Colaboración: La última copa de champán
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Supongo, en realidad estoy totalmente convencido, de que Meg Ryan nunca supo que iba a ser la protagonista de una película que, yo estaba íntimamente convencido, alguien terminaría por hacer basándose en una novelita mía titulada "Ojos verdes". Y era ella la elegida por nosotros para interpretarla. De eso hace ya años y el libro ha pasado entre las manos de varios directores, entre ellos el mexicano Gabriel Retes.
Pero la esperanza es así de caprichosa y desmelenada. Llega un tiempo en que crees todo lo que quieres creer y es como si tu sueño, en este caso tu película, fuese a realizarse.
Pero los sueños sueños son y pocas veces se realizan como en aquellos cuentos escenificados por Walt Disney.
Y entonces hay que pasar a otra cosa pero que, en el fondo, siempre acaba ligada con aquel proyecto.
Se te entenebrece la mente con los fotogramas de Robert de Niro en busca de la verdad de sus hijos, a los que no vio crecer realmente, como la mayoría de los niños que van más rápidos que la música sin que los padres, no las madres, sepan que ya no dirigen la orquesta. Aunque en realidad nunca la dirigiste.
"Todos están / Están todos bien / Everybody's Fine" reza misericordiosamente el título salido en las pantallas en 2009. Pero en realidad todo ha ido mal, va mal y no se arreglará más que como quieren arreglarse las cosas, con medias verdades y enormes mentiras, alrededor de un gigantesco pavo que de Niro degustará probablemente por última vez alrededor de sus hijos.
Es una película tan sencillita que algunos podrían calificarla de mema, deslucida o corta de vistas. Por el contrario, va más allá de lo que uno quisiera, pero para eso hay que haber sufrido el síndrome de los hijos. Los que no los tengan, los que no los quieran, los que les hacen asquitos porque son padres demasiado listos, que no vean la película.
Caballero, es el film que usted no ha tenido nunca la valentía de contarse.
Y te sientas delante de la tele y la imagen desaparece, el color se transforma en blanco y negro y empieza tu verdadera película, la que tampoco nunca has querido ver.
Estáis todos celebrando alguna fiesta, la de las Palomas de la felicidad, la de Nochebuena o el cumpleaños del perro. Pero todos tus hijos están en aquel salón antes llamado comedor, con grandes cuadros y ánimos pequeños.
El más joven de la tribu asoma con gafas y a lo serio por debajo del brazo derecho de una de sus hermanas, la que unos días después ya no volvería a ver.
La madre quiere llevar el ritmo de esta orquesta donde falla el bajo y la trompeta parece estar acatarrada. Sonríe la mujer con la valentía de quien tal vez sabe ya que esa paz, esas palabras armoniosas y cristalinas que ahora salen de los labios de la mediana no volverán a escucharse.
Hasta ellos llega una música de los Bee Gees que tanto le gusta al padre, metido en un rincón del salón, con unas palabras en los labios que la foto en blanco y negro no deja pasar.
Probablemente contesta algo a la hija que le tiende una copa de champán. Ella prefiere la Coca-Cola.
¿Qué mira el niño desde las gafas metálicas que sostiene sobre su nariz? Hay alguien más allá, en otro plano de la foto que no se ve a primera vista. Ah, sí, es su hermana mayor que está tratando de convencer a la mediana de las maravillas de la música de Michael Jackson.
Hay otro plano, tomado en otra ocasión. La mayor vestida de blanco riguroso como si fuese a entrar a un convento. Pero no, a su lado aparece un mocito con estricto traje de calle y corbata roja. Se están casando.
En ese plano de arriba, en color, el padre aparece veinte años después, como si se siguiese confundiendo con un personaje de Alejandro Dumas. Viste un ostentoso jersey rojo y a su lado están tres de los hijos que figuraban en la anterior foto. La mayor, la segunda y el menor, el que tenía gafas cuando miraba a la otra hermana servir una copa de champán.
¿Dónde está la del champán, que no sabía abrir la boca sino para reír o para contar algo simpático? Se le iluminaban los ojos de malicia infantil y todos se partían de risa.
Nadie habla de ella aunque sigue proyectándose la película de Robert de Niro, y "Todos están bien".
El pequeño de la tribu, al que la hermana sin foto mimaba más de lo establecido en cualquier libro de educación infantil, sonríe desde entonces con ojos de tristeza. No le gusta el curso que ha tomado la película.
Sabe que hubo un momento en que el protagonista se puso muy serio, desapareció durante días y en la casa todos dijeron que estaba de viaje de negocios.
No lo cuenta "Todos están bien" pero no tenía ningún negocio que atender.
La chiquilla del champán se había marchado de casa y el muchachito se preguntó durante algún tiempo qué sería de sus cumpleaños sin ella. Quién le compraría aquellos superhéroes transformables que siempre le traía.
En la casa empezaron a aparecer fotos enmarcadas de la ausente, la que decían que se había ido con el novio, con aquel guapo Robert.
Y siguió la vida. Otras celebraciones pero ya con una copa menos de champán.
Robert de Niro trinchó el pavo.
Pero el niño sabía que en su casa no comían pavo porque a nadie le gustaba. Preferían el pollo. Cuestión de civilizaciones. Y ellos no vivían en Estados Unidos sino en Europa, en un país donde las familias se querían y no necesitaban un pavo descomunal para decírselo. Les bastaba con una copia de champán y las músicas de sus vidas, la de cada cual.
Y con los títulos de crédito, vuelve a surgir la voz de los Bee Gees, diciendo, asegurando, jurando, que "Todo lo que somos nunca morirá"…
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Supongo, en realidad estoy totalmente convencido, de que Meg Ryan nunca supo que iba a ser la protagonista de una película que, yo estaba íntimamente convencido, alguien terminaría por hacer basándose en una novelita mía titulada "Ojos verdes". Y era ella la elegida por nosotros para interpretarla. De eso hace ya años y el libro ha pasado entre las manos de varios directores, entre ellos el mexicano Gabriel Retes.
Pero la esperanza es así de caprichosa y desmelenada. Llega un tiempo en que crees todo lo que quieres creer y es como si tu sueño, en este caso tu película, fuese a realizarse.
Pero los sueños sueños son y pocas veces se realizan como en aquellos cuentos escenificados por Walt Disney.
Y entonces hay que pasar a otra cosa pero que, en el fondo, siempre acaba ligada con aquel proyecto.
Se te entenebrece la mente con los fotogramas de Robert de Niro en busca de la verdad de sus hijos, a los que no vio crecer realmente, como la mayoría de los niños que van más rápidos que la música sin que los padres, no las madres, sepan que ya no dirigen la orquesta. Aunque en realidad nunca la dirigiste.
"Todos están / Están todos bien / Everybody's Fine" reza misericordiosamente el título salido en las pantallas en 2009. Pero en realidad todo ha ido mal, va mal y no se arreglará más que como quieren arreglarse las cosas, con medias verdades y enormes mentiras, alrededor de un gigantesco pavo que de Niro degustará probablemente por última vez alrededor de sus hijos.
Es una película tan sencillita que algunos podrían calificarla de mema, deslucida o corta de vistas. Por el contrario, va más allá de lo que uno quisiera, pero para eso hay que haber sufrido el síndrome de los hijos. Los que no los tengan, los que no los quieran, los que les hacen asquitos porque son padres demasiado listos, que no vean la película.
Caballero, es el film que usted no ha tenido nunca la valentía de contarse.
Y te sientas delante de la tele y la imagen desaparece, el color se transforma en blanco y negro y empieza tu verdadera película, la que tampoco nunca has querido ver.
Estáis todos celebrando alguna fiesta, la de las Palomas de la felicidad, la de Nochebuena o el cumpleaños del perro. Pero todos tus hijos están en aquel salón antes llamado comedor, con grandes cuadros y ánimos pequeños.
El más joven de la tribu asoma con gafas y a lo serio por debajo del brazo derecho de una de sus hermanas, la que unos días después ya no volvería a ver.
La madre quiere llevar el ritmo de esta orquesta donde falla el bajo y la trompeta parece estar acatarrada. Sonríe la mujer con la valentía de quien tal vez sabe ya que esa paz, esas palabras armoniosas y cristalinas que ahora salen de los labios de la mediana no volverán a escucharse.
Hasta ellos llega una música de los Bee Gees que tanto le gusta al padre, metido en un rincón del salón, con unas palabras en los labios que la foto en blanco y negro no deja pasar.
Probablemente contesta algo a la hija que le tiende una copa de champán. Ella prefiere la Coca-Cola.
¿Qué mira el niño desde las gafas metálicas que sostiene sobre su nariz? Hay alguien más allá, en otro plano de la foto que no se ve a primera vista. Ah, sí, es su hermana mayor que está tratando de convencer a la mediana de las maravillas de la música de Michael Jackson.
Hay otro plano, tomado en otra ocasión. La mayor vestida de blanco riguroso como si fuese a entrar a un convento. Pero no, a su lado aparece un mocito con estricto traje de calle y corbata roja. Se están casando.
En ese plano de arriba, en color, el padre aparece veinte años después, como si se siguiese confundiendo con un personaje de Alejandro Dumas. Viste un ostentoso jersey rojo y a su lado están tres de los hijos que figuraban en la anterior foto. La mayor, la segunda y el menor, el que tenía gafas cuando miraba a la otra hermana servir una copa de champán.
¿Dónde está la del champán, que no sabía abrir la boca sino para reír o para contar algo simpático? Se le iluminaban los ojos de malicia infantil y todos se partían de risa.
Nadie habla de ella aunque sigue proyectándose la película de Robert de Niro, y "Todos están bien".
El pequeño de la tribu, al que la hermana sin foto mimaba más de lo establecido en cualquier libro de educación infantil, sonríe desde entonces con ojos de tristeza. No le gusta el curso que ha tomado la película.
Sabe que hubo un momento en que el protagonista se puso muy serio, desapareció durante días y en la casa todos dijeron que estaba de viaje de negocios.
No lo cuenta "Todos están bien" pero no tenía ningún negocio que atender.
La chiquilla del champán se había marchado de casa y el muchachito se preguntó durante algún tiempo qué sería de sus cumpleaños sin ella. Quién le compraría aquellos superhéroes transformables que siempre le traía.
En la casa empezaron a aparecer fotos enmarcadas de la ausente, la que decían que se había ido con el novio, con aquel guapo Robert.
Y siguió la vida. Otras celebraciones pero ya con una copa menos de champán.
Robert de Niro trinchó el pavo.
Pero el niño sabía que en su casa no comían pavo porque a nadie le gustaba. Preferían el pollo. Cuestión de civilizaciones. Y ellos no vivían en Estados Unidos sino en Europa, en un país donde las familias se querían y no necesitaban un pavo descomunal para decírselo. Les bastaba con una copia de champán y las músicas de sus vidas, la de cada cual.
Y con los títulos de crédito, vuelve a surgir la voz de los Bee Gees, diciendo, asegurando, jurando, que "Todo lo que somos nunca morirá"…
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