Colaboración: La Milady que amó Alejandro Dumas
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Por Sergio Berrocal
Entró en el olimpo de los dioses acompañado de cuatro mosqueteros justicieros y divertidos, amos de la risa y del amor, espadachines por un mundo mejor, y salvo la Biblia ningún libro es más popular. Alejandro Dumas, francés, gastrónomo y auténtico gigante de la escritura, siempre amó a sus personajes. A “Los tres mosqueteros” los idolatró y en ellos clavó muchos de sus anhelos.
Pero, por encima de todo y ante todo, fue un enamorado de las mujeres que paseó por páginas escritas con trazo recio de pluma de oca. Y a la que más amó fue a su más diabólica creación que todos sus lectores también llevamos en un rincón de nuestros corazones, Milady de Winter, la mala malísima que envenena y llena de pasión de los mosqueteros paladines del Rey de Francia y, sobre todo, de la Reina.
Muchos éramos todavía jóvenes, a veces niños, cuando sentimos que amar a Milady era la culminación del sueño de cualquier hombre.
Ya mayores, llenos de problemas, de complejos y de amores fallidos o a punto de volcar, también amamos a Milady, la rubia esencia de rubia de poder, belleza y un indefinible coro de cualidades que usted jamás volvió a encontrar en ninguna otra mujer.
Ni en los libros ni en las películas y menos aún en la realidad.
Porque ella era la respuesta a todos nuestros psicoanálisis, adorable y terriblemente complicada, como debería ser cualquier mujer.
Pero, claro, había que tener el arrojo impagable del caballero D’Artagnan para hacerse pasar por uno de sus amantes y así conseguir entrar en el lecho de la dama que en sus delicados hombros escondía el secreto más terrible, por el que morían hombres y mujeres a la punta de la espada, con una mijita de veneno o sencillamente degollados.
En otra vida, Milady de Winter había sido una de las damas más influyentes y poderosas de la Corte, pero no de cualquier reino, tal vez en el de Inglaterra y en el de Francia. Y sus enemigos eran aquellos mosqueteros de Dumas.
Aquella marca infamante, de la que no podías salir vivo si llegabas a verla, D’Artagnan la vio una noche entre gritos de placer y en medio de sábanas de seda mojadas y vividas hasta el amanecer.
Desde entonces, el mosquetero tuvo que huir, huir y huir para que la venganza de Milady a través de los terribles y traicioneros hombres de negros del Cardenal Richelieu no le fulminara en cualquier lugar del reino.
Ay, D’Artagnan de mis entretelas, que también bebía los vientos por una dama decente como ella sola, Madame de Bonacieux, tan bella como Milady pero de porte discreto y oculta en el silencio de los conventos.
Este enamoramiento de Alejandro Dumas por lo que representaba la mujer cuando Luis XIV o tal vez Luis XIII reinaba, mientras en la sombra del Palacio del Louvre reinaba sin derecho a rechistar el cardenal Richelieu aunque probablemente fuera el cardenal Mazarin, porque sabido es que Dumas se tomaba todas las libertades del mundo con los personajes históricos…
Presumía, con su vozarrón de cazador de los bosques de los alrededores de París, de violar la historia. E incluso insistía en que se hacía un favor a la historia violándola sin piedad pero con pasión y mucho amor, que es finalmente lo que él hacía con la pluma más prolífica tal vez y la más arruinada también del siglo XIX.
Experiencias de amor no le faltaban para componer el personaje de Milady. Vivía en un París donde la pasión era moneda corriente a todas horas, desde las profesionales como aquella Nana que pintó Emile Zola hasta esta mujer de vida apasionada y apasionante.
Probablemente encontró el modelo en medio de aquellas damas de París que entre las luces de las velas de la caída de la tarde y la salida del sol de la mañana pensaban más en el amor que en vivir castamente. Sin duda porque la vida era amar y ellas no se cortaban un segundo.
Así resulto Milady de Winter, una enamorada del amor o, para ser más exactos, de la belleza masculina, aunque también habría quien dijese con razón que tampoco era inmune a la dulce belleza de las otras damas del Reino, pero esas relaciones se llevaban menos y sin duda eran muy discretas.
Milady amaba el amor-sexo, quizá como aquella reina de Francia, se dice que era Jeanne de Bourgogne, de la que Dumas también habló, y que mandaba a sus lacayos en busca de jóvenes bellos desconocidos de París a los que caída la noche debían presentar en la Tour de Nesle.
Los muchachos pasaban por las manos expertas para prepararlos a su entrada en el harem efímero e intenso. La Reina gozaba de ellos, sin parar toda la noche. Pero cuando rayaba el alba los echaba de su cama, entraba un verdugo y les cortaba la cabeza. Cuenta la leyenda que por la mañana temprano raro era el día en que el Sena no arrastraba más de una cabeza.
Milady era menos sanguinaria pero también adoraba la juventud por lo que de fogosidad encontraba en ella, aunque los viejos poderosos tampoco los desdeñaba.
A ella no le importaba de sus amantes más que el placer que pudiesen procurarle. Entre sus brazos, el más aguerrido mosquetero, el más singular diplomático de paso por París, a condición, no lo olvidemos, de que fuese bello, se convertía en un objeto de placer.
Algunos piensan que alguna vez Milady pudo amar como se ama cuando se cree que el amor existe como algo idílico, puro y pasajero, porque lo duradero no es amor sino rutina.
Y amó y amó a uno de los mosqueteros, el inefable D’Artagnan, y a tantos otros hombres, célebres, poderosos o simples mortales. Dumas dio a su Milady el rostro de la mujer de mujeres y el cine, nuestro cine, nuestro interpretador de sueños, la buscó en los más bellos e interesantes rostros que encontró.
Una de las primeras actrices en encarnarla fue la enigmática Lana Turner (1948), a la que siguieron la indescriptible Faye Dunaway dos veces (1973 y 1974), la particular Milla Jovovich en 2011.
Creo, sin embargo, pese a todas estas bellezas, que ninguna mujer se acercó más a la deslumbrante sensualidad de Milady que la francesa Mylène Demongeot.
El protagonista de esta película, D’Artagnan, murió años después que Milady durante el asedio de la ciudad holandesa de Maestricht por las tropas francesas,
Hay historiadores que afirman que fue un personaje puramente ficticio. Uno no está tan seguro.
Hace ya años, en Maestricht pasé unas horas con los dirigentes de una asociación local que veneraba la memoria de D’Artagnan, al que habían representado en una estatua cerca del lugar donde cayó. Y es imposible que el objeto de aquel culto fuese un simple personaje peliculero.
De todos modos, prefiero creer que existió. Después de todo, hacia finales de 1957 conocí en París a una mujer que se parecía en todo a Milady.
Y estaba vivita y coleando.
Los héroes no mueren. Y menos los que llevamos en nuestro corazón.
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Entró en el olimpo de los dioses acompañado de cuatro mosqueteros justicieros y divertidos, amos de la risa y del amor, espadachines por un mundo mejor, y salvo la Biblia ningún libro es más popular. Alejandro Dumas, francés, gastrónomo y auténtico gigante de la escritura, siempre amó a sus personajes. A “Los tres mosqueteros” los idolatró y en ellos clavó muchos de sus anhelos.
Pero, por encima de todo y ante todo, fue un enamorado de las mujeres que paseó por páginas escritas con trazo recio de pluma de oca. Y a la que más amó fue a su más diabólica creación que todos sus lectores también llevamos en un rincón de nuestros corazones, Milady de Winter, la mala malísima que envenena y llena de pasión de los mosqueteros paladines del Rey de Francia y, sobre todo, de la Reina.
Muchos éramos todavía jóvenes, a veces niños, cuando sentimos que amar a Milady era la culminación del sueño de cualquier hombre.
Ya mayores, llenos de problemas, de complejos y de amores fallidos o a punto de volcar, también amamos a Milady, la rubia esencia de rubia de poder, belleza y un indefinible coro de cualidades que usted jamás volvió a encontrar en ninguna otra mujer.
Ni en los libros ni en las películas y menos aún en la realidad.
Porque ella era la respuesta a todos nuestros psicoanálisis, adorable y terriblemente complicada, como debería ser cualquier mujer.
Pero, claro, había que tener el arrojo impagable del caballero D’Artagnan para hacerse pasar por uno de sus amantes y así conseguir entrar en el lecho de la dama que en sus delicados hombros escondía el secreto más terrible, por el que morían hombres y mujeres a la punta de la espada, con una mijita de veneno o sencillamente degollados.
En otra vida, Milady de Winter había sido una de las damas más influyentes y poderosas de la Corte, pero no de cualquier reino, tal vez en el de Inglaterra y en el de Francia. Y sus enemigos eran aquellos mosqueteros de Dumas.
Aquella marca infamante, de la que no podías salir vivo si llegabas a verla, D’Artagnan la vio una noche entre gritos de placer y en medio de sábanas de seda mojadas y vividas hasta el amanecer.
Desde entonces, el mosquetero tuvo que huir, huir y huir para que la venganza de Milady a través de los terribles y traicioneros hombres de negros del Cardenal Richelieu no le fulminara en cualquier lugar del reino.
Ay, D’Artagnan de mis entretelas, que también bebía los vientos por una dama decente como ella sola, Madame de Bonacieux, tan bella como Milady pero de porte discreto y oculta en el silencio de los conventos.
Este enamoramiento de Alejandro Dumas por lo que representaba la mujer cuando Luis XIV o tal vez Luis XIII reinaba, mientras en la sombra del Palacio del Louvre reinaba sin derecho a rechistar el cardenal Richelieu aunque probablemente fuera el cardenal Mazarin, porque sabido es que Dumas se tomaba todas las libertades del mundo con los personajes históricos…
Presumía, con su vozarrón de cazador de los bosques de los alrededores de París, de violar la historia. E incluso insistía en que se hacía un favor a la historia violándola sin piedad pero con pasión y mucho amor, que es finalmente lo que él hacía con la pluma más prolífica tal vez y la más arruinada también del siglo XIX.
Experiencias de amor no le faltaban para componer el personaje de Milady. Vivía en un París donde la pasión era moneda corriente a todas horas, desde las profesionales como aquella Nana que pintó Emile Zola hasta esta mujer de vida apasionada y apasionante.
Probablemente encontró el modelo en medio de aquellas damas de París que entre las luces de las velas de la caída de la tarde y la salida del sol de la mañana pensaban más en el amor que en vivir castamente. Sin duda porque la vida era amar y ellas no se cortaban un segundo.
Así resulto Milady de Winter, una enamorada del amor o, para ser más exactos, de la belleza masculina, aunque también habría quien dijese con razón que tampoco era inmune a la dulce belleza de las otras damas del Reino, pero esas relaciones se llevaban menos y sin duda eran muy discretas.
Milady amaba el amor-sexo, quizá como aquella reina de Francia, se dice que era Jeanne de Bourgogne, de la que Dumas también habló, y que mandaba a sus lacayos en busca de jóvenes bellos desconocidos de París a los que caída la noche debían presentar en la Tour de Nesle.
Los muchachos pasaban por las manos expertas para prepararlos a su entrada en el harem efímero e intenso. La Reina gozaba de ellos, sin parar toda la noche. Pero cuando rayaba el alba los echaba de su cama, entraba un verdugo y les cortaba la cabeza. Cuenta la leyenda que por la mañana temprano raro era el día en que el Sena no arrastraba más de una cabeza.
Milady era menos sanguinaria pero también adoraba la juventud por lo que de fogosidad encontraba en ella, aunque los viejos poderosos tampoco los desdeñaba.
A ella no le importaba de sus amantes más que el placer que pudiesen procurarle. Entre sus brazos, el más aguerrido mosquetero, el más singular diplomático de paso por París, a condición, no lo olvidemos, de que fuese bello, se convertía en un objeto de placer.
Algunos piensan que alguna vez Milady pudo amar como se ama cuando se cree que el amor existe como algo idílico, puro y pasajero, porque lo duradero no es amor sino rutina.
Y amó y amó a uno de los mosqueteros, el inefable D’Artagnan, y a tantos otros hombres, célebres, poderosos o simples mortales. Dumas dio a su Milady el rostro de la mujer de mujeres y el cine, nuestro cine, nuestro interpretador de sueños, la buscó en los más bellos e interesantes rostros que encontró.
Una de las primeras actrices en encarnarla fue la enigmática Lana Turner (1948), a la que siguieron la indescriptible Faye Dunaway dos veces (1973 y 1974), la particular Milla Jovovich en 2011.
Creo, sin embargo, pese a todas estas bellezas, que ninguna mujer se acercó más a la deslumbrante sensualidad de Milady que la francesa Mylène Demongeot.
El protagonista de esta película, D’Artagnan, murió años después que Milady durante el asedio de la ciudad holandesa de Maestricht por las tropas francesas,
Hay historiadores que afirman que fue un personaje puramente ficticio. Uno no está tan seguro.
Hace ya años, en Maestricht pasé unas horas con los dirigentes de una asociación local que veneraba la memoria de D’Artagnan, al que habían representado en una estatua cerca del lugar donde cayó. Y es imposible que el objeto de aquel culto fuese un simple personaje peliculero.
De todos modos, prefiero creer que existió. Después de todo, hacia finales de 1957 conocí en París a una mujer que se parecía en todo a Milady.
Y estaba vivita y coleando.
Los héroes no mueren. Y menos los que llevamos en nuestro corazón.
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