinatra, cada cual lo vive a su manera. Incluso hay gente que se siente feliz con las guerras del espacio y, sobre todo, con aquel personajillo maravilloso llegado del espacio a una tierra hostil pero donde unos chiquillos le harán comprender que no todo está perdido. Ya imaginan que les hablo de "E.T".
Todo lo ha desencadenado la lectura de una crítica sobre el último filme de André Techiné. 73 años, escrito en colaboración con Céline Sciamma, una muchacha de 37 años. Entre los dos han pergeñado la historia de dos jóvenes que viven difícilmente su homosexualidad ("Quand on a 17 ans").
Hablando de una de sus películas, "Hôtel des Amériques", un crítico francés la describe como "una historia de amor, bella como un cielo cuajado de lágrimas". Ya es decir.
André Techiné me ha dado tantos momentos gozosos, sobre todo con "Los Roseaux sauvages" y "Rendez-vous", que considero tener con él una deuda.
Pero, ¿qué quieren que le cuente de otra película, esta italiana, como "Una mujer y tres hombres / Nos habíamos amado tanto / C'eravamo tanto amati", de Ettore Scola (1974)?
Es un cachito de Dolce Vita en aquel cine italiano que todos habíamos amado y no solo con Fellini o De Sica.
Era un cine cuajado de talento, con películas y actores que se paseaban por las pantallas del mundo como amigos que llegan a tu casa. Durante muchos años iluminaron nuestras vidas. Luego, por esos misterios del cine, el todopoderoso que se come al más débil, esa industria ha entrado en un peligroso sopor. Ese cine italiano que lo contaba todo, mejor que nadie, tan bellamente.
En la película de Scola, auténtica enciclopedia que todos deberíamos leer para aprender que la vida va y viene pero que nunca se queda quieta. Que lo que hoy es una certidumbre inconmensurable, mañana será olvidado y reemplazado por algo que acaba de colarse en nuestras vidas.
Stefania Sandrelli, la heroína de "Una mujer y tres hombres / Nos habíamos amado tanto" es tan perfecta como la perfecta muchacha que todos hemos amado algún día pero que se nos escapó, o tal vez abandonamos, o quizá, como le pasa a Vittorio Gassman, otro amigo, menos brillante pero más aseguro para ella, se la llevará. Y cuando vuelvas a verla, al cabo de los años que le han dado una nueva belleza, más madura, más segura, ella te confesará que ya ni se acuerda de cuando estaba tan locamente enamorada de ti que intentó suicidarse.
C´est la vie, amigo mío. Y es lo que hay.
A veces, ver una película como ésta después de un tiempo puede tener un gusto amargo. Es un revelador que en cualquier momento de tu vida te dice que pudiste ser, que no fuiste por cobardía, por bellaquería o sencillamente por nada. Porque los hombres estamos hechos así.
Los dos actores masculinos de este monumental film, Vittorio Gassman y Nino Manfredi, han muerto ya.
La protagonista femenina, Stefania Sandrelli, vive.
Y con ella sobrevive la esperanza de días mejores. Aunque sea una esperanza peliculera.
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