Colaboración: Un tiro en la cabeza, por caridad
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Por Sergio Berrocal
El rímel de la vergüenza se me cae a borbotones por unos ojos que ya no se extrañan de nada y que se han quedado secos de tanto llorar de rabia, impotencia y asco. Allí abajo, donde nació el Jesús mil veces celebrado pero siempre crucificado en esta reciente semana santa, se sigue matando. Cito a la Agencia de prensa EFE: “Ayer (el jueves), un voluntario de la ONG israelí Betselem recogió con una cámara de vídeo el que parece ser el momento en que un soldado israelí remata de un tiro a Abed al Fatah a-Sharif, tendido en el suelo después de ser sido reducido por atacar y herir junto a otro palestino a un miembro del Ejército en Hebrón”.
Pero vayamos por partes. Lo que no dice el despacho es que el soldado israelí probablemente, sin duda, le pegó el tiro certero en la testa palestina para que no sufriera más. Puro acto de misericordia que deberíamos aplaudir todos los cristianos que acabamos de ver a Cristo de nuevo sacrificado. Si él hubiese tenido delante de la cruz a un benefactor de la humanidad, vamos, a un soldado del glorioso Ejército Israelí, cuánta angustia se hubiese ahorrado Jesús…
No han faltado adjetivos para esta ejecución pero para cuando se publique esta crónica volveremos a la normal, es decir la indiferencia del mundo.
Pero como uno es práctico, se le ocurre que los jefes de Estado y de Gobierno de Europa que se reúnen inútil pero regularmente en Bruselas para dejar bien clara su incapacidad de hacer frente al terrorismo yihadista que invade a Europa, deberían, estos señores, pedir al gobierno de Israel que les ceda por un tiempo un par de batallones de estos matadores que no vacilan, según la información oficial, en rematar de un tiro en la cabeza a un palestino que ya había sido puesto fuera de combate.
Pero como nada cambia y todo se transforma en más maldad, les voy a repetir cosas que ya escribí en otra crisis de cabreo por motivos idénticos.
Mi playa, esta del sur, hincada casi en las fauces el norte de Africa, donde ya, por cierto se paró, la rápidamente llamada “primavera árabe”, bautizada por esos periodistas occidentales que somos nosotros y que no queremos más que titulares, aunque cada uno de ellos pueda significar la muerte de cientos de personas inocentes.
Nos importa un carajo. Siempre habrá otros árabes para inmolarse delante de nuestras cámaras, de nuestros periódicos, de nuestras emisoras deslenguadas.
Esta playa donde nunca pasa nada, donde ni siquiera nadie grita “¡Salgan del agua. Hay un tiburón!”. Qué mal nos acostumbró Steven Spielberg…
Esta playa tampoco en la que vio a los ejércitos israelíes sumándose al grito nazi y demente de una bella diputada de extrema derecha judía:“¡Hay que matar a las madres (palestinas, claro)!”, asesinar a unos cuantos chiquillos que jugaban a la pelota.
Creo que eran cuatro. Pero qué más da. Uno más o uno menos, oiga que son palestino Que están acostumbrados a morir.
Tal vez esos chiquillos, nuestros hijos, nuestros nietos, soñaban con la Copa del Mundo de Fútbol y trataban de meterse en el pellejo de sus héroes de la patadita millonaria en el balón de cuero. Olvidaban que ellos no eran más que unos niños palestinos, marcados para morir, no para triunfar en el Real Madrid o en el Barça.
Hay mañanas como ésta que hoy me toca vivir en la calma triunfal del capitalismo poderoso y malvado, que roba al pobre para dárselo al rico, en que me siento, y que los palestinos me perdonen, como un palestino derrotado, apaleado, escupido por todos los agentes del Mossad, deshecho, exiliado.
Pero lo cierto es que si me hubiesen permitido ser palestino probablemente no lo hubiese sido por miedo al dolor, a las lágrimas y a la muerte.
Ser palestino no es esperar sentado en la banda de Gaza a que los poderosos ejércitos judíos, armados y alimentados por Estados Unidos, desembarquen para decirme que no tengo derecho a hablar.
Que tengo que callarme la boca y darle gracias a Alá de estar vivo.
Oiga, sí, ya sé, los nazis fueron esos bichos malignos de los años cuarenta en una Alemania conquistadora que quería tragarse hasta Rusia.
Pero hay muchos nazis. Mucha maldad de pegatina.
Me da vergüenza escribir esto sobre los palestinos.
Si de verdad me interesaran, si yo me tomase en serio la lucha tan desesperada que llevan a cabo cada día que nace, estaría con ellos.
No escribiendo estas consideraciones de pena en un despacho con aire acondicionado y a sabiendas de que cuando baje a la playa lo peor que puedo encontrarme son las medusas.
Que no me van a sorprender unos soldados israelíes para mandarme al otro barrio con la punta de sus armas automáticas.
Todo lo que yo he hecho por los palestinos es una novelita titulada “Palestina, amor mío”, aunque es cierto que cuando la escribí pensé que podría tener alguna influencia no entre los soldados que matan porque matar es sano y lo manda la religión sino pensando que despertaría alguna especie de angustia entre los que desde el fin de los años contemplamos los toros desde la barrera.
Pero los toros tienen más posibilidades que los palestinos.
En nuestra sociedad occidental, las corridas de toros son puro arte y a un toro se le puede indultar por su valentía.
Todavía no he visto un solo palestino indultado.
Cuando escribí “Palestina, amor mío” ya estaba yo muy lejos de los ruedos de Palestina, lejos del periodismo activo. Me habían mandado a reflexionar y a vivir tranquilo aunque fuese echando exabruptos.
Presenté el libro en la ciudad donde vivo, Fuengirola, sur de España, y se me ocurrió hacer un llamamiento a todos los mandamases de los partidos políticos, tres o cuatro, que habían tenido la deferencia de ocupar las primeras filas de la Casa de la Cultura.
Propuse que aprovechando la que aquí en esta playa llaman anualmente La Feria de los pueblos, hiciésemos venir palestinos e israelíes, gente del pueblo, sin significación política destacada, para reunirlos y permitirles cambiar impresiones.
Era cuando yo todavía me consideraba lleno de sabiduría, con experiencia para dar y tomar.
Todavía suenan las discretas carcajadas con las que los políticos acogieron mi propuesta.
En cuanto a la gente, con prisas para irse a tomar copas sin temor a que un soldado israelí pudiese pedirle sus papeles, como aquellos monos amaestrados nazis con uniforme en “Casablanca”, aquella película que tanto daño hizo porque nos permitió combatir al mal supremo desde una butaca y darnos la sensación de que éramos formidables.
El cine me ha hecho cisco todas mis ilusiones.
Desde pequeño, cuando iba a ver una película, en general un western o similar Robín de los Bosques, me enseñaron los señores cineastas que la justicia siempre triunfa. Que el malo acaba malamente en cualquier OK Corral y que el bueno siempre tendrá el rostro santificado de Gary Cooper.
Pero todo era mentira. Hasta el arrepentimiento de Grace Kelly cuando vuelve para ayudar a su Gary de sheriff.
Mentira, todo mentira.
Pero, ¡pobre de mí!. No había caído en que los que hacen noventa y cinco por ciento de las películas de Hollywood hablan hebreo, a menos de oídas.
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El rímel de la vergüenza se me cae a borbotones por unos ojos que ya no se extrañan de nada y que se han quedado secos de tanto llorar de rabia, impotencia y asco. Allí abajo, donde nació el Jesús mil veces celebrado pero siempre crucificado en esta reciente semana santa, se sigue matando. Cito a la Agencia de prensa EFE: “Ayer (el jueves), un voluntario de la ONG israelí Betselem recogió con una cámara de vídeo el que parece ser el momento en que un soldado israelí remata de un tiro a Abed al Fatah a-Sharif, tendido en el suelo después de ser sido reducido por atacar y herir junto a otro palestino a un miembro del Ejército en Hebrón”.
Pero vayamos por partes. Lo que no dice el despacho es que el soldado israelí probablemente, sin duda, le pegó el tiro certero en la testa palestina para que no sufriera más. Puro acto de misericordia que deberíamos aplaudir todos los cristianos que acabamos de ver a Cristo de nuevo sacrificado. Si él hubiese tenido delante de la cruz a un benefactor de la humanidad, vamos, a un soldado del glorioso Ejército Israelí, cuánta angustia se hubiese ahorrado Jesús…
No han faltado adjetivos para esta ejecución pero para cuando se publique esta crónica volveremos a la normal, es decir la indiferencia del mundo.
Pero como uno es práctico, se le ocurre que los jefes de Estado y de Gobierno de Europa que se reúnen inútil pero regularmente en Bruselas para dejar bien clara su incapacidad de hacer frente al terrorismo yihadista que invade a Europa, deberían, estos señores, pedir al gobierno de Israel que les ceda por un tiempo un par de batallones de estos matadores que no vacilan, según la información oficial, en rematar de un tiro en la cabeza a un palestino que ya había sido puesto fuera de combate.
Pero como nada cambia y todo se transforma en más maldad, les voy a repetir cosas que ya escribí en otra crisis de cabreo por motivos idénticos.
Mi playa, esta del sur, hincada casi en las fauces el norte de Africa, donde ya, por cierto se paró, la rápidamente llamada “primavera árabe”, bautizada por esos periodistas occidentales que somos nosotros y que no queremos más que titulares, aunque cada uno de ellos pueda significar la muerte de cientos de personas inocentes.
Nos importa un carajo. Siempre habrá otros árabes para inmolarse delante de nuestras cámaras, de nuestros periódicos, de nuestras emisoras deslenguadas.
Esta playa donde nunca pasa nada, donde ni siquiera nadie grita “¡Salgan del agua. Hay un tiburón!”. Qué mal nos acostumbró Steven Spielberg…
Esta playa tampoco en la que vio a los ejércitos israelíes sumándose al grito nazi y demente de una bella diputada de extrema derecha judía:“¡Hay que matar a las madres (palestinas, claro)!”, asesinar a unos cuantos chiquillos que jugaban a la pelota.
Creo que eran cuatro. Pero qué más da. Uno más o uno menos, oiga que son palestino Que están acostumbrados a morir.
Tal vez esos chiquillos, nuestros hijos, nuestros nietos, soñaban con la Copa del Mundo de Fútbol y trataban de meterse en el pellejo de sus héroes de la patadita millonaria en el balón de cuero. Olvidaban que ellos no eran más que unos niños palestinos, marcados para morir, no para triunfar en el Real Madrid o en el Barça.
Hay mañanas como ésta que hoy me toca vivir en la calma triunfal del capitalismo poderoso y malvado, que roba al pobre para dárselo al rico, en que me siento, y que los palestinos me perdonen, como un palestino derrotado, apaleado, escupido por todos los agentes del Mossad, deshecho, exiliado.
Pero lo cierto es que si me hubiesen permitido ser palestino probablemente no lo hubiese sido por miedo al dolor, a las lágrimas y a la muerte.
Ser palestino no es esperar sentado en la banda de Gaza a que los poderosos ejércitos judíos, armados y alimentados por Estados Unidos, desembarquen para decirme que no tengo derecho a hablar.
Que tengo que callarme la boca y darle gracias a Alá de estar vivo.
Oiga, sí, ya sé, los nazis fueron esos bichos malignos de los años cuarenta en una Alemania conquistadora que quería tragarse hasta Rusia.
Pero hay muchos nazis. Mucha maldad de pegatina.
Me da vergüenza escribir esto sobre los palestinos.
Si de verdad me interesaran, si yo me tomase en serio la lucha tan desesperada que llevan a cabo cada día que nace, estaría con ellos.
No escribiendo estas consideraciones de pena en un despacho con aire acondicionado y a sabiendas de que cuando baje a la playa lo peor que puedo encontrarme son las medusas.
Que no me van a sorprender unos soldados israelíes para mandarme al otro barrio con la punta de sus armas automáticas.
Todo lo que yo he hecho por los palestinos es una novelita titulada “Palestina, amor mío”, aunque es cierto que cuando la escribí pensé que podría tener alguna influencia no entre los soldados que matan porque matar es sano y lo manda la religión sino pensando que despertaría alguna especie de angustia entre los que desde el fin de los años contemplamos los toros desde la barrera.
Pero los toros tienen más posibilidades que los palestinos.
En nuestra sociedad occidental, las corridas de toros son puro arte y a un toro se le puede indultar por su valentía.
Todavía no he visto un solo palestino indultado.
Cuando escribí “Palestina, amor mío” ya estaba yo muy lejos de los ruedos de Palestina, lejos del periodismo activo. Me habían mandado a reflexionar y a vivir tranquilo aunque fuese echando exabruptos.
Presenté el libro en la ciudad donde vivo, Fuengirola, sur de España, y se me ocurrió hacer un llamamiento a todos los mandamases de los partidos políticos, tres o cuatro, que habían tenido la deferencia de ocupar las primeras filas de la Casa de la Cultura.
Propuse que aprovechando la que aquí en esta playa llaman anualmente La Feria de los pueblos, hiciésemos venir palestinos e israelíes, gente del pueblo, sin significación política destacada, para reunirlos y permitirles cambiar impresiones.
Era cuando yo todavía me consideraba lleno de sabiduría, con experiencia para dar y tomar.
Todavía suenan las discretas carcajadas con las que los políticos acogieron mi propuesta.
En cuanto a la gente, con prisas para irse a tomar copas sin temor a que un soldado israelí pudiese pedirle sus papeles, como aquellos monos amaestrados nazis con uniforme en “Casablanca”, aquella película que tanto daño hizo porque nos permitió combatir al mal supremo desde una butaca y darnos la sensación de que éramos formidables.
El cine me ha hecho cisco todas mis ilusiones.
Desde pequeño, cuando iba a ver una película, en general un western o similar Robín de los Bosques, me enseñaron los señores cineastas que la justicia siempre triunfa. Que el malo acaba malamente en cualquier OK Corral y que el bueno siempre tendrá el rostro santificado de Gary Cooper.
Pero todo era mentira. Hasta el arrepentimiento de Grace Kelly cuando vuelve para ayudar a su Gary de sheriff.
Mentira, todo mentira.
Pero, ¡pobre de mí!. No había caído en que los que hacen noventa y cinco por ciento de las películas de Hollywood hablan hebreo, a menos de oídas.
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