Colaboración: Fernandel, la cordialidad de existir
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Por Sergio Berrocal
Ya no tenemos ni un Don Camilo que llevarnos a los ojos para llorar por las desgracias del mundo, que siempre fue peor de lo que luego sería, aunque los recuerdos se magnifican y nuestro tiempo, el que nos tocó vivir, fue siempre el mejor. Y hay que creerlo como creemos que la copa de la última cena en la que Jesús compartió mantel con sus discípulos, incluyendo al pobrecito Judas, se encontrará un día, aunque para ello se necesite que el tipo del látigo un poco pasado por todos los tintes del racismo vuelva aunque ya se caiga de años.
Años, muchos años después de que me invitara a mi primer pastis en París, Fernandel, el actor que Francia y el mundo amaron por un solo papel, el del cura italiano Don Camilo que en la obra del escritor Giovanni Guareschi estaba dispuesto a torear a cualquier para defender la justicia.
Fernandel ha vuelto, Lo tengo encima de mi escritorio con su carita de no haber roto nunca un plato.
Es un libro extraño, se titula "The Frenchman" y lo ha fotografiado, porque el texto se reduce a lo mínimo, Philippe Halsman, un fotógrafo norteamericano que tuvo la fantasía y los medios de pedirle a Fernandel una "entrevista gráfica".
Como ninguno de los dos hablaba la lengua del otro, el señor de la Rolleiflex decidió proponerle al actor francés que contestara a sus preguntas previamente traducidas por un gesto que se inmortalizaría en la cámara.
En este mundo de locos la experiencia hace sonreír pero es un intento valiente de salir de la rutina de los listo, con preguntas tan ociosamente valientes como ésta: "¿Qué grado de inteligencia necesita una muchacha bonita y ambiciosa?", a lo que Fernandel contesta construyendo con los dedos de la mano izquierda un rotundo cero.
La verdad es que no sé para qué puñetas sirve ese libro; hay quienes no comprenden para que sirve ningún libro, aunque sea un compendio de buenos primeros planos del actor francés que en los años cincuenta y sesenta del siglo Veinte se convirtió en la estrella más reconocida gracias a las aventuras de Don Camilo,
Ese cura que en un pueblo de la Italia rural tiene que luchar día tras día contra la influencia demoníaca, según él, del alcalde, un comunista de la vieja escuela.
Imagino la cara de asombro de muchos lectores pero cuando terminó la segunda Guerra Mundial, en los años cuarenta, y no preciso porque en cada país de Europa la paz y la concordia tuvieron tiempos distintos, las derechas y las izquierdas chocaban peligrosamente.
Entonces, el Partido Comunista era casi el más poderoso de todo el espectro político europeo.
Frente a él tenía a las formaciones resultantes de la influencia siempre grande de la Iglesia Católica.
En Italia, esta rivalidad nada cristiana se convirtió en un enfrentamiento donde todos los golpes estaban permitidos.
El humorista italiano Giovanni Guareschi tuvo la idea y el acierto de dar vida de una forma agradable a estas dos Italia y creó los personajes de Don Camilo, el cura reverente e intransigente que tiene que tratar de ganarle terreno todas las mañanas a su mayor enemigo del pueblo, Peppone, que en la pantalla encarnaría Gino Cervi, otro descomunal intérprete.
En aquellos años sesenta, el personaje de Don Camilo se convirtió en un símbolo de humor, de combatividad, de lucha por la caridad, frente al poderoso tirano, encarnado por el representante del Partido Comunista, primero y siempre, el extraordinario actor italiano Gino Cervi y ya muy tarde, cuando casi se había olvidado uno de aquellas trifulcas ideológicas en nombre de Dios y del materialismo, Terence Hill, el muchacho de la bofetada fácil en tantas alegres películas del Oeste.
El libro de ese divertido fotógrafo norteamericano me ha llenado la mesa de recuerdos.
Acababa de llegar a París y trataba de abrirme paso como aprendiz de reportero en la Agencia Keystone Press, en aquel entonces emporio periodístico que favorecía más bien la foto.
Conseguí que Fernandel me recibiera en su inmenso piso de la Avenue Trudaine, en el distrito nueve de París, umbral del Montmartre donde en aquellos años no solamente había pintores –por allí pasaron un poco antes gente como Picasso—sino también un local célebre por sus combates de lucha libre.
El milagro de mi entrevista con Fernandel fue más o menos como el del gráfico Philippe Halsman quien, recuerden, "¡entrevistó!" a Fernandel haciéndole contestar por gestos que luego metió en cuidadas fotos en su libro.
Yo llegaba de Tánger, que ya empezaba a dejar de ser la ciudad internacional, el refugio de tanto perdido del mundo, convencido de hablar francés, porque un limpiabotas del Zoco Chico me lo había afirmado. Y como uno era inocentemente inviable…
Resultó que Fernandel no sabía que yo sabía un francés que él no entendía porque, finalmente, no lo entendía ningún francés desde Marsella a París.
Entonces, con una buena voluntad alucinante, aquel maravilloso cómico –lean, lean su biografía…-- me preparó un pastis, un aguardiente que debe de mezclarse con un poco de agua y si se quiere un hielo para obtener el color amarillo dorado y el perfume que llega desde el sur al norte de Francia.
Y empezamos la "entrevista".
Yo le preguntaba a Fernandel y él, que no me estaba entendiendo, hacía como que sí, y con una enorme sonrisa de sus dientes caballunos me contestaba algo que yo, por supuesto no entendía,
Han pasado tantos años casi como tiene la Torre Eiffel pero nunca olvidaré a aquel personaje maravilloso, que con una inmensa bondad me dejó hacerle una serie de fotos –hoy desaparecidas—con lo que fui un Philippe Halsman antes de tiempo.
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Ya no tenemos ni un Don Camilo que llevarnos a los ojos para llorar por las desgracias del mundo, que siempre fue peor de lo que luego sería, aunque los recuerdos se magnifican y nuestro tiempo, el que nos tocó vivir, fue siempre el mejor. Y hay que creerlo como creemos que la copa de la última cena en la que Jesús compartió mantel con sus discípulos, incluyendo al pobrecito Judas, se encontrará un día, aunque para ello se necesite que el tipo del látigo un poco pasado por todos los tintes del racismo vuelva aunque ya se caiga de años.
Años, muchos años después de que me invitara a mi primer pastis en París, Fernandel, el actor que Francia y el mundo amaron por un solo papel, el del cura italiano Don Camilo que en la obra del escritor Giovanni Guareschi estaba dispuesto a torear a cualquier para defender la justicia.
Fernandel ha vuelto, Lo tengo encima de mi escritorio con su carita de no haber roto nunca un plato.
Es un libro extraño, se titula "The Frenchman" y lo ha fotografiado, porque el texto se reduce a lo mínimo, Philippe Halsman, un fotógrafo norteamericano que tuvo la fantasía y los medios de pedirle a Fernandel una "entrevista gráfica".
Como ninguno de los dos hablaba la lengua del otro, el señor de la Rolleiflex decidió proponerle al actor francés que contestara a sus preguntas previamente traducidas por un gesto que se inmortalizaría en la cámara.
En este mundo de locos la experiencia hace sonreír pero es un intento valiente de salir de la rutina de los listo, con preguntas tan ociosamente valientes como ésta: "¿Qué grado de inteligencia necesita una muchacha bonita y ambiciosa?", a lo que Fernandel contesta construyendo con los dedos de la mano izquierda un rotundo cero.
La verdad es que no sé para qué puñetas sirve ese libro; hay quienes no comprenden para que sirve ningún libro, aunque sea un compendio de buenos primeros planos del actor francés que en los años cincuenta y sesenta del siglo Veinte se convirtió en la estrella más reconocida gracias a las aventuras de Don Camilo,
Ese cura que en un pueblo de la Italia rural tiene que luchar día tras día contra la influencia demoníaca, según él, del alcalde, un comunista de la vieja escuela.
Imagino la cara de asombro de muchos lectores pero cuando terminó la segunda Guerra Mundial, en los años cuarenta, y no preciso porque en cada país de Europa la paz y la concordia tuvieron tiempos distintos, las derechas y las izquierdas chocaban peligrosamente.
Entonces, el Partido Comunista era casi el más poderoso de todo el espectro político europeo.
Frente a él tenía a las formaciones resultantes de la influencia siempre grande de la Iglesia Católica.
En Italia, esta rivalidad nada cristiana se convirtió en un enfrentamiento donde todos los golpes estaban permitidos.
El humorista italiano Giovanni Guareschi tuvo la idea y el acierto de dar vida de una forma agradable a estas dos Italia y creó los personajes de Don Camilo, el cura reverente e intransigente que tiene que tratar de ganarle terreno todas las mañanas a su mayor enemigo del pueblo, Peppone, que en la pantalla encarnaría Gino Cervi, otro descomunal intérprete.
En aquellos años sesenta, el personaje de Don Camilo se convirtió en un símbolo de humor, de combatividad, de lucha por la caridad, frente al poderoso tirano, encarnado por el representante del Partido Comunista, primero y siempre, el extraordinario actor italiano Gino Cervi y ya muy tarde, cuando casi se había olvidado uno de aquellas trifulcas ideológicas en nombre de Dios y del materialismo, Terence Hill, el muchacho de la bofetada fácil en tantas alegres películas del Oeste.
El libro de ese divertido fotógrafo norteamericano me ha llenado la mesa de recuerdos.
Acababa de llegar a París y trataba de abrirme paso como aprendiz de reportero en la Agencia Keystone Press, en aquel entonces emporio periodístico que favorecía más bien la foto.
Conseguí que Fernandel me recibiera en su inmenso piso de la Avenue Trudaine, en el distrito nueve de París, umbral del Montmartre donde en aquellos años no solamente había pintores –por allí pasaron un poco antes gente como Picasso—sino también un local célebre por sus combates de lucha libre.
El milagro de mi entrevista con Fernandel fue más o menos como el del gráfico Philippe Halsman quien, recuerden, "¡entrevistó!" a Fernandel haciéndole contestar por gestos que luego metió en cuidadas fotos en su libro.
Yo llegaba de Tánger, que ya empezaba a dejar de ser la ciudad internacional, el refugio de tanto perdido del mundo, convencido de hablar francés, porque un limpiabotas del Zoco Chico me lo había afirmado. Y como uno era inocentemente inviable…
Resultó que Fernandel no sabía que yo sabía un francés que él no entendía porque, finalmente, no lo entendía ningún francés desde Marsella a París.
Entonces, con una buena voluntad alucinante, aquel maravilloso cómico –lean, lean su biografía…-- me preparó un pastis, un aguardiente que debe de mezclarse con un poco de agua y si se quiere un hielo para obtener el color amarillo dorado y el perfume que llega desde el sur al norte de Francia.
Y empezamos la "entrevista".
Yo le preguntaba a Fernandel y él, que no me estaba entendiendo, hacía como que sí, y con una enorme sonrisa de sus dientes caballunos me contestaba algo que yo, por supuesto no entendía,
Han pasado tantos años casi como tiene la Torre Eiffel pero nunca olvidaré a aquel personaje maravilloso, que con una inmensa bondad me dejó hacerle una serie de fotos –hoy desaparecidas—con lo que fui un Philippe Halsman antes de tiempo.
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